Uno
de los innumerables mitos que son moneda corriente en este mundo de tópicos es
que la celebración de la Navidad en el 25 de diciembre procede de la
sustitución de una fiesta de adoración al sol. Se dice que el cristianismo
adoptó y adaptó fechas y costumbres paganas a fin de ganar más aceptación y
para que no les costara tanto a los paganos abandonar su religión y abrazar la
cristiana. En realidad esto no tiene mucho sentido, dado que los primeros
cristianos, al contrario que tantos de hoy, no se andaban con tibiezas ni
claudicaciones cobardes, aunque terminaran en las fauces de los leones o
formando parte del alumbrado público romano en las famosas teas de Nerón.
Lo cierto
es que la idea del origen pagano de la Navidad se remonta a fines del siglo
XVII y principios del XVIII. Un protestante alemán llamado Paul Ernst Jablonski
quiso demostrar que la celebración del nacimiento de Cristo el 25 de diciembre
era una de muchas costumbres paganas que había adoptado la Iglesia del siglo IV
mientras supuestamente se degeneraba y apartaba del cristianismo puro que
habían predicado los apóstoles.
Dom Jean Hardouin, monje benedictino, se tragó el cuento y trató de demostrar
que, en efecto, la Iglesia católica había adoptado y cristianizado festivales
paganos, aunque sin paganizar el Evangelio. Como en el calendario juliano
vigente desde Julio César el solsticio de invierno caía en el 25 de diciembre,
tanto Jablonski como Hardouin estaban convencidos de que esa fecha había tenido
un sentido claramente pagano antes de cristianizarse.
La verdad
es muy diferente. En el año 274, el emperador Aureliano estableció por decreto
la fiesta del Sol Invicto el 25 de diciembre. Pero los romanos nunca habían
celebrado los solsticios ni los equinoccios. En Roma habían existido un par de
templos (uno de ellos mantenido por la familia de Aureliano) donde se daba
culto al sol, pero en el caluroso mes de agosto, si bien en la época en que
vivió este emperador el mencionado culto estaba cayendo en desuso. Aureliano
reinó entre los años 270 y 275, en una época bastante convulsionada en que el
imperio se estaba desmoronando. Vándalos, jutungos y marcomanos avanzaban
contra Roma, había rebeliones internas y algunas partes del imperio intentaron
independizarse. Aureliano consiguió contener a los godos y recuperó la Galia y
el reino de Palmira, que se habían hecho independientes, aunque tuvo que
abandonar Dacia. Por haber reconstruido el Imperio, se le dio el título de
Restitutor. Instituyó la mencionada fiesta en la fecha en que los días empiezan
a hacerse más largos, como símbolo de esperanza en un renacimiento o
rejuvenecimiento del Imperio. También quería instaurar la unidad religiosa, y
apoyó el culto oriental de Mitra, que contaba con muchos seguidores entre los
soldados, pasando los dioses antiguos a perder algo de importancia. Mandó
acuñar monedas con la inscripción «SOL DOMINUS
IMPERII ROMANI», considerándose él el representante del dios sol en el
mundo.
Lógicamente, antes del Edicto de Milán los cristianos no podían celebrar
públicamente la Natividad. Pero eso no era óbice para que supieran la fecha del
Nacimiento de Jesús desde hacía al menos un siglo. Según San Juan Cristóstomo,
desde los primeros tiempos la Iglesia había celebrado la Natividad en esa
fecha. También desde más de medio siglo antes de la instauración de la fiesta
del Sol Invicto circulaba un libro del pagano convertido al cristianismo Sexto
Julio Africano, escrito en torno al año 220, el Chronographiai, en el que se
afirma que la Anunciación (o sea, la concepción de Jesús) tuvo lugar el 25 de
marzo, con lo que nueve meses después tenemos exactamente el 25 de diciembre.
Aun suponiendo que la concepción de Jesús no tuviera lugar en el mismo día de
la Anunciación, la iglesia ya tenía señalada, como vemos, la fecha del Nacimiento
al menos varias décadas antes de que Aureliano instaurara su festival pagano.
