No hace mucho fui a una representación estudiantil en Oxford del Julio César de
Shakespeare; era una producción en clave moderna en la que el público buscaba a
tientas a los actores en un auditorio diminuto y oscuro donde el escenario era
apenas visible en la penumbra. Estaban tarareando pero no sabía exactamente lo
que era. Cuando todos estábamos sentados, empezaron a cantar Dies iræ, dies illa, solvet sæclum in favilla, teste David cum
Sibylla. Cuando finalizaron la
primera estrofa de la secuencia para la misa de difuntos de la Iglesia
Católica, la repitieron. Dudo que la representación buscara alguna temática
católica; simplemente que aquel canto evocaba una atmósfera poderosa.
Los cantos de la misa tradicional por los difuntos denominados por la
primera palabra de la misa propiamente dicha, Requiem, incluyen algunos de los más antiguos, solemnes y
conmovedores himnos de la Iglesia. Expresan la seriedad así como la gravedad de
la muerte, y buscan la misericordia de Dios para aquellos que han fallecido.
Fue impactante para muchos cuando el Dies
Irae y otros cantos fueron
eliminados de la misa de difuntos en la reforma litúrgica que sucedió al
Concilio Vaticano II. Annibale Bugnini explicó el motivo de los reformadores de
la siguiente manera (La reforma de la liturgia,
pág. 773): Se deshicieron de los textos que connotaban una espiritualidad
negativa heredada de la Edad Media. De este modo, eliminaron textos tan
familiares e incluso amados como Libera, Domine y Dies irae, así como otros que
sobreenfatizaban el juicio, el miedo y la desesperación. Éstos se reemplazaron
por textos que instaban a la esperanza cristiana y daban una expresión más
efectiva a la fe en la resurrección.
La idea de que los textos en cuestión sobreenfatizan la desesperación (uno se pregunta cuánto debería enfatizarse
la desesperación) es una interpretación grave y errónea: los textos de la
antigua misa de difuntos hablan de la misericordia de Dios y el don de la
salvación en el contexto de la culpa humana y la justicia de Dios.
Pero el significado de las palabras es sólo un aspecto de la experiencia
del oyente de estos cantos. El canto gregoriano es extraordinario porque
expresa emociones sin manipular al que los escucha: no
toca la fibra sensible del corazón con acordes eufóricos o lacrimosos, sino que
expresa alegría y tristeza de una manera auténtica, digna y sobria a la vez.
Igualmente llamativo, con respecto a los cantos para los difuntos, es su tono
poderosamente insistente, algo especialmente evidente en el Dies irae. No hay
necesidad de hablar largo y tendido sobre la desesperación, pero sí hay que
dedicar tiempo a implorar la misericordia de Dios, porque Dios se complace en
concedérnosla ante nuestra insistencia, únicamente si insistimos con una
confianza que no caiga en presunción.
La
belleza y el poder de este canto en particular quedan avalados por la
influencia impresionante que ha tenido en la música occidental: las alusiones se encuentran en la música clásica y, sobre
todo, en las bandas sonoras cinematográficas. Lo que ha hecho el canto
gregoriano tan querido para generaciones de desconsolados es que se toma en
serio la gravedad de la muerte y así acompaña a los que sienten pena en su
dolor. Los afligidos no quieren que se les diga que sus sentimientos son inapropiados,
porque efectivamente no lo son: el duelo es la respuesta adecuada a la muerte
de un ser querido porque la muerte es algo grave, tanto por sus efectos sobre
el que sufre, como por la separación del ser querido y las consecuencias en la
persona fallecida que enfrenta el juicio. Es aquí cuando la Iglesia
verdaderamente conoce a las personas tal como son.
Cualquiera
que sea la explicación oficial de la reforma, hoy en día los funerales
católicos se niegan a tomar la muerte en serio. Esta negativa no es, de hecho,
la consecuencia de una verdadera confianza en la vida después de la muerte,
sino que es más a menudo una concesión a un deseo mundano de no encarar algo
que es demasiado aterrador, algo que se quiere controlar desesperadamente y
quitar de en medio.
Esta
concesión a la modernidad se ve favorecida por una moda teológica de confundir
lo natural y lo sobrenatural. Dietrich von Hildebrand lo explicó así: Cuanto más profundamente se observa la
tragedia natural de la muerte, mejor puede comprenderse el tremendo
significado de nuestra redención a través de Cristo y más se posee la verdadera
fe que expresa San Pablo al preguntar: “Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?”
Pero en cuanto se encara el aspecto humano superficialmente, no se asciende al
aspecto sobrenatural, sino que se equipara lo natural con lo sobrenatural que
sólo puede alcanzarse por la fe; se trata lo sobrenatural como si fuera lo
natural, omitiendo el sursum corda, esa elevación al mundo sobrenatural que
solo es posible en la fe. Si lo humano no se identifica debidamente, entonces
el aspecto de la fe se naturaliza y se arrastra hacia el nivel de lo banal. Si
lo humano se suprime o es omitido, entonces la fe se torna falsa e irreal.
Para
superar la muerte con la esperanza cristiana, se ha de reconocer la seriedad de
la propia muerte.
Jsoseph Shaw
(Traducido por
Cristero/Adelante la Fe. Artículo original)
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