SIEMPRE
ESCRIBO MI POST DESPUÉS DE LA COMIDA DEL MEDIODÍA O DE LA CENA. PERO HOY VOY A
HACER UNA EXCEPCIÓN, PORQUE SIENTO TAN FUERTE LO QUE OS VOY A DECIR: ES OTRO
POST SOBRE LAS CASAS DE RECLUSIÓN ECLESIÁSTICA.
El modo en
que se manejó el problema de la pedofilia clerical supuso para muchos el
descubrimiento brutal, traumático, de que hubo obispos que nunca merecieron
haber sido elevados a esos puestos. Ahora bien, siento con todo mi corazón que
Dios desea que se hagan las cosas de otra manera a cómo se están
haciendo.
La reducción
al estado laical NO es voluntad de Dios, una vez que esas personas hayan
cumplido su pena civil, si se les provee de un destino que impida ue puedan
volver a hacer daño. Es decir, una vez que salgan de la prisión, hay
que acogerlas, bien sea en puestos de total seguridad, bien sea en casas de
reclusión eclesiástica. ¡Hay que crear esas casas!
Alguien me
dirá que son peligrosos. Esa no es razón: insisto, hay puestos en los que ya no
habrá ningún peligro, ni el más mínimo. Desde luego, en ese tipo de casas, sin
salir de su perímetro, no hay ningún peligro.
Por
supuesto, el que quiera ser reducido al estado laical siempre podrá marcharse.
Pero se le suplicará que persevere en sus sagradas promesas.
He dicho que
deben ser acogidos. Sí, acogidos. La Iglesia no debe rechazar a nadie,
absolutamente a nadie: prostitutas, transgénero,
asesinos, enfermos mentales, genocidas. Al que ya tiene en sí el don
irreversible del sacerdocio, hay que acogerlo como lo que es.
A un
sacerdote que sale de prisión y que dijera que prefiere secularizarse pues no
quiere vivir en una casa de reclusión eclesiástica porque afirma que no se va a
adaptar a ese modo de vida, yo le diría que viviese fuera sin trabajar de
sacerdote, pero que se acercase a una de esas casas una vez a la semana, a
pedir consejo, a orar con sus hermanos sacerdotes, a asistir (desde un banco) a
la belleza de los oficios, a pasear con ellos; y que, después de un año,
hablaríamos. Pero que el don del sacerdocio, el don de ser apóstol de Cristo,
el regalo de haber sido admitido a la intimidad de los Doce, no puede ser
echado a la basura; que, de ningún modo, puede ser como si no hubiera existido.
Debemos ser
buenos con los buenos, pero debemos ser buenos con los que han sido malos.
Incluso debemos ser buenos con los que siguen siendo malos. El modo en que
tratemos a los malos nos dará la medida de cómo somos. Ya sé que en el mundo se
hacen las cosas de otra manera. Pero la Iglesia no puede ser como el mundo.
Ya sé que
los medios siempre pedirán la expulsión y jamás entenderán este modo de
tratarlos. Pero eso lo dirán los medios, porque incluso los periodistas, en
silencio, se darán cuenta del alto modo en que la Iglesia considera el
sacerdocio. Si hacemos eso, seremos criticados. Pero será una enseñanza,
incluso, para los que nos critican.
Por
supuesto, esto implica colocar a ciertas personas en puestos donde no exista el
más mínimo peligro de volver a delinquir. Pero esos puestos existen.
El
sacerdocio no es un trabajo del que uno es arrojado. Fue Dios, el Señor mismo,
el que quiso que fuera un don irreversible. Si encima hay una capa de
podredumbre de cuatro centímetros, ¡pues límpiese
con paciencia y esfuerzo!
Me acuerdo
de un sacerdote que recién ordenado se vio con total claridad que no tenía las
condiciones psicológicas necesarias para ejercer el sacerdocio. Era una
imposibilidad total. Incluso a él, hay que ofrecerle el ir a una casa “especial” donde pueda ejercer su sacerdocio en
mitad de una comunidad, en medio del campo. Por supuesto que si quiere dejar el
sacerdocio, se le respetará su decisión. Por supuesto que sí, en esa casa, no
obedece a las normas, podrá ser expulsado de ella.
Estoy seguro
de que Jesús quiere que esas almas sacerdotales estén en un coro salmodiando,
cantando salmos penitenciales, cultivando un huerto, escuchando la palabra de
Dios en el refectorio que no que estén en sus pisos, abandonados, viendo la
televisión; recordando, una y otra vez, lo que pudieron ser sus vidas y no
fueron.
El modo en
que consideramos al sacerdocio tiene mucho que ver con el modo en que consideramos
a Dios.
P. FORTEA
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