jueves, 13 de diciembre de 2018

EL AMOR A UNA MADRE, CON OJOS DE NIÑO, REFLEJO DEL AMOR A LA SANTÍSIMA VIRGEN


El acerbísimo dolor y el demoledor desgarro por la pérdida de mi padre no fueron quebrantos estériles, desconsuelos yermos de esperanza como el alarido desahuciado de un condenado. No fueron irremisiblemente sepultados en terruños baldíos, tuvieron un sentido vital y esencial en mi existir. Afianzaron hondas raíces en mí y se asentaron en la fértil heredad del horizonte de mi vida. El suave susurro de la gracia trasformó mansamente, pero como un vendaval, el árido pedernal de mi corazón, calcinando zarzales y abrojos, incinerando las malas hierbas de la rebeldía, la más deletérea ponzoña para la salud del alma.
Esta llama de amor viva fue sementera de un sentido homenaje hacia su persona. Tuvo el sentimiento y pasión del flamenco más genuino, del cante hondo más conmovedor, zapateado con furia en el tablao incandescente de mi corazón. Las musas me arrebataron la razón y me insinuaron como palenque de inspiración las inmortales coplas manriqueñas, de pie quebrado, como mi alma desvencijada. Fecundó en mi afligido corazón mi más noble escrito, preñado de amor hacia él, una trágica oda resquebrajada de cariño, descuartizada de ternura filial.
Discurso rapsódico, bello y aseado, desnudo y sincero, pudorosa exhibición de mis más íntimos sentimientos, libro de cabecera y verdadero referente en mi vida. Si la pérdida de mi padre marcó mi vida, esparciendo tras su estela los restos de un naufragio irreparable, la de mi madre, acaecida años atrás, tuvo una resonancia y repercusión de calibre similar, pues siempre los quise religiosamente por igual. Es de justicia, ahora, vaciar lo que queda de mi alma en brindarle un homenaje análogo.
Mi madre nos dejó para siempre cuando el ábaco de mi vida recreaba la duodécima primavera, en los postreros balbuceos de la tierna puericia, en la cándida preadolescencia, en la tímida irrupción de la mocedad, cuando ascendía temeroso en corta taleguilla los primeros escalones del vertiginoso tobogán de la vida. Desde su adiós ya se han deslizado tres décadas por el túnel del tiempo. Su vida y su muerte me parece más lejana que nunca.
Como si perteneciera a una época remota, a una áurea etapa gloriosa, pero pasada y extinta que se difumina sin retorno en las neblinosas galerías de la memoria… y sin embargo misteriosamente su recuerdo, profundo y virginal, permanece siempre perenne en un ahora perpetuo e inspira cada latido de mis pasos. Nunca la olvidaré. Nunca la podré olvidar, jamás y por siempre jamás, aunque en la edad provecta pierda el uso de la razón, como hiciera el caballero de la triste figura.
Tengo una misteriosa sensación. Pareciera que desde que mi madre se fue han pasado trescientos años. Evocándola soy como el frailecillo de Leire, que permaneció en el bosque aledaño al Cister tres centurias, extasiado por la soledad sonora del canto de un pajarillo… Pareciera que el frenético devenir de la existencia se ha detenido. En cierta manera, casi treinta años después, no he despertado del todo de ese mal sueño. No puedo escapar de la agónica y pesadísima pesadilla de la más atroz hechicera: la muerte, que en turbador latrocinio nos despojó para siempre del alma mater del hogar.
El día que murió mi madre, se apagó para siempre la sonrisa de mi niñez. Una niñez que nunca he podido rescatar. Mi infancia, la única patria del poeta, murió con ella. Se extinguió para siempre, cayó en un vacío sin retorno, en el agujero negro de lo irrecuperable. Dejé de ser niño sin ella.
Pero dejemos de navegar en las procelosas aguas de la melancolía, en el mar tenebroso del dolor y la nostalgia y arribemos unos momentos en el puerto de los gratos recuerdos, en ese jardín versallesco secreto y maravilloso, de luz y armonía, que nadie nos puede privar la entrada. Ella siempre rebosaba alegría, vitalidad y buen ánimo con generosa prodigalidad. Irradiaba un optimismo superlativo, que dejaba a su paso una enigmática aura benéfica, era la reina Midas de la felicidad.
