lunes, 18 de marzo de 2019

HOY HE SENTIDO MUY FUERTE ESTO


SIEMPRE ESCRIBO MI POST DESPUÉS DE LA COMIDA DEL MEDIODÍA O DE LA CENA. PERO HOY VOY A HACER UNA EXCEPCIÓN, PORQUE SIENTO TAN FUERTE LO QUE OS VOY A DECIR: ES OTRO POST SOBRE LAS CASAS DE RECLUSIÓN ECLESIÁSTICA.

El modo en que se manejó el problema de la pedofilia clerical supuso para muchos el descubrimiento brutal, traumático, de que hubo obispos que nunca merecieron haber sido elevados a esos puestos. Ahora bien, siento con todo mi corazón que Dios desea que se hagan las cosas de otra manera a cómo se están haciendo. 

La reducción al estado laical NO es voluntad de Dios, una vez que esas personas hayan cumplido su pena civil, si se les provee de un destino que impida ue puedan volver a hacer daño. Es decir, una vez que salgan de la prisión, hay que acogerlas, bien sea en puestos de total seguridad, bien sea en casas de reclusión eclesiástica. ¡Hay que crear esas casas!

Alguien me dirá que son peligrosos. Esa no es razón: insisto, hay puestos en los que ya no habrá ningún peligro, ni el más mínimo. Desde luego, en ese tipo de casas, sin salir de su perímetro, no hay ningún peligro.

Por supuesto, el que quiera ser reducido al estado laical siempre podrá marcharse. Pero se le suplicará que persevere en sus sagradas promesas.

He dicho que deben ser acogidos. Sí, acogidos. La Iglesia no debe rechazar a nadie, absolutamente a nadie: prostitutas, transgénero, asesinos, enfermos mentales, genocidas. Al que ya tiene en sí el don irreversible del sacerdocio, hay que acogerlo como lo que es.

A un sacerdote que sale de prisión y que dijera que prefiere secularizarse pues no quiere vivir en una casa de reclusión eclesiástica porque afirma que no se va a adaptar a ese modo de vida, yo le diría que viviese fuera sin trabajar de sacerdote, pero que se acercase a una de esas casas una vez a la semana, a pedir consejo, a orar con sus hermanos sacerdotes, a asistir (desde un banco) a la belleza de los oficios, a pasear con ellos; y que, después de un año, hablaríamos. Pero que el don del sacerdocio, el don de ser apóstol de Cristo, el regalo de haber sido admitido a la intimidad de los Doce, no puede ser echado a la basura; que, de ningún modo, puede ser como si no hubiera existido.

Debemos ser buenos con los buenos, pero debemos ser buenos con los que han sido malos. Incluso debemos ser buenos con los que siguen siendo malos. El modo en que tratemos a los malos nos dará la medida de cómo somos. Ya sé que en el mundo se hacen las cosas de otra manera. Pero la Iglesia no puede ser como el mundo.

Ya sé que los medios siempre pedirán la expulsión y jamás entenderán este modo de tratarlos. Pero eso lo dirán los medios, porque incluso los periodistas, en silencio, se darán cuenta del alto modo en que la Iglesia considera el sacerdocio. Si hacemos eso, seremos criticados. Pero será una enseñanza, incluso, para los que nos critican.

Por supuesto, esto implica colocar a ciertas personas en puestos donde no exista el más mínimo peligro de volver a delinquir. Pero esos puestos existen.

El sacerdocio no es un trabajo del que uno es arrojado. Fue Dios, el Señor mismo, el que quiso que fuera un don irreversible. Si encima hay una capa de podredumbre de cuatro centímetros, ¡pues límpiese con paciencia y esfuerzo!

Me acuerdo de un sacerdote que recién ordenado se vio con total claridad que no tenía las condiciones psicológicas necesarias para ejercer el sacerdocio. Era una imposibilidad total. Incluso a él, hay que ofrecerle el ir a una casa “especial” donde pueda ejercer su sacerdocio en mitad de una comunidad, en medio del campo. Por supuesto que si quiere dejar el sacerdocio, se le respetará su decisión. Por supuesto que sí, en esa casa, no obedece a las normas, podrá ser expulsado de ella.

Estoy seguro de que Jesús quiere que esas almas sacerdotales estén en un coro salmodiando, cantando salmos penitenciales, cultivando un huerto, escuchando la palabra de Dios en el refectorio que no que estén en sus pisos, abandonados, viendo la televisión; recordando, una y otra vez, lo que pudieron ser sus vidas y no fueron.

El modo en que consideramos al sacerdocio tiene mucho que ver con el modo en que consideramos a Dios. 

P. FORTEA

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