La Mirra representa
el sufrimiento y la cruz. La verdadera grandeza, nace del ofrecimiento, de la
abnegación y del dolor, ofrecidos a los pies del altar verdadero: la Cruz. La
amarga mirra nos recuerda que «la verdadera gloria solo nace del dolor…»
(Gaudium Press) En unos días, cuando meditemos
sobre los augustos misterios de la Navidad, en que Dios se hace hombre, y el
Supremo Creador se presenta a la Humanidad como un indefenso Niño reposando en
un Pesebre, la figura de los Tres reyes magos venidos de Oriente, también hará
su aparición, como figura inseparable de las festividades.
Melchor, Gaspar y Baltazar
traerán en sus manos su homenaje de adoración, acompañados por la misteriosa
estrella que los guiará a través de las vastitudes de los desiertos, hasta la
humilde gruta de Belén.
Ha llegado hasta nosotros, que
sus regalos consistían en tres específicos objetos: oro, incienso y mirra.
El oro, don precioso y signo
de riqueza, era el presente más apropiado para un Rey, simbolizando el poderío
y la autoridad de un soberano. El incienso, por su parte, es el ofrecimiento
más apropiado a la Divinidad, pues al ser quemado no solamente se evapora en
una fragancia agradable, sino que al mismo tiempo sube lentamente hasta
desaparecer en las alturas, dando a entender que nuestras ofrendas, cuando son
verdaderas, deben ascender hacia lo alto, no guardando nada para sí.
La mirra, sin
embargo, no representa ni la realeza, ni el ofrecimiento divino, sino un
contrario totalmente armónico: el sufrimiento y la cruz. De un
potente sabor amargo, la mirra fue un bien muy apreciado y valioso en los
tiempos antiguos, por sus múltiples usos, entre los que más se destacaba formar
ungüento base para embalsamar cadáveres.
Pues bien, oro, incienso y
mirra, son la trilogía que define las características esenciales del Salvador,
del Mesías esperado por milenios: su Personalidad
Divina unía en sí al Sacerdote, al Rey y a la Víctima, para enseñarnos que la verdadera grandeza, nace del ofrecimiento,
de la abnegación y del dolor, ofrecidos a los pies del altar verdadero: la Cruz.
En estas Navidades, cuando
meditemos sobre los Sagrados Misterios de la Redención, y mientras las alegrías
de la medianoche nos inundan con la gozo propio de la llegada del Esperado de
las Naciones, adoremos al Niño Dios en los brazos de su Madre Santísima,
cantando con los ángeles «Gloria en lo alto del
Cielo y Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», pero sin
olvidarnos que junto al oro y al incienso traídos por los Reyes Magos, la amarga mirra nos recuerda que «la verdadera gloria solo nace del dolor...»
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