Quién sabe si, al revés de lo que se suele creer, el emperador intentó tal vez
aprovechar una fecha que ya tenía raigambre religiosa en un cristianismo en
rápida expansión. Es decir, que a lo mejor se quiso robar la fiesta. Otro
testimonio es el de Hipólito de Roma, que en su Crónica –escrita tres décadas
antes del reinado de Aureliano– afirma que Jesús nació ocho días antes de las
calendas de enero. Es decir, en lo que nosotros conocemos como 25 de diciembre.
Como en
tantos otros casos, la tradición se había mantenido viva desde los primeros
tiempos, trasmitiéndose de viva voz. Es evidente que si la Virgen María estaba
entre los primeros cristianos, la fecha de un acontecimiento tan señalado como
el nacimiento del Salvador no era ningún misterio. Aunque hasta después del
Edicto de Milán no pudiera celebrarse públicamente la Natividad a causa de las
persecuciones, cuesta creer que Nuestra Señora no hablara con san Juan, que
vivía con Ella, y con los otros apóstoles y discípulos, de un acontecimiento
tan importante como el Nacimiento de Nuestro Señor.
El
apóstol San Lucas es un historiador riguroso que indaga y se informa bien, como
él mismo explica en el prólogo de su Evangelio. Y hay un dato que suele pasar
desapercibido en su relato de la aparición del ángel a Zacarías, padre de San
Juan Bautista, cuando estaba incensando en el Templo. Sabido es que los
sacerdotes tenían sus turnos en que les tocaba estar de servicio en el Templo. San
Lucas, contemporáneo de Jesús, añade que Zacarías era del grupo o turno de
Abías. Esto no dice nada a los lectores de hoy, y por eso pasa inadvertido,
pero los hebreos de aquel tiempo estaban como es natural más familiarizados con
el funcionamiento y organización de las actividades litúrgicas judías. Y,
gracias a los manuscritos del Mar Muerto, que no sólo consisten en las
Escrituras sino también en documentos y textos tanto religiosos como de asuntos
prosaicos, no sólo de los esenios sino de los cristianos y de los judíos que no
eran de su secta, la estudiosa francesa Annie Joubert ha podido estudiar el
calendario de los jubileos, y más tarde, Shamarjahu Talmon, especialista de la
Universidad Hebraica de Jerusalén, ha podido reconstruir con precisión los
turnos de los distintos grupos de sacerdotes del Templo de Jerusalén. Ojo,
hablamos de un judío que no tenía la menor intención de demostrar nada que
tuviera que ver con nuestro Salvador. Talmon determinó que al turno del grupo
de Abías le tocaba el servicio del templo entre los días 8 y 14 del tercer mes
y del 24 al 30 del mes octavo. Esto es según el calendario judío de la época,
que correspondía en este último caso a la última semana de septiembre.
Así pues,
resulta posible saber que el anuncio del ángel a Zacarías tuvo lugar el 24 de
septiembre según el calendario gregoriano. Nueve meses después, entre el 23 y
el 25 de junio, nació San Juan Bautista. Nótese la singular anomalía de que, al
contrario que con todos los demás santos, cuya festividad se conmemora el día
de su muerte, la Iglesia ha mantenido desde siempre la excepción (junto con
Jesús y con María) de conmemorar al Bautista en la fecha de su nacimiento, el
24 de junio. La anunciación a María tuvo lugar cuando Santa Isabel ya llevaba
seis meses embarazada de San Juan (cf. Lc.1,36). Sumando seis meses al 24 de
junio obtenemos, día más día menos, el 25 de diciembre como fecha del
Nacimiento de Jesús. Como los recién nacidos se circuncidaban a los ocho días,
la circuncisión del Señor se conmemora precisamente el 1 de enero. Y como
treinta y tres días después, según prescribía la ley judía, había que presentar
al Niño en templo (Lv.12,1-7), el 2 de febrero se celebra la fiesta de la
Presentación del Señor y de la Purificación de Nuestra Señora. Las fechas del
Santoral nunca fueron arbitrarias, aunque luego Pablo VI, sin mucha
justificación, hiciera algunas modificaciones en 1969.