Mi madre tenía un carácter suavísimo como la piel aterciopelada del alado unicornio, esponjoso como los tiernos lomos de Platero. Era dulce cuál exquisito elixir, almíbar seráfico, néctar del olimpo y meliflua ambrosía. Más selecta que lengua de ruiseñor, que las más delicadas huevas de caviar, que el más oneroso vino de Burdeos, acariciado en nobilísima barrica de roble montañés. Bella como adolescente diva mediterránea, perfumada con pétalos del Edén.
Y a la sazón, si esto tiene cabida en criatura mortal, atesoraba la firmeza de carácter del más bizarro guerrero. Tenía una intachable rectitud moral que haría palidecer de escrúpulos a Sir Thomas Moro. Fina y elegante, de estirpe principesca, de alcurnia imperial, digna del más maravilloso cuento de hadas, jamás escrito, merecedora de pasear majestuosa en el más precioso carruaje del museo de Lisboa.
El alma de mi madre era sencilla, noble, sin duplicidad, de una pieza, cristalina, de cristal de Bohemia, diamantina, límpida… Era bella… Su mirada era pura, transparente, como el agua de manantial, su sonrisa amplia y lumínica como el más intenso arcoíris tras el diluvio. Su vitalidad un arroyo torrencial que desciende incontenible de las cumbres.
Sólo puedo albergar en lo más profundo de mi ser, en lo más genuinamente mío, excelentes recuerdos de ella…No recuerdo un pero que achacarle, el más imperceptible borrón en el rutilante libro de su vida. Esta misma idea la ratificó mi padre. Cuando le pregunté si en las bellas páginas del álbum de su vida desplegó algún defecto me aseguró con firmeza que ninguno. Le volví a preguntar. Fue tal la seriedad y gravedad con la que volvió a decir: ninguno… que no me atreví a preguntar más…
Estará deformado por los cóncavos espejos del cosmos subjetivo o idealizada hasta el extremo, o tal vez fue una santa, como me inclino a pensar. Santa corriente en su exquisitez, en medio del mundo sin ser del mundo. Fue una obra maestra de la gracia. Si mil vidas tuviera sería blasfemia pedir otra madre, un imperdonable pecado contra el Espíritu Santo que la moldeó con su amor y con gratuidad me la donó.
Con ella me sentía protegido, seguro, dichoso. Con ella fui feliz…Ella fue el broche de oro de mi infancia, su razón de ser, el despertar a la vida, la razón de amar la vida.
Fueron tan sólo doce años desde la cuna hasta la edad puberta. Su paso por mi vida fue rico, sazonado, y pleno…y efímero a la vez… Mi madre era deliciosa y elegante como un cuento de Oscar Wilde. Su muerte fue tan inconsolable como el final del príncipe Feliz, la golondrina muerta, la heroica calandria, aterida y desencajada al pie de la estatua desnuda.
Recuerdo que en el fatídico Junio de 1985 mi madre nos informó de la amenazadora presencia de un abultado bulto en la zona inguinal, que resultó ser un tumor maligno, de una virulencia fulminante.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad abrazada a una galopante metástasis, la inapelable sentencia de muerte, fue terrorífico. Mi padre lo quiso ocultar, a mí y a mi hermana, pero percibimos que una lóbrega amenaza pendía del horizonte, como espada de Damocles inmisericorde. Éramos chiquillos, pero avistábamos una angustia infinita en la mirada de los adultos, una gravedad cavernosa en las tonalidades de voz, la sinfonía de la muerte chirriando como en el más tenebroso relato de Poe. Nuestro hogar se tambaleó y tras ese perturbador movimiento sísmico reinó el espanto, todo se tiñó de desasosiego y en su ausencia las paredes se vistieron de tristeza.
