Es un remedio saludable
Mons. Kay
Schmalhausen, obispo de Ayaviri (Perú), asegura en una entrevista concedida a
Elise Harris para Crux, que, en relación a los casos de abusos, es «deber de
nuestra parte que repensásemos a fondo la implementación de medidas penales más
proporcionales y justas. En este contexto, es posible ver en la misma
«excomunión» un remedio saludable».
(Crux/InfoCatólica) Entrevista a Mons.
Schmalhausen:
- Excelencia, usted
mencionó previamente a nuestra entrevista que su pensar es que el problema de
los abusos sexuales por parte de los clérigos no viene siendo adecuadamente
comprendido por obispos y líderes de la Iglesia. En su opinión, ¿qué es lo que
no llegan a entender?
Por diversas circunstancias, a
lo largo de mi ministerio sacerdotal y episcopal me vi obligado a abordar la temática
del abuso sexual fuera y dentro de la Iglesia. Llama la atención que
investigaciones y trabajos escritos por profesionales en los Estados Unidos a
mediados de los años 90 acerca de esta temática tenían entonces y aún hoy
mantienen mayor claridad de criterio y asertividad en su intervención que lo
que vemos actualmente en nuestra Iglesia Católica o, al menos, en muchas de sus
instituciones. No es difícil deducir que en esta materia llevamos un retraso al
menos de 30 años.
En parte, el drama de no entender
la diferencia entre los abusos sexuales y de conciencia por parte de civiles y
aquellos otros realizados por clérigos y religiosos estriba en el hecho de no
sopesar en toda su gravedad que en estos últimos se usó el nombre Dios y una
determinada autoridad espiritual para someter las conciencias de las víctimas.
Es trágico escuchar al día de hoy, como si fuera una suerte de justificación
exculpatoria, que la materia de los abusos no solo se da entre clérigos sino en
mayor número entre relaciones parentales. Si, por un lado, esto puede ser un
hecho estadístico significativo y que requiere de la mayor atención, por otra
parte es no solo irrelevante a la hora de comenzar el trabajo de limpiar la
propia casa, sino especialmente denigrante para las víctimas de clérigos, al
punto que ni siquiera debería ser mencionado y menos en orden a atenuar nuestro
drama interno.
Tengamos además en cuenta que
aquí Dios mismo ha sido abusado por sus sacerdotes, obispos o cardenales cuando
usaron su nombre y autoridad espiritual para someter a sus víctimas. Hay aquí
escándalos y daños de tal dimensión que además de irreparables son un verdadero
grito al cielo. No debemos seguir ignorándolos.
- También mencionó
que el dolor de los sobrevivientes de abuso no es adecuadamente entendido. ¿Con
qué tanta frecuencia se ha encontrado con víctimas y qué tan frecuentemente lo
hacen los demás obispos? ¿Qué de su sufrimiento es lo que no se llega a
entender?
Fue alrededor del año 2010 que
un amigo mío me abordó directamente con el relato de su experiencia de abuso
sexual en una comunidad religiosa. Quedé paralizado y, más allá de alguna
lamentable palabra evasiva, no supe plantar cara al asunto. Solo posteriormente
pude procesar y confrontarme con esta realidad para él dramáticamente dolorosa.
Desde entonces, las ocasiones de escuchar a víctimas han sido muchas. Y cómo
no, tocó denunciar algunos de los abusos, aunque en aquel entonces sin mayor
resultado.
Puedo dar fe que algunas de
las víctimas viven verdaderos infiernos interiores: miedo, soledad, estrés
postraumático, ansiedad, pensamientos suicidas, desintegración personal… son
solo algunos de sus componentes. Estamos hablando aquí de vidas destrozadas, y
muchas de ellas de por vida. No es inusual encontrarse con víctimas primarias
que no solo han perdido toda confianza y credibilidad en la Iglesia. Otros ya
separados de ella, incluso experimentan una radical pérdida de fe en Dios y, en
ocasiones, ante la inoperancia de nuestra Iglesia, llegan al punto de profesar
un anticlericalismo y ateísmo lleno de dolor y resentimientos. El hecho de que
tanto su conciencia como su intimidad sexual hubieran sido manipuladas en
nombre de Dios y por hombres de Iglesia, simplemente lo ha roto todo. Deseando
vivir una vida religiosa sincera, sus autoridades religiosas los usaron como
objetos de poder y placer para lo cual debían previamente manipular y
someterlos. Esto tanto más fácil en el caso de los menores de edad.
