La actual
proliferación de tatuajes de todo tipo merece que nos detengamos por un
momento. No esperen ustedes ningún tratado sobre el asunto, me limitaré a
compartir algunas reflexiones al respecto.
El tatuaje tiene una larga
historia y siempre se había asociado a
la pertenencia a determinados colectivos: una tribu, una organización militar,
un grupo criminal. Los tatuajes de las maras centroamericanas o de la
yakuza japonesa son de este estilo y están perfectamente codificados, unos
códigos que dan abundante información sobre quien los porta.
Pero los tatuajes del vecino,
del camarero que nos atiende, del cantante que escuchamos, son otra cosa. Pura
creatividad, sin códigos establecidos: cada
uno se tatúa caprichosamente lo que desea. Se trata, confiesan, de
expresar su personalidad, mostrar en la piel su identidad, quiénes son. Leía a
Mark S. Milburn, quien escribía sobre este tema una apreciación que me parece
relevante: los tatuajes nunca son
irónicos ni sutiles, sino que pretenden ser didácticos; enseñarnos lo que
realmente es quién los porta.
Se trata, pues, de un intento de mostrar,
de expresar, su alma, que hasta ese momento estaría oculta, velada, atrapada en
las miserias de un cuerpo material. Así, esa alma que quiere escapar de
su encierro aflora en la piel, muestra sus secretos a quien contemple esos
tatuajes que son su reflejo externo. Es imposible, al escuchar esta explicación
que, con palabras más o menos similares hemos oído de boca de personas que
lucen tatuajes, no pensar en el gnosticismo:
alma atrapada en el cuerpo que quiere liberarse de
su encierro. Un nuevo intento, fallido por supuesto, de intentar
resolver la vieja paradoja de que somos cuerpo y alma. La reciente moda de los
tatuajes nos ofrece así una curiosa
combinación de gnosticismo y narcisismo.
Narcisismo también en lo que
tiene de contemplación enfermiza del yo
y exhibicionismo. Pero un narcisismo que, bajo todo ese aparente culto
al cuerpo, desprecia lo corporal. Los tatuajes más extremos, los piercings,
las perforaciones y cicatrices, castigan un cuerpo que por su propia naturaleza
es imperfecto, limitado, un lastre del que no podemos librarnos pero que, a
través del tatuaje, una secunda piel, intentamos superar.
Por último hay quien afirma
que se tatúa lo que más ama, lo que más admira: desde el nombre de sus hijos al
grupo de rock con el que se identifican. Pero, es curioso, a menudo son hijos a
quienes se ve poco o que no soportamos durante mucho rato o grupos con los que
nuestra relación es esporádica. Parecería que a través del tatuaje se quiere recupera una vinculación, necesaria para
toda existencia humana, pero que ya no es real, sino ideal y, por ello,
inauténtica. El tatuaje como sustitutivo de los vínculos reales acaba
mostrando, con el tiempo, su incapacidad para recrear aquellos vínculos reales.
Gnosticismo, narcisismo, desprecio al cuerpo, sucedáneo de vínculos
perdidos: son los
fenómenos que nos sugieren la fiebre por tatuarse que sacude nuestras modernas
sociedades y las hacen asemejarse, aunque solo sea superficialmente, a aquellos
grupos de salvajes polinesios que encontraban los exploradores en sus andanzas
por el Pacífico.
Jorge Soley
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