Francisco los canoniza junto a otros
cinco beatos más.
El Papa canonizó este domingo al Papa Pablo VI, el
obispo Óscar Romero, los sacerdotes Francesco Spinelli y Vinzenzo Romano, las
religiosas Nazaria Ignacia y María Caterina Kasper, y el laico Nunzio
Sulprizio.
Con una
Plaza de San Pedro abarrotada de fieles provenientes de todo el mundo y en
pleno Sínodo de los Obispos que se está celebrando en Roma, el Papa Francisco
ha presidido la canonización de importantes figuras de la Iglesia. Los nuevos
santos han sido el Papa Pablo VI,
el obispo salvadoreño Óscar Romero, los sacerdotes italianos Francesco Spinelli y Vinzenzo Romano, las
religiosas Nazaria
Ignacia y María
Caterina Kasper así como del laico Nunzio Sulprizio.
Durante
la ceremonia de canonización se presentaron las reliquias de los nuevos santos.
Destacó la camiseta ensangrentada que
Pablo VI llevaba cuando sufrió el atentado en Manila. Del mismo modo,
hubo fragmentos óseos del obispo Romero y del resto de beatos, excepto de la
religiosa Nazaria, de la que se presentó un mechón de pelo.
LA
"RADICALIDAD" DEL EVANGELIO
En su
homilía, el Papa Francisco habló de la
radicalidad del mensaje de Jesús en el Evangelio, y destacó como los nuevos
santos tienen como punto en común esta entrega y amor “radical”
por la Iglesia y por Cristo.
“Un corazón desprendido de los bienes, que ama libremente al Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan
necesaria hoy. El santo Papa Pablo VI escribió: ‘Es precisamente en medio
de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer
la alegría, de escuchar su canto’”, recordó
Francisco.
Por ello,
el Santo Padre indicó que “Jesús
nos invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con él, la valiente decisión de
arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino”.
PESE
A LAS DIFICULTADES E INCOMPRENSIONES
Según
recalcó Francisco, Pablo VI realizó este camino “siguiendo
el ejemplo del apóstol del que tomó su nombre. Al igual que él, gastó su vida
por el Evangelio de Cristo, atravesando nuevas fronteras y convirtiéndose en su
testigo con el anuncio y el diálogo, profeta de una Iglesia extrovertida que
mira a los lejanos y cuida de los pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de
una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús.
También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a
vivir nuestra vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias,
sino a la santidad”.
Para el
Papa, “es hermoso que
junto a él y a los demás santos y santas de hoy, se encuentre Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia
incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a
su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede
decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper, de
Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y de Nuncio Sulprizio. Todos estos
santos, en diferentes contextos, han
traducido con la vida la Palabra de hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el
ardor de arriesgar y de dejar. Que el Señor nos ayude a imitar su
ejemplo”.
Francisco
insistió, citando las lecturas de la misa de este domingo, que “Jesús es radical”. Explicó que “Él lo da todo y lo pide todo:
da un amor total y pide un corazón indiviso.
También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos darle a cambio las migajas? A él,
que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por nosotros, no
podemos responderle solo con la observancia de algún precepto. A él, que nos
ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se
conforma con un ‘porcentaje de amor’: no podemos amarlo al veinte, al cincuenta
o al sesenta por ciento. O todo o nada”.
"¿DE
QUÉ LADO ESTAMOS?"
Durante
su homilía, el Papa prosiguió asegurando que “el corazón es como un imán: se deja atraer
por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a
Dios o amar las riquezas del mundo; vivir para amar o vivir para sí mismo”
Por ello,
lanzó varias preguntas: “¿de qué lado estamos? Preguntémonos cómo va nuestra historia de amor con
Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como
enamorados, realmente dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos
pregunta a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos una
Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su
Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los pasos del
mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta Jesús o
buscamos las seguridades del mundo?”.
“Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar las
riquezas, la nostalgia de los puestos y el poder, las estructuras que ya no son
adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión,
los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor,
nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de 'autocomplacencia egocéntrica':
se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se recluye en la murmuración
estéril, se acomoda a la monotonía de una vida cristiana sin ímpetu, en la que
un poco de narcisismo cubre la tristeza de sentirse imperfecto”, sentenció.