Pero también en el caso de las
personas mayores vulnerables, los depredadores sexuales encontraron formas de
destruir el sagrario de la conciencia. Solo así, tal o cual sacerdote o
superior religioso abusador, ha logrado imponer vilmente y en sustitución de
Dios su propia egolatría. Se debe entender que el crimen cometido consiste en
esta destrucción monstruosa y de raíz de la «inocencia» personal, unas veces
difícil y otras imposible de ser recuperada.
De parte del religioso
abusador, hay aquí una perversión y una sustitución verdaderamente diabólicas.
Y añado brevemente, en mención a la cumbre de la crisis de abusos sexuales
recientemente llevada a cabo en Roma, que lamentablemente, aunque seguro con la
mejor de las intenciones, se falló en una comunicación más clara respecto de
proteger no solo a los menores de edad sino a las personas mayores psíquica,
afectiva y emocionalmente vulnerables cuyas denuncias siguen en aumento.
- En nuestra
conversación previa mencionó la necesidad de introducir cambios en el derecho
canónico para mejor abordar el crimen de los abusos sexuales y sus
encubrimientos. En su perspectiva, ¿qué tipo de cambios estarían implicados en
esto?
Tras estas consideraciones,
surge espontáneamente la pregunta: ¿y qué se ha
hecho hasta ahora con los perpetradores de semejantes crímenes? El daño a las
víctimas junto con el escándalo causado a los fieles de la Iglesia y a los ojos
de todo el mundo, ¿cómo viene siendo reparado? ¿Existe en las medidas hasta
ahora implementadas, siquiera un mínimo de proporcionalidad y justicia? A
todas luces la respuesta, hoy por hoy, parece ser que no. Y resultado de ello,
la indignación de tantos católicos y no católicos. Necesitamos admitir que,
ante estas nuevas problemáticas destapadas al interior de la Iglesia, nuestro
derecho penal no estaba ni se encuentra actualmente preparado para actuar.
Expongo brevemente algunas
consideraciones al respecto. Durante las últimas décadas hemos sido testigos de
lo ocurrido en la Iglesia en Norteamérica, Irlanda, Alemania, Australia,
México, Chile, Perú, etc. En el caso de los abusos sexuales perpetrados, siempre
gravísimos, hay quizá 4 casos emblemáticos por su repercusión mediática: los de
tres fundadores Maciel, Karadima y Figari; y un cardenal, McCarrick.
Primero, partamos del hecho de que de
parte de ninguno de los 4 perpetradores hemos escuchado nunca un manifiesto
público de arrepentimiento ni pedido de perdón; solo silencio y desaparición
del escenario público. ¿No sería legítimo pensar
que las víctimas y los fieles católicos nos merecemos algo más como medida
reparatoria? Segundo: en el caso de
los 3 clérigos: Maciel, Karadima y McCarrick, la expulsión del estado clerical
tampoco parece reparar nada. En efecto, constituye una pena sobre ellos: el
sacerdocio es una gracia que ahora, en efecto, ya no pueden ejercer. Pero, de
hecho, hay sacerdotes que reciben la dispensa del sacerdocio pedida
voluntariamente como una «gracia», no como
una sanción. Entonces, el sentido común advierte que hay algo que no suma. Tercero: viéndolo desde la perspectiva de los
laicos, tampoco resulta halagüeño que la sanción a un sacerdote o cardenal
abusador sea en última instancia reducirlo penalmente a la situación de laico
en la Iglesia, libre para recibir los sacramentos y gozar de todos los demás
beneficios espirituales y materiales. Finalmente, a los 4 se les sancionó a
vivir en retiro, apartados de todo. Pero es lo que hacen, de hecho, muchos
pensionados que llegan a una cierta edad, y no les resulta en absoluto una
pena, solo el ritmo natural de la vida.
