Vaya por delante que, como nos
ha prometido el Señor, y su Palabra siempre se cumple pues es la misma Verdad: Yo estaré con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo. Por tanto, la Iglesia Católica no puede morir: el
Señor ha empeñado su Palabra. Pero…
la están matando. Sus propios hijos.
Hay gentes que se pueden reír
con lo que escribo. No lo dudo en absoluto. Pero les recordaría a esas mismas
gentes que tampoco Dios podía morir; con todo… lo mataron. Y tuvo que
resucitar. O sea, que no hay que precipitarse, porque las prisas nunca son
buenas, tampoco para sacar pensar y para sacar conclusiones.
Por tanto, y sabiendo que
siempre habrá un pusillus grex y un resto de Israel
que permanecerá fiel, y desde donde el Señor suscitará de nuevo su
Iglesia -como suscitó una y otra vez a Israel-, no tengo más remedio que seguir
insistiendo en la afirmación que da título al post: ¿la Iglesia se muere?
Porque se están poniendo todos
los medios, todas las condiciones necesarias para matarla. De hecho, lo que
está pasando en la Iglesia Católica a día de hoy, es la repetición de lo mismo
que ha llevado a la muerte a las que calificamos de “otras
realidades eclesiales"; y todas están muertas, y bien muertas, por
cierto: claro que, a pesar de las apariencias,
todas nacieron ya muertas. Y hay que decirlo.
Pero no sería el caso de la
Iglesia Católica; porque, si eso pudiese llegar a suceder, estaría muy mal
muerta, porque no solo nació viva, sino del mismo autor -y dador- de la Vida.
Pero, con todo, no estaría menos muerta.
¿Por qué lo digo?
Una aclaración previa: nunca
me he considerado un “pesimista". Es
más: me molesta bastante lo de
“pesimista"/"optimista” siempre que eso sirva para “ocultar” la
REALIDAD. Pero, desde luego, estoy en las antípodas de esos “optimistas con pedigrí” -¡ciegos que guían a otros ciegos, mercenarios, perros mudos, sepulcros
blanqueados!- que, por ejemplo, cuando el último
inquilino de una casa religiosa apaga la luz por última vez porque se van,
bajan las persianas y cierran, comenta: “¡pues
mejor: así no hay que estar apagando y encendiendo; y, además…, sale más
barato!". Pues eso.
Pero lo digo -con mucho dolor,
si se me permite tan personal confidencia- a tenor de lo que está pasando, de
cómo se está gestionando (?) lo que pasa, y de lo que se está diciendo al
respecto: todo en y desde la propia Iglesia Católica. ¡Es
demencial! Y, además, penoso, de vergüenza ajena y… suicida: que termina siempre en muerte, por cierto.
1. De entrada, y es lo más grave
con diferencia y a mi entender: la falta de vocaciones sacerdotales; y,
de rebote, de vocaciones religiosas.
Hablo en general; pero muy en concreto, en el ámbito del mundo occidental;
mundo que, desde los tiempos de Roma, había marcado la impronta en todo el
resto.
Sequía -¡un desierto, donde antes había un vergel! Y no hablo del
siglo XIII, que podría, sino de lo que yo he visto con mis propios ojos-, que no hace sino poner de manifiesto, -sin
ninguna posibilidad de paños calientes o placebos-, que TODA LA PASTORAL en la Iglesia -y
no solo la estrictamente “juvenil” y “vocacional"-, desde mediados de los años
sesenta hasta hoy (nada más acabar el CV II), ha sido la historia de UN FRACASO:
sonoro y sonado, desgraciado y estrepitoso, buscado y justificado en tantos
casos y lugares.
Y ya se sabe que una familia
sin hijos, como muy bien enseña la experiencia más natural, se extingue, se
muere necesariamente, por mucho que haya durado la agonía. En el caso de
la Iglesia Católica, ni sesenta años, en comparación con esas otras “realidades eclesiales” que han durado siglos: ¡y eso que nacieron muertas!
2. La falta total y absoluta de
disciplina sacramental: desde la celebración de la Santa Misa, hasta la
administración (¿?) de los Sacramentos -empezando por la propia Eucaristía-,
cuya vigilancia y fiel cumplimiento en estricta obligación, recae en conciencia
en los ministros sagrados y, a su cabeza, el Ordinario del lugar.
Se admite a los Sacramentos -a
todos y a cada uno de ellos- a las personas que no están ni siquiera
medianamente informadas de los que son y, por tanto, no saben a lo que se
acercan ni lo que reciben. En esas condiciones, la responsabilidad moral de los
sacrilegios que cometen los presuntos fieles -en muchos casos, meramente “materiales", dado lo que se les ha dicho,
animado y permitido- recae, directamente y formalmente, en los ministros
sagrados; y, en último término, insisto, en el sr. Ordinario del lugar, por
acción u omisión.
Volver a hablar aquí del
fracaso de las catequesis a todos los niveles es quedarse en prácticamente
nada, porque aquí lo que ha fracasado previa y estrepitosamente es la FORMACIÓN DEL CLERO y de sus ORDINARIOS, fruto del gravísimo error al escoger
el “modelo” adoptado para unos y otros: se les ha hurtado, nada más y nada menos, que al mismo
Cristo. Y, de este modo, toda la ¿formación?
que se les ha dado estaba viciada -muerta- desde el inicio. Por sus frutos los conoceréis. Y, ¡vaya si
se están conociendo!
3. La ruptura de la unidad
doctrinal, de la comunión jerárquica y, en consecuencia necesaria, de la unidad
entre los fieles y sus pastores, y entre los mismos fieles entre sí. En todos estos aspectos, la
Iglesia está hecha unos zorros, desdibujada, desgarrada, rota, sin fuelle, sin
Verdad, sin Cristo..
Se ha dejado y/o querido,
conscientemente y desde arriba, que cada obispo hiciese de su capa un sayo, y
los peores se han llevado el gato al agua; o de que, camuflados en las
Conferencias Episcopales, los obispos al pretender ir “todos
a una” y dar hacia fuera una “nota” de
una unidad que no vivían porque no la tenían, han traicionado a la propia
Iglesia Católica, a la que debían servir: y se han
llevado el agua a su molino los peores; los obispos han dejado hacer a los
sacerdotes y a los religiosos lo que les ha dado la gana y, en esa tesitura y
como no podía ser de otra manera, han “ganado” los más beligerantes: o sea, los
peores; desde ahí, se ha “enseñado” (?) a los fieles supercherías -o
simplemente herejías- dándoselas como si fuese “lo auténticamente
católico": se les ha desarraigado de la Fe al desarraigarles de la Doctrina.
Podría seguir, pero no puedo
ni quiero. Toca clamar al Señor: “¡Ven, Señor, Jesús: no tardes!”
José Luis
Aberasturi
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