En
diciembre de 1918 Europa celebró la primera Navidad en paz tras cuatro años de
derramamiento ininterrumpido de sangre. Pero el mundo que nacía ya no era el
del día anterior. El 3 de noviembre el Imperio Austro-húngaro había
firmado en Padua el armisticio de Villa Giusti con los aliados.
El día 7
del mismo mes se presentó al canciller alemán Max von Baden el ultimátum de los
socialistas alemanes, que imponían para el día siguiente, viernes 8 de
noviembre al mediodía, la abdicación del káiser Guillermo II. El gran duque de
Baden comunicó al Soberano, que se encontraba en su cuartel general de Spa, que
ya no se podía confiar en el ejército y era inevitable la guerra civil. Hasta
la mañana del día 8, el Soberano manifestó la intención de restablecer el orden
y doblegar la revolución a la cabeza de sus tropas.
Pero en
la noche del 8 al 9 los acontecimientos se precipitaron. Los consejeros
militares y civiles del Emperador reunidos en Spa insistieron en que el Káiser
abdicase y se exiliara en Holanda. El día 9, Guillermo declaró que abdicaba
como emperador de Alemania, no como rey de Prusia, y confió el mando del
ejército al mariscal Hindemburg, encargándole que se hiciera cargo del
armisticio. El mismo día el Emperador abandonó Alemania para no volver jamás.
El 8 de
noviembre la dirección del Partido Socialdemócrata austriaco se pronunció
públicamente a favor de de una «república
democrática y socialista del Austria alemana». A medianoche, el
Emperador Carlos I convocó en su despacho del palacio de Schönbrunn a sus dos
consejeros más íntimos, el conde Hunyadi y el barón Werkmann, y declaró con
serenidad: «Austria también caerá siguiendo el
ejemplo de la revolución alemana. Proclamarán la república y no quedará nadie
que defienda la monarquía. (…) No quiero abdicar ni quiero huir del país».
Se
siguieron momentos de convulsión en los que todos los integrantes del círculo
más íntimo del Emperador presentaron propuestas e ideas diversas para afrontar
la dramática situación. El almirante Miklós Horthy, llegado desde el Adriático
para debatir las condiciones de entrega de la flota a los croatas, se cuadró
ante el Soberano y con la mano derecha extendida hizo el siguiente juramento
sin que nadie se lo hubiera pedido: «No me
concederé tregua hasta que ponga a Vuestra Majestad de vuelta en el trono de
Viena y de Budapest».
Tres años
más tarde sería el propio general Horthy, regente del reino de Hungría, quien
empuñara las armas contra su Soberano en las afueras de Budapest y por
añadidura lo mandase arrestar y deportar a fin de conservar el poder en
Hungría.
A las
once de la mañana del 11 de noviembre se presentaron en Schönbrunn el
presidente del consejo Lammasch y el ministro de interior Edmund von Gayer, que
traían el texto de la abdicación de Carlos, acordado con los políticos del
antiguo y del nuevo régimen.
El documento había sido aprobado por el cardenal de Viena, príncipe
arzobispo Friedrich Gustav Piffl, que justo una semana antes, el 4 de
noviembre, había celebrado la onomástica de Carlos con una Misa solemne
oficiada en la catedral de San Esteban. Fue uno de sus sacerdotes, Ignaz
Seipel, quien encontró la fórmula de transacción para que el Soberano
renunciase al trono sin pronunciar la palabra abdicación.
Gayer le
declaró al Emperador que si éste no hubiese firmado, aquella misma tarde
habrían visto avanzar las masas de obreros hacia Schönbrunn. «Entonces –dijo–, los
pocos que se hubieran negado a abandonar a Vuestra Majestad habrían perdido la
vida intentando resistir, y también Vuestra Majestad y su augusta familia habrían
caído muertos junto con ellos».
Los
ministros exigían que se firmara inmediatamente, sin tomarse siquiera unas
horas para reflexionar. El Emperador vaciló. Era un hombre de gran nobleza de
carácter, pero no tenía la energía de su mujer Zita, que fue la única persona
que protestó en aquel momento, y lo hizo con todas sus fuerzas, dirigiéndose a
Carlos con estas palabras: «Un soberano no puede
jamás abdicar. Puede ser depuesto, y sus derechos declararse nulos. Pero
abdicar… jamás, ¡jamás de los jamases! Prefiero morir aquí a tu lado. Porque
después quedaría Otto, y si todavía nos matasen a todos, quedarían otros
Habsburgos».
