Muchos lectores de Rorate conocerán el magnífico portal The
Josias, que cuenta entre sus méritos con el de explicar y
defender la doctrina social católica tradicional mejor que ningún otro que yo
haya visto. Hace poco publicó un excelente ensayo en tres partes de Thomas Pink
titulado El Concilio Vaticano II y la
crisis de la teología bautismal (partes 1, 2 y 3).
A decir verdad, es el mejor artículo que he leído en años sobre la desconexión
con que la teología católica con la doctrina tradicional católica desde el
Concilio Vaticano II, y proporciona además una sagaz explicación de cómo hemos
llegado a la debacle francisquista.
A fin de
dar más difusión a este ensayo, ofrezco (con la autorización del autor) una
porción en la que Pink explica cómo, gracias a sus exorcismos, el rito
tradicional del bautismo que utilizó la Iglesia a lo largo de más de mil años
ayuda a entender clara y correctamente el dominio respectivo del diablo sobre
el hombre caído y de Cristo sobre el cristiano, y cómo las correcciones
efectuadas al rito moderno no sólo pasan esos aspectos por alto, sino que hasta
se oponen a ellos.
[Trozo seleccionado de «El Concilio Vaticano II y la crisis de la teología
bautismal»]
La
primera y más importante modificación tiene que ver con la manera en que la
Iglesia enseña la Caída y el pecado original, y con lo que hace la Iglesia
cuando nos libera mediante el bautismo de la culpa del pecado original.
La doctrina tradicional de la Iglesia es clara. La Caída puso al mundo,
por haber caído, en manos del Diablo como príncipe de él. Por consiguiente, la
culpa del pecado original trae consigo la sujeción al dominio del Diablo. Ya lo
señaló patentemente el Concilio de Florencia en su Decreto para los jacobitas.
La fe en Cristo, y el bautismo, al librarnos del
pecado original, nos libra del dominio del Diablo:
[El
Concilio] firmemente cree, profesa y enseña que nadie concebido de hombre y de
mujer fue jamás librado del dominio del diablo sino por merecimiento del que es
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Señor nuestro; quien, concebido
sin pecado, nacido y muerto al borrar nuestros pecados…
Y
añade:
En cuanto
a los niños advierte que, por razón del peligro de muerte, que con frecuencia
puede acontecerles, como quiera que no puede socorrérseles con otro remedio que
con el bautismo, por el que son librados del dominio del diablo y adoptados por
hijos de Dios, no ha de diferirse el sagrado bautismo por espacio de cuarenta o
de ochenta días o por otro tiempo según la observancia de algunos, sino que ha
de conferírseles tan pronto como pueda hacerse cómodamente; de modo, sin
embargo, que si el peligro de muerte es inminente han de ser bautizados sin
dilación alguna, aun por un laico o mujer, si falta sacerdote, en la forma de
la Iglesia, según más ampliamente se contiene en el decreto para los armenios.
Esta
equiparación del pecado original con la sujeción al dominio del Diablo ha sido
objeto de estudio y se ha enseñado durante mucho tiempo en la liturgia
bautismal, tanto en el rito romano como en el constantinopolitano. En la
liturgia romana tradicional del bautismo encontramos una serie de exorcismos
que explicitan claramente la función del bautismo para librarnos de la posesión
del Diablo:
Sal de éste (niño) espíritu inmundo, y da lugar al Espíritu Santo
Consolador.
Y
un poco más tarde:
Yo te conjuro, espíritu inmundo, en el nombre del + Padre, y del + Hijo,
y del Espíritu + Santo, a que salgas y que te apartes de este siervo de Dios N.
Reprímate Él, oh maldito condenado, Aquel que a pie enjuto caminaba sobre el
mar y alargó la mano a Pedro cuando se iba sumergiendo. Así, pues, oh maldito
diablo, reconoce tu justa condenación, y honra a Dios vivo y verdadero; honra a
su Hijo Jesucristo y al Espíritu Santo, y márchate de este siervo de Dios N., a
quien Jesucristo, nuestro Señor y Dios, ha llamado a Sí por su gracia, con la
bendición y recepción del santo bautismo.
Y
una vez más:
Y tú, maldito diablo, no te atrevas nunca a profanar esta señal de la +
Cruz, que yo acabo de poner sobre su frente. Por el mismo Cristo, Señor
nuestro.
Y
por último:
Yo te conjuro, espíritu inmundo, en nombre de Dios + Padre Omnipotente,
y en nombre de Jesucristo + Hijo suyo y Señor y Juez nuestro, y en virtud del
Espíritu + Santo, que te marches de ésta criatura N., que es imagen de Dios, y
al cual nuestro Señor se ha dignado llamar a su santo templo para hacerle
templo de Dios vivo, y para que more en él el Espíritu Santo.
Que
mediante el bautismo Cristo nos libera del dominio del Diablo no es algo que se
suela negar abiertamente en los documentos oficiales de la era postconciliar.