Ni siquiera tenía entonces el consuelo de la fe. Era un niño con fe pueril, simple, con la fe del carbonero. Una fe vaga, etérea, inconsistente, que no podía dar respuestas sólidas ante el desgarrador misterio de la muerte. El cielo era una idea muy lejana, como una ridícula fábula infantil que nos costaba creer…Pero ella creía, tenía una fe recia, firme, madura y sorbió el acíbar de su yugo con entereza hasta las heces.
Un simple bulto, malévolo, pérfido, cambió bruscamente nuestras vidas, las pulverizó. Se encendieron en mi vida familiar, hasta ahora dichosa, todas las luces de alarma… Luces de máxima intensidad que abrasaban las pupilas, con un sonido desgarrador, como el amenazador aullido de sirena cuando se fuga un preso de un campo de concentración o la perturbadora estridencia de la alarma que presagia un inminente bombardeo.
Toda la paz, placidez, alegría, se hizo añicos, se rasgó de cuajo, cual velo del templo ante la expiración de Cristo… Se derrumbó como una torre gemela. El desbocado avión del cáncer se estrelló trágicamente en nuestras vidas. Nos derrumbamos por completo ante el integrismo de su enfermedad.
Fue una carcoma fulminante, que en poco más de un año le arrancó la vida a pedazos, cuando no había llegado a sus cuarenta abriles. La vida es un soplo de hielo que va marchitando flores. Una flor de mayo, germinada el día de Santa Rita, ajándose sin remedio. La gran vitalidad de mi madre fue un juguete roto, devorado, por enloquecido pit bull, por las sanguinarias dentelladas de la enfermedad más atroz.
Su sufrimiento se revistió de Gólgota, con el alba de la pasión, la casulla del Calvario y la estola de la cruz. Cuando ella estaba peor, me privaban de verla por no acrecentar el dolor. Se grabó en mi retina y en mi alma, cual tatuaje de la Legión, la última vez que la vi. Fue una postal goyesca, dantesca más bien, que jamás olvidaré. Si el mismo Cristo se entristeció ante la muerte de Lázaro, puedo decir que la mirada de mi madre aquella tarde tenía una tristeza infinita. Era consciente de que se iba y de que no nos volvería a ver. Fue un hasta siempre, un hasta el cielo. Pienso en una gallina indefensa y rendida, despojada de sus polluelos en la misma puerta del matadero.
El tórrido verano del 86 se extinguía al igual que mi madre. El sol de su vida se oscurecía cada vez más hasta que su existencia terrena quedó en total penumbra. Por fin rompió la tela de este dulce encuentro. El sol de mi madre se eclipsó para siempre en esta tierra, en pleno ocaso veraniego, con él moría una parte de nosotros. Su alma voló al cielo. La tierra quedó cenicienta y mustia, destartalada, un tristísimo duelo en un grisáceo día otoñal salpicado con los angélicos sollozos. La tenue e incesante lluvia fue la banda sonora, el telón de fondo del más melancólico día.
Al adentrarnos en las postrimerías del relato volvamos a extraer de las cenizas del dolor, brasas de fe y rescoldos de esperanza para insuflar un mensaje de caridad a todos los que lean el escrito, un mensaje de vida eterna. La muerte no es final del camino y sin caer en presunción, confío firmemente, por la misericordia de Dios, estar con mi madre algún día en el cielo. El cielo es nuestra patria, a ella estamos llamados. Pero la espera se prolonga por eternidad, de eternidades. Ella me da fuerzas para vivir sin ella.
Se fue joven y valiente, mirando a la muerte de cara, muriendo santamente, arropada por el sacrosanto manto de la Virgen del Pilar. Partió aceptando su enfermedad y ofreciendo su vida a Dios. Se fue dejando un hogar roto, que ya nunca se pudo recomponer. Intuyo que ya está en el cielo y desde allí, como fiel émula de la Virgen, cuida nuestros pasos. Tuve una madre excelente, un regalo del cielo preparado desde toda la eternidad. Era demasiado buena para estar demasiado tiempo en la tierra. Su alma era del cielo. Pasó cuarenta años por este valle lacrimoso, como el pueblo elegido en el desierto, tiempo suficiente de destierro y de cumplir su misión con matrícula cum laude, antes de gozar de Dios para siempre.
Javier Navascués Pérez

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