Alguien
podría argumentar todavía que no se ve muy plausible que en pleno mes de
diciembre pudiera haber pastores durmiendo al raso. Es cierto que en el
Hemisferio Norte es invierno en la última semana de diciembre, y tampoco es
época de trashumancia, pero la estación fría está apenas empezando, y una
persona que viaja cada año en diciembre a Tierra Santa me contó que los meses
más fríos suelen ser enero y febrero. Ignoro cómo sería hace 2000 años, aunque
no habrá variado tanto, y en todo caso es habitual que las condiciones
meteorológicas experimentes altibajos y variaciones continuas, con lo que no es
tan raro, en cualquier sitio, que en meses invernales haya días más cálidos y
en verano días más frescos. De todos modos, como explica Michele
Loconsole¹, doctor en teología y especialista en temas del Cercano
Oriente, las estrictas costumbres y normas de pureza de los judíos clasificaban
los rebaños en tres tipos, según el color de la lana. La primera categoría
estaba formada por reses de lana blanca sin mancha. No solamente eran las más
apreciadas comercial y estéticamente, sino que religiosamente se consideraban
más puras (como «el Cordero sin mancha»), y al final de la jornada se les
permitía regresar al redil, que en muchos casos era un corral de alguna casa
del pueblo. En segundo lugar estaban aquellas ovejas cuyo pelaje no era
totalmente blanco, sino en parte blanco y en parte oscuro o con manchas. Éstas
sí tenían permitido pasar la noche en el redil, pero eso sí, éste tenía que
estar ubicado fuera de la ciudad. Por último, estaban las ovejas de lana oscura
o negra, menos frecuentes que las anteriores, que eran objeto de un trato
especial. Se las consideraba animales tan impuros que no sólo no se les
permitía entrar en un recinto urbano, sino ni siquiera alojarse en las
proximidades, según las normas rabínicas. Esto no quiere decir necesariamente
que tuvieran que dormir al raso; seguramente dormían bajo alguna especie de
toldo, y los pastores que las cuidaban pernoctaban sin duda al abrigo de una
tienda para protegerse de las inclemencias del tiempo.
Suele hablarse de ovejas negras para referirse a quien dentro de una familia
o colectividad destaca en un sentido sobre todo negativo. Y precisamente «el
Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc.19,10):
las ovejas negras, las ovejas
perdidas. El Buen Pastor en busca de la oveja perdida. Como el Padre que corrió
al encuentro del Hijo Pródigo que regresaba y lo estrechó entre sus brazos (y
ya podemos imaginarnos cómo venía y cómo olía el hijo tras haber
pasado tanto tiempo en la pocilga; ¡entre animales
impuros para los judíos!) El mero oficio de pastor estaba además
mal visto en Judea, por tener que ocuparse de animales, en algunos casos
inmundos. No es una profesión muy higiénica que digamos, al menos a los ojos de
los estrictos rabinos. Pero, como dice el villancico, «los pastores son, los
pastores son, los primeros que en la Nochebuena fueron a cantarle su linda
canción». Por otra parte, se sabe por la Mishná que las ovejas destinadas al
sacrificio pascual eran pastoreadas en un paraje situado unos pocos kilómetros
al norte de Jerusalén llamado Migdal Eder o torre
del rebaño, mencionado en Miqueas 4,8, escasos versículos antes
del que profetiza que Jesús (el Cordero Pascual) habría de nacer en Belén
(5,2). En cualquiera de los dos casos, no deja de ser apropiado y tener su
simbología.
Un dato
curioso: en Palestina la época habitual de celo de
las ovejas comienza a fines de junio y dura aproximadamente un mes, y el
periodo de gestación es de cinco meses, por lo que suelen parir a mediados o
finales de diciembre. No podía haber fecha más apropiada para que naciese el
Cordero de Dios.
Como
todos los años, volveremos a oír y leer la ya cansina cantinela de que el 25 de
diciembre se eligió en sustitución de una fiesta pagana. Pero ya vemos que tal
afirmación carece del menor asidero.
¡Feliz
Natividad a todos!
¹Quando è nato Gesù?, Ed.
San Paolo, Milán 2011.
1.1K
No hay comentarios:
Publicar un comentario