De hecho, el Catecismo de 1992 menciona la doctrina al menos en dos puntos. En
el §1237 vincula la doctrina con la práctica del exorcismo bautismal:
Puesto que el Bautismo significa la liberación del pecado y de su
instigador, el diablo, se pronuncian uno o varios exorcismos sobre
el candidato.
Y
en el §1250, el Catecismo define el bautismo liberación del poder de las
tinieblas:
Puesto
que nacen con una naturaleza humana caída y manchada por el pecado original,
los niños necesitan también el nuevo nacimiento en el Bautismo) para ser
librados del poder de las tinieblas y ser trasladados al dominio de la libertad
de los hijos de Dios, a la que todos los hombres están llamados.
Pues
bien, la doctrina según la cual el Bautismo no es sólo signo de nuestra
liberación del dominio del Diablo, sino que es necesario para que ésta se lleve
a efecto. Hasta el momento en que es bautizado, el niño sigue estando bajo
dominio del Diablo, junto con la humanidad caída.
El
exorcismo tradicional lo expone claramente, y ordena al Diablo que se marche de
inmediato al bautizarse la criatura.
Pero
existe otra teología sobre el tema que considera al bautismo un signo de
liberación del dominio diabólico que, gracias a la venida de Cristo, ha tenido
lugar ya y el niño no tiene que esperar al bautismo en sí para beneficiarse de
ella. Esa teología quedó expuesta en el nuevo rito bautismal introducido por
Pablo VI en 1970. Hay que reconocer que el nuevo rito habla de la liberación
del pecado original por medio del bautismo. Pero el pecado original ya no se
entiende litúrgicamente como una sujeción continua al Diablo. Han desaparecido
los múltiples y categóricos exorcismos, que han sido sustituidos por una sola
oración que dice:
Dios
todopoderoso y eterno, que has enviado tu Hijo al mundo para librarnos del
dominio de Satanás, espíritu del mal, y llevarnos así, arrancados de las
tinieblas, al Reino de tu luz admirable; te pedimos que estos niños, lavados
del pecado original, sean templo tuyo, y que el Espíritu Santo habite en ellos.
Por Cristo Nuestro Señor.
La
diferencia salta a la vista. La nueva oración se limita a pedir a Dios que
libre al niño del pecado original. Ya no ordena sin miramientos al Diablo que
se aparte del niño y deje inmediatamente de tener dominio sobre él. Por eso el
mal llamado exorcismo del nuevo rito no es una fórmula verdadera de exorcismo.
La eliminación del poder del Diablo no se asocia en la oración con que el
Diablo se aparte de la criatura en el momento del bautismo, sino con la venida
de Cristo al mundo. Se ha eliminado toda afirmación rotunda de que incluso
después de la venida de Cristo la criatura sigue bajo dominio del Diablo hasta
el momento de ser bautizada, yéndose el Diablo porque se le ha ordenado
claramente que lo haga.
Esta
modificación guarda relación con otra de mayor envergadura. Las bendiciones
tradicionales para el empleo litúrgico de elementos naturales como el agua y el
aceite requieren también su exorcismo. En un mundo caído, es necesario que los
elementos de la naturaleza sean liberados de la sujeción al Diablo para que la
Iglesia pueda utilizarlos en forma de agua bendita y óleo consagrado. Obsérvese
el exorcismo que da inicio en la liturgia tradicional de la Misa Crismal a la
bendición del óleo con se ungirá a los enfermos:
Te
exorcizo, inmundísimo espíritu, y a todo asalto de Satanás y a todo fantasma,
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que salgas de este
óleo, para que su unción espiritual fortalezca el templo de Dios vivo, y en él
pueda habitar el Espíritu Santo por el nombre de Dios Padre omnipotente, y por
el nombre su amadísimo Hijo Señor nuestro Jesucristo, que ha de venir a juzgar
a vivos y muertos, y al mundo por el fuego.
Estos
exorcismos se han eliminado igualmente en casi su totalidad de la nueva
liturgia romana. El mensaje es inequívoco. Para bendecir basta con dar gracias
a Dios por un mundo que es bueno. No hay necesidad de exorcismos para eliminar
el pertinaz dominio del Diablo sobre un mundo bueno por naturaleza pero también
caído.
Muchos
teólogos modernistas consideran problemática la liturgia latina tradicional con
sus fórmulas de exorcismo para el bautismo y para las bendiciones, y les parece
que era necesario reformarla porque, al contrario que en la nueva, sus rúbricas
para el bautismo y las bendiciones contienen auténticos exorcismos para
expulsar al Diablo; se le ordena que se aparte de un niño aún no bautizado o de
elementos de la naturaleza.