HOMILÍA
ÍNTEGRA DEL PAPA FRANCISCO
La
segunda lectura nos ha dicho que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más
tajante que espada de doble filo» (Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no es
un conjunto de verdades o una edificante narración espiritual; no, es palabra
viva, que toca la vida, que la transforma. Allí, Jesús en persona, que es la
palabra viva de Dios, nos habla al corazón.
El
Evangelio, en particular, nos invita a encontrarnos con el Señor, siguiendo el
ejemplo de ese «uno» que «se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17). Podemos
identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre en el texto, como
para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros. Le pregunta a Jesús
cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida para siempre, la vida en
plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero, vemos que la pide como una
herencia para poseer, como un bien que hay que obtener, que ha de conquistarse
con las propias fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha observado los
mandamientos desde la infancia y para lograr el objetivo está dispuesto a
observar otros mandamientos; por esto pregunta: «¿Qué
debo hacer para heredar?».
La
respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su mirada en él y lo ama (cf.
v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los preceptos observados para obtener
recompensas al amor gratuito y total. Aquella persona hablaba en términos de
oferta y demanda, Jesús le propone una historia de amor. Le pide que pase de la
observancia de las leyes al don de sí mismo, de hacer por sí mismo a estar con
él. Y le hace una propuesta de vida «tajante»:
«Vende lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v.
21). Jesús también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven:
no estés quieto, porque para ser de Jesús no es
suficiente con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás de Jesús solo
cuando te apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con observar los
preceptos, con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones: encuentra en
él al Dios que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza para entregarte.
Jesús
sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los
pobres». El Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino
que va directo a la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón, que
te vacíes de bienes para dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no
se puede seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el
corazón está lleno de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá
en una cosa más. Por eso la riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta
incluso la salvación. No porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en
nosotros: el tener demasiado, el querer demasiado sofoca nuestro corazón y nos
hace incapaces de amar. De ahí que san Pablo recuerde que «el amor al dinero es
la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en
el centro, no hay lugar para Dios y tampoco para el hombre.
Jesús es
radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón
indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos
darle a cambio las migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el
punto de ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle solo con la
observancia de algún precepto. A él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos
darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte, al
cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.
Queridos
hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un imán: se deja atraer por el
amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a Dios o amar
las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para amar o vivir para sí mismo
(cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos cómo va nuestra
historia de amor con Dios. ¿Nos conformamos con
cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como enamorados, realmente
dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos pregunta a cada uno
personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos
una Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su
Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los pasos del
mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos
la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar las riquezas, la nostalgia
de los puestos y el poder, las estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio
del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al
mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor, nuestra vida y nuestra Iglesia
se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» (Exhort. ap. Evangelii gaudium,
95): se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se recluye en la
murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de una vida cristiana sin
ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la tristeza de sentirse
imperfecto.
Así
sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se marchó triste» (v. 22).
Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos bienes, no había dado su
corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió su mirada amorosa, se fue
triste. La tristeza es la prueba del amor inacabado. Es el signo de un corazón
tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes, que ama libremente al
Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan necesaria hoy. El santo Papa
Pablo VI escribió: «Es precisamente en medio de sus
dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la
alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús
nos invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con
él, la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo
para abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino.
Pablo VI
lo hizo, siguiendo el ejemplo del apóstol del que tomó su nombre. Al igual que
él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atravesando nuevas fronteras y
convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el diálogo, profeta de una
Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres. Pablo VI,
aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de una manera
apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús. También hoy
nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a vivir nuestra
vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias, sino a la
santidad. Es hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de hoy, se
encuentre Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia
incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a
su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede
decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper, de
Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y de Nuncio Sulprizio. Todos estos
santos, en diferentes contextos, han traducido con la vida la Palabra de hoy,
sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgar y de dejar. Que el Señor
nos ayude a imitar su ejemplo.
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