- Una de las
propuestas de cambio que mencionó fue la excomunión a los abusadores y otras
medidas para los obispos encubridores. Y, en el primero de los casos,
proveyendo un camino penitencial para su retorno a la Iglesia que incluya un
pedido público de perdón. ¿Por qué cree que debería ser considerada la
excomunión, y cómo se vería ese camino penitencial de retorno a la Iglesia?
Al releer, hace un tiempo
atrás, el capítulo 5 de la 1ª Carta a los Corintios, me llamó la atención el
pasaje en que Pablo denuncia la incompetencia de la comunidad de Corinto para
juzgar un caso escandaloso de incesto. El apóstol, entonces, dándose por
espiritualmente presente en medio de la comunidad, los juzga entregando a los
culpables a la excomunión, y dice «para salvación
de su espíritu en el día de la venida de Cristo». ¿Hasta qué punto nuestra situación
eclesial se asemeja a lo referido? Los cambios de mentalidad nunca han
sido fáciles y toman tiempo. Es posible que, sobrepasados por la situación
presente, nos veamos aún incapacitados de juzgar adecuadamente las causas de
que aquí se trata. Pero queda muy claro que es hora de despertar y empeñarnos
en ello.
Ante la usurpación del nombre
de Dios, los enormes escándalos que envilecen el rostro de Cristo y de su
Iglesia y el daño irreparable a tantas víctimas que sufren, sería un deber de
nuestra parte que repensásemos a fondo la implementación de medidas penales más
proporcionales y justas. En este contexto, es posible ver en la misma
«excomunión» un remedio saludable. Advierto, ya de inicio, que no debería verse
sola ni exclusivamente como una sanción al perpetrador, cosa que lo es. Pero
sería también posible establecerla para el perpetrador como un necesario
itinerario penitencial de retorno a su Iglesia, con el debido arrepentimiento
público, unido a un pedido público de perdón a las víctimas y a la comunidad de
creyentes por el gravísimo daño causado. Con ello, se establecería una cierta
reparación, quizá aún insuficiente, pero necesaria. Al ver la indignación de
tantos feligreses ante nuestra propia inoperancia y contradicciones en el modo
de actuar sobre estos y otros casos, se hace imperativo revisar qué estamos
haciendo mal en el tratamiento de esta problemática y subsanar sus
deficiencias.
En el caso de los
encubrimientos, especialmente con el agravante de cambiar a los abusadores de
una a otra parroquia, exponiendo al ultraje a nuevas potenciales víctimas, la
experiencia nos dice que la justicia civil es más proactiva incluso que la
misma Iglesia. Sus medidas penales, tras confirmarse la sentencia, son de
privación de la libertad. Entre tanto, en el caso de obispos y cardenales, lo
poco que hemos visto es la aceptación de su renuncia, como si de plano se
ignorase que en un modo reiterativo y casi sistemático han causado, con sus
procedimientos, daños materiales y espirituales gravísimos e irreparables.
Cuando los prelados hemos faltado gravemente a nuestras obligaciones
ministeriales, dañando a terceros, debemos asumir las consecuencias y entender
que seremos sancionados. Pero presentar la renuncia es, para los obispos a los
75, y cardenales a los 80 años, el modo regular de proceder. Y su aceptación
por parte del Santo Padre, ya sea antes o después, ni de hecho ni de derecho
constituye ninguna sanción, aunque alguna vez se quiera interpretar así.
Preocupa, entonces, que estemos enviando a nuestros fieles el mensaje
equivocado, esto es, que nuestra Iglesia no sea capaz de hacer justicia ni
reparar los daños causados. Y, con toda honestidad, cabe la pregunta si no
sería admisible, en el caso de los obispos, a causa de la gravedad de los
delitos, el apartamiento inmediato de todo ministerio público, junto con una
medida que la Iglesia ya pide respecto de los clérigos abusadores, esto es,
entregar las evidencias a la justicia civil para que actúe en conformidad.