Actualmente
no se suele explicar a los católicos que el bautismo es una liberación de las
garras del Diablo. Es posible que ese concepto lo enseñara el Concilio de
Florencia, y que aún esté latente en los párrafos del Catecismo más arriba citados,
pero brilla por su ausencia en la vida pastoral de la Iglesia de hoy. La
teología oficial actual de la Iglesia no enseña que el mundo caído y sus
habitantes no convertidos siguen sujetos al yugo del Diablo. Muchos católicos
actuales encontrarían extraño e incluso chocante ese concepto que ha sido
minuciosamente suprimido, eliminado por completo, de la liturgia contemporánea.
El dominio del Diablo sobre un mundo caído no es un tema que se exponga en la
liturgia, no se transmite en las homilías y, como vamos a ver enseguida, no
inspira la normativa actual de la Iglesia. La cuestión no es (todavía) la
realidad del Diablo ni del pecado original, que en general no se suelen negar,
sino lo que significan la existencia del Diablo y del pecado original para la
relación de la Iglesia con un mundo pagano.
Si el
mundo caído –el de los gentiles, los no bautizados– se halla verdaderamente
bajo el imperio del Diablo, las consecuencias son claras. La Iglesia no puede
vivir en paz con el mundo hasta que éste se convierta. La Iglesia no puede
convivir pacíficamente con un mundo sin convertir del mismo modo que no puede
vivir en paz con el Diablo. Para la relación de la Iglesia con el mundo
impenitente es primordial que se comprometa a enfrentarse espiritualmente a él,
y la única forma de superar ese conflicto espiritual es la conversión del
mundo.
Tal es el
mensaje del propio Cristo, que explica que su misión supone fundamente el
enfrentamiento entre un mundo converso y un mundo sin convertir; entre el de
los bautizados y los sin bautizar. Tiene la misión de bautizar, que es a la vez
la cristalización de ese mensaje y la única manera de triunfar.
Yo he
venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de
querer sino que se encienda? Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me siento
constreñido hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he
venido a traer la paz a la Tierra? Os digo que no, sino la disensión
(Lucas 12,49-51).
El
bautismo no es, por tanto, fuente de armonía y solidaridad con un mundo aún sin
convertir sino que precisamente, en tanto que el mundo no se ha convertido, es
fuente de conflicto espiritual con él.
¿Y si por el contrario, gracias a la venida de
Cristo, el dominio del Diablo y ha sido eficazmente eliminado de modo que, a un
determinado nivel esjatológico, incluso el mundo no convertido –el de los sin
bautizar– ya se ha librado del poder del Diablo? Quizás por la venida de Cristo el mundo, aunque caído, ya está marcado,
incluso antes del bautismo y la incorporación a la Iglesia visible, por un
cristianismo que, según la expresión rahneriana, es anónimo. Incluso el
mundo inconverso ya está de algún modo libre del dominio del diablo y, más
implícita que explícitamente, dedicado al fin sobrenatural. En ese caso, la
relación de la Iglesia con el mundo inconverso no sería conflictiva. Ya antes
de la conversión del mundo, la relación de la Iglesia con el mundo podría ser
primordialmente de armonía y diálogo.
La
liturgia tradicional del exorcismo, en los bautizos y bendiciones, se
contrapone a esa idea buenista de la situación del mundo inconverso.
Presenta al mundo incoverso todavía en poder del enemigo de Cristo y de la
humanidad. Si el mundo no se bautiza y convierte, no puede haber condiciones de
paz, una armonía y diálogo estables. Es evidente, sin embargo, que un concepto
buenista del mundo inconverso y su relación con la Iglesia domina la teología
oficial actual, y que se ha suprimido totalmente la desagradable antipatía
mutua. El deber de convertir al mundo se subordina constantemente a la búsqueda
de armonía con él. Esta subordinación de la conversión a la armonía y el
diálogo es un rasgo fundamental de la teología oficial postconciliar.
Esta
cuestión no afecta únicamente al bautismo, sino que se extiende a partir de él
a otros sacramentos. Pues aunque el bautismo inaugura una vida de gracia que
nos aparta del Diablo, la gracia se puede perder por el pecado mortal. Para
prevenir y remediar tan grave pérdida necesitamos los demás sacramentos, no
sólo la Eucaristía, sino la condición de que una vez perdida la gracia, se reciba
dignamente la Eucaristía –sin lo cual la comunión no es promesa de liberación
sino confirmación de muerte espiritual y dominio del Diablo– recibiendo primero
el sacramento de la Penitencia. La necesaria combinación de ambos sacramentos
no sólo está ausente entre los no bautizados, sino en muchas congregaciones de
bautizados. La Eucaristía y la Penitencia no existen en el mundo protestante.
Pero en la práctica también falta la Penitencia entre muchos católicos de hoy,
que acostumbran recibir la Comunión sin pasar jamás por el confesionario. Lo
cual tiene consecuencias alarmantes según el magisterio tradicional para la
vida interior de sectores cada vez más numerosos de la Iglesia. La comunión sin
confesión tiende a alejarnos de la vida de la gracia, y por lo tanto nos pone
cada vez más a merced del Diablo. Este apartamiento tan obvio en la vida de la
Iglesia contemporánea tiene muy graves consecuencias.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)
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