A
mediodía del 11 de noviembre de 1919, el Soberano firmó el acta de renuncia al
poder en el que reconocía por anticipado «la decisión
que tomará el Austria alemana con vistas a su futura forma constitucional».
En la tarde, el Emperador y su familia, después de rezar en la capilla
real, saludaron a los últimos dignatarios y se dirigieron a los automóviles que
habrían de llevarlos a su pabellón de caza de Eckartsau. «Mientras pasábamos por los arcos –recuerda Zita–, se
encontraban alineados en doble fila nuestros cadetes de las academias
militares, jóvenes de dieciséis y diecisiete años con los ojos alerta pero en
posición de firmes y fieles al Emperador hasta el último momento, dignos en
todo y por todo del lema que se les había concedido en tiempos de María
Teresa: Allzeit getreu (eternamente fieles)».
El 12 de
noviembre se proclamó oficialmente en Viena la república. El día anterior,
dentro de un vagón de ferrocarril detenido en los bosques aledaños a Compiègne,
se firmó el armisticio entre el Imperio Alemán y las fuerzas aliadas. Este acto
señaló la conclusión militar de la Primera Guerra Mundial.
El 4 de
diciembre del mismo año, el buque George Washington zarpó de Nueva York con
rumbo a Francia. A bordo viajaban el presidente estadounidense Woodrow Wilson y
la delegación de su país que participaría en la conferencia de paz. Vulnerando
el derecho internacional, Wilson había intervenido personalmente en los
gobiernos provisionales socialistas de Austria y Alemania a fin de imponer el
cambio institucional.
El 14 de
diciembre, el presidente de EE.UU. se reunió en París con el primer ministro
francés Georges Clemenceau. Ambos políticos fueron los principales artífices de
la republicanización de Europa que siguió a la Primera Guerra Mundial.
Clemenceau, fanático jacobino, veía en la victoria el cumplimiento de los
ideales de la Revolución Francesa. Wilson aspiraba a transformar el mundo en una
confederación de repúblicas rigurosamente iguales, fundados en el modelo de los
Estados Unidos de América.
El mayor
obstáculo lo suponía Austgria-Hungría, último vestigio de la Cristiandad
medieval. Uno de los negociadores estadounidenses del tratado de Versalles,
Charles Seymour, lo evoca con estas palabras: «La
conferencia de paz se encontró en la posición de auténtica liquidadora del
imperigo habsbúrgico. (…) En virtud del principio de autodeterminación de los
pueblos, a las naciones contiguas al Danubio les correspondía determinar por sí
mismas su destino».
La
conferencia de paz se inauguró en París el 18 de enero de 1919. En aquellos
mismos días, la terrible epidemia de la mal llamada gripe española alcanzaba el
cenit. En Italia habrían de morir 600.000 personas, cantidad de víctimas
mortales equivalente a la de los tres años de contienda. Dos de los tres
videntes de Fátima, Jacinta y Francisco, contrajeron la dolencia en diciembre
de 1918. Francisco falleció el 4 de abril de 1919. Jacinta ingresó en el
hospital de Lisboa, y allí expiró el 20 de febrero de 1920.
El 22 de diciembre del mismo año, Benedicto XV expresó su esperanza en «las deliberaciones que no tardarán en realizarse en el
areópago de la paz al que se dirigen en este momento los suspiros de todos los
corazones». Decía L’Ilustrazione italiana del 22 de diciembre de 1918 que 1919 sería «el año de la transfiguración del mundo». Las
ilusiones de los locos años veinte las desharía un nuevo huracán bélico cuyas
premisas figuraban en los tratados de paz firmados en París en 1919 y 1920.
El siglo
que siguió está considerado el más terrible de la historia de Occidente. Se le
pueden aplicar los versos de William B. Yeats: «Todo
se desmorona; el centro no se tiene en pie. La anarquía se ha enseñoreado
del mundo». El Sacro Imperio Romano había sido oficialmente disuelto por
Napoleón en 1806, pero Austria-Hungría continuó desempeñando su misión hasta
1918, constituyendo el punto de apoyo de la estabilidad en Europa.
Después
se desencadenó el torbellino de la inestabilidad, que hoy ha pasado de la
esfera política a la religiosa ocasionando que se pierdan millones de almas.
Pero la Iglesia sobrevive a las tempestades que trastornan los imperios, y cada
santa Navidad el Niño Jesús nos invita a abandonarnos con tremenda confianza a
Él, como niños acunados en los brazos de su madre.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
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