Plantear esta materia, comprendo que resulte muy doloroso y quizá pueda crear
reacciones adversas, pero siempre quedarán las preguntas: ¿a qué llamamos justicia?, ¿Dónde encontrar
proporcionalidad justa entre delitos y sanciones?, ¿Qué significa reparación?
- Hasta hace poco,
fue usted parte de la comunidad del Sodalicio, que causó numerosos escándalos
en los últimos años luego de que su fundador, Luis Fernando Figari, fuera
hallado culpable de abusos. ¿Puede explicar por qué tomó la decisión de dejar
la comunidad? ¿Cuál fue su experiencia y qué lo llevó a tomar esa decisión?
No creo que sea el momento de
hablar de esto. Es un asunto muy personal y aún relativamente reciente. Quizá,
apenas, compartir que mi decisión de dejar la comunidad maduró en un prolongado
proceso de discernimiento – hablamos de años – hecho en presencia de Dios, con
enorme sufrimiento pero también una gran paz. Finalmente, a todos nos
corresponde escuchar y actuar en conciencia.
- ¿Cómo, diría
usted, impactó a la Iglesia en el Perú el caso de los escándalos del Sodalicio?
El impacto podría verse desde
distintas perspectivas. Comienzo por decir que, por muy doloroso que fuese,
algunos periodistas, en especial dos, hicieron un encomiable trabajo de
destapar y evidenciar la gravísima enfermedad de abusos y poder que estaba socavando
la comunidad del Sodalicio. A ellos les debemos sincera gratitud. En esto no
hay nada más saludable que la transparencia.
Por tanto, exponer los
escándalos públicamente fue un paso decisivo para que los miembros de esta
comunidad iniciaran un lento viraje – todavía incompleto – que, aún contando
con enormes resistencias al interior, les obligó a confrontarse con su cultura
interna nociva, el dolor, rabia e impotencia de las víctimas y una cúpula de
gobierno que se aferraba al poder incluyendo, para ello prácticas, delictivas;
esto entre otros aspectos. Visto a la distancia, ciertamente un panorama
complejo y desolador.
Solo el escándalo público
desembocó en que, finalmente, se actuara con una primera intervención externa
que, por muy bien intencionada que fuese, de hecho, fracasó. La afirmación
pública del entonces visitador apostólico, de que no se entrevistaría con las
víctimas porque no era su función, revertió en una indignación mediática aún
mayor, y lo mismo entre muchos católicos.
Queda claro que muchos obispos
no sabemos lidiar con estas situaciones y en esta materia carecemos tanto de
ciencia como de experiencia. Quizá lo triste sea que no pocas veces le rehuimos
a conocer los rostros de las víctimas, escuchar sus historias, y asumir la
consecuente responsabilidad de actuar con valentía. Gracias a Dios, con Mons.
Scicluna en el caso chileno se sentó, por el contrario, un precedente sumamente
positivo.
Han pasado algo más de 3 años
de la publicación que expuso los abusos en el Sodalicio a la luz. Tanto entre
los obispos como entre los fieles encontramos posiciones diversas y, algunas,
hasta polarizadas, que van desde el deseo de disolución del Sodalicio hasta su
reivindicación por parte de unos pocos que aún viven una fase de negación.
Quizá debamos reconocer que, siendo un problema de casa, no somos los mejores
jueces acerca del futuro de esta comunidad. También resulta sabio el criterio
del anciano Gamaliel en Hechos de los Apóstoles: si es obra humana,
desaparecerá; pero, si es de Dios, no vaya a ser que nos estemos enfrentando a
Él.
Finalmente, es innegable que,
para la Iglesia en el Perú, este capítulo ha significado tener que
confrontarnos todos con una problemática que hasta hace pocos años era tabú y
que, de hecho, se extiende más allá de los abusos sexuales y los de autoridad.
Todos: obispos, sacerdotes y religiosos, nos tendríamos que sentir urgidos a
revisar con honestidad y transparencia la cultura interna de nuestras diócesis
y comunidades religiosas, pasando luego a implementar medidas muy serias de
protección a los menores y vulnerables, de atención al ejercicio de autoridad
de obispos y superiores, de transparencia en cuestiones económicas, de gestión
y tomas de decisión. La cultura del secretismo nos ha hecho mucho daño. Solo
procediendo con transparencia podremos ser fiables dentro y fuera de casa. Y en
esto sí que queda mucho trabajo por hacer.
- Como obispo que
fuera parte de una comunidad laical obligada a encarar numerosos escándalos,
¿qué recomendaciones tendría para asegurar una mayor vigilancia sobre estas
nuevas comunidades? ¿Tiene alguna sugerencia para otros obispos en términos de
manejar mejor los casos de abuso?
No es un secreto que los
movimientos y nuevas realidades eclesiales, junto con sus riquezas y aportes de
cara a la vida consagrada y obra de evangelización, padecen a su vez claros
síntomas de enfermedades similares entre sí. Hemos pasado de un tiempo en que
exaltábamos las bondades de las nuevas realidades eclesiales a otro de estupor,
desconcierto y hasta desconfianza ante sus problemas, sin tener claridad de
cómo intervenir adecuadamente para colaborar en su sanación.
Para nosotros, pastores de la
Iglesia, sería muy importante aceptar el hecho de que no somos siempre capaces
de solucionarlo todo. Tenemos nuestros ángulos ciegos y requerimos de ayuda
externa. Por eso, pienso que sería sumamente importante que las Conferencias
Episcopales, e incluso las provincias eclesiásticas, implementasen
progresivamente órganos externos de supervisión, con el encargo de recibir e
investigar las denuncias cuando se trata de abusos de cualquier tipo: sexual,
de poder, de autoridad, o de cuestiones económicas como malversaciones,
fraudes, uso indebido de los dineros… dineros que muchas veces provienen de la
generosidad de nuestros fieles. Evidentemente, hablaríamos aquí de equipos de
personas profesionalmente bien preparadas. Pero resaltaría que tendrían que ser
en su mayoría laicos, varones y mujeres, claro que acompañados también de
clérigos y religiosos especializados. Y quiero subrayar aquí la presencia
insustituible de la mujer, que en su constitutivo femenino – y puedo dar fe de
esto por mi experiencia personal – posee una sensibilidad bastante más sutil y
proactiva que el varón para afrontar, discutir y buscar soluciones a ciertos
tipos de problemas. Órganos de esta naturaleza, toma tiempo preparar y
capacitarlos, pero ellos aportarían seguramente insumos bastante más
consistentes para que luego el Obispo pueda intervenir y actuar sin
ambigüedades, con claridad y decididamente.
En la pasada cumbre sobre
abusos y la protección de menores en Roma, al parecer, se abordó también el
dilema que ya venía propuesto desde la Conferencia Episcopal Norteamericana;
esto es, si en materia de denuncias contra un obispo podría actuar un órgano
independiente, incluso compuesto por laicos, o por el contrario debían actuar
los hermanos obispos, en concreto el metropolitano. Me temo que aquí, de fondo,
se plantea la pregunta acerca de si los obispos somos buenos jueces en nuestras
propias causas. Debo decir, sinceramente, que lo veo difícil. Cuando se mira el
panorama de los encubrimientos en tantas diócesis e, incluso, al interior de
algunas instituciones vaticanas, resulta imposible negar que quienes han
actuado así han sido en su mayoría clérigos al amparo de clérigos. ¿Por arte de qué magia podríamos pensar que, ahora,
repentinamente, las cosas serán distintas? Quizá haya llegado la hora de
admitir que también nosotros con toda nuestra buena fe, sin embargo, podemos
tender a defender los intereses del gremio, y esto a costa del bien común de
los fieles y de la Iglesia en su conjunto. Buscar mantener el control de las
cosas es un viejo mecanismo que se activa ante el miedo inminente de perderlo.
Pero hay cosas que simplemente no se pueden controlar; tarde o temprano
explotan como una granada en la mano. Y es lo que estamos viendo a diario en el
seno de nuestra madre Iglesia.
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