Un profundo y
conmovedor testimonio sobre el dolor de la soledad.
Por: Marigina Bruno | Fuente: Catholic-link.com
Hace un par de años viví uno de los tiempos más difíciles de mi vida. Por varios
motivos (situaciones de dolor y por mi personalidad nerviosa) desarrollé un
ligero trastorno de ansiedad. Digo «ligero» porque sé de casos mucho
peores que el mío, donde la persona sufre muchísimo al punto de no poder
realizar ni las actividades más básicas.
No entraré en mucho detalle, pero empezó con
palpitaciones del corazón y tensión muscular hasta llegar a ataques de ansiedad
periódicos. Pasé casi todos los
días durante aproximadamente seis meses convencida de que algo estaba mal con
mi corazón y que en cualquier momento me iba a morir, a pesar de que los
exámenes médicos decían lo contrario.
Los que padecen de un desorden de ansiedad saben
a lo que me refiero. Me volví obsesiva y me convencí a mí misma que el
sufrimiento nunca se iba a acabar,
que estaba condenada a vivir así. Me costaba trabajar, casi no salía, las cosas
que antes amaba hacer se habían vuelto toda una tarea. Me tomaba la presión al
menos una vez al día y googleaba obsesivamente los síntomas de un infarto
para cerciorarme que lo que estaba sintiendo era ansiedad y no un ataque al
corazón.
¿ME ESTABA VOLVIENDO LOCA?
¿Quién me iba a querer así?
¿Cómo iba a vivir con esto? ¿Iba a perder mi trabajo? ¿Cómo iba a salir
adelante? Me hacía estas preguntas constantemente,
abriendo una herida en mi corazón que
cada vez se hacía más grande.
Gracias a Dios y a terapia psicológica, hoy
estoy mejor. La ansiedad ya no me paraliza, he aprendido a entenderla,
controlarla y a vivir con ella. Esto es algo que muchos saben, no es algo que
oculto y sé que le pasa a muchísimas personas.
Hoy veo atrás y me doy cuenta que, durante ese
tiempo, mi experiencia era de miedo y frustración, de constante tensión ante
algo que, aparentemente, no podía controlar. Pero, más allá de esto, tenía la sensación de una profunda soledad.
En lo más hondo de mi ser me sentía incomprendida, como si nadie
en este mundo pudiese entender lo que estaba atravesando. Y no porque estuviese
sola, pues mis padres estaban siempre allí, mis amigas me escuchaban y me
alentaban, sabía que Dios me acompañaba, pero aún así tenía una especia de
vacío en mi interior.
UNA SOLEDAD QUE QUEMA
Esto me ha pasado muchas veces, particularmente
en aquellos momentos de gran sufrimiento. Y es que existe un lugar en nuestro corazón que nadie ve y que nadie
puede alcanzar. Allí donde la soledad se vuelve tan profunda que te
hace sentir desahuciado, abandonado, una soledad que duele y quema y ante la
cual parece no haber consuelo alguno.
Venía meditando en esto desde hace algunos días,
cuando me topé con una carta llamada Dancing in Gethsemane: A letter about hope (Bailando
en Getsemaní: Una carta sobre la esperanza) por Anthony D’ Ambrosio. En
ella, él relata su experiencia con respecto a los abusos y escándalos de la
Iglesia Católica.
Todo el texto me fascinó y comparto la mayor
parte de su sentir. No voy a ahondar sobre el tema de los abusos, porque eso
merece todo un artículo aparte. Más bien, quiero centrarme en lo esencial del
texto, particularmente en un fragmento que verdaderamente me tocó el corazón, al punto de echarme a llorar frente a mi
computadora mientras lo leía.
Anthony cuenta la experiencia de sentirse
enojado y perdido ante las noticias de los escándalos y recordaba una época de
particular sequía espiritual,
donde acababa de terminar con su novia debido a que la ansiedad que padecía
había consumido toda su vida. Esto lo había llevado incluso a dudar de la existencia de Dios y a
sentirse desconsolado ante tan gran dolor:
«Era
primavera y el nuevo follaje aún era de color verde lima. Durante la cena
familiar, sumergimos perejil en un plato hondo con agua, que simboliza las
lágrimas de los israelitas durante la esclavitud. Comimos cordero con mermelada
de menta y fuimos a la parroquia de rito maronita a la que asistíamos cuando
era niño. Al final de la misa, los encargados crearon un “jardín” en la iglesia que simbolizaba el Monte de
los Olivos y hubo adoración eucarística y confesiones hasta las 2 de la mañana.
No tenía cómo volver a casa, entonces me senté
en la iglesia con mis audífonos puestos mientras escuchaba a Sigur Ros (una
banda musical islandesa), y me imaginé a Jesús en el jardín, sufriendo hasta
que sus poros sangraron por la ansiedad.
Veía como su ministerio llegaba a su fin, cómo
sus amistades se terminaban, el rechazo, el fracaso e incluso la distancia
entre Él y Dios. Escuché las palabras que dijo en ese momento: “Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que
no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y luego, escuché el silencio
ensordecedor. No había siquiera el consuelo de un “No”.
Solo se escuchaban los ronquidos de sus amigos, quienes no fueron
capaces de velar con Él, y, finalmente, el saludo de su traidor.
Mientras pensaba en estas cosas sentí -por primera
vez desde que enfermé- que alguien al fin me entendía. Él conocía el rechazo que yo experimentaba, el silencio de Dios,
la destrucción de sus aspiraciones. En este momento, le dije al Señor en
oración: “No sé si estaré enfermo para siempre, o
si alguna vez tendré una vida luego de eso, pero acepto el cáliz del
sufrimiento como tú lo hiciste y elijo vivir el resto de mi vida sin
maldecirlo”.
Empecé a llorar, porque, aunque no sabía si
Jesús realmente era Dios, en ese momento no importaba. Solo sabía que no estaba
solo; alguien me comprendía, en mi agonía y soledad más profundas. Cuando todos
a mi alrededor estaban “dormidos” ante lo que me
estaba pasando, alguien me veía y me entendía».
Y es
que en nuestro Getsemaní, el Señor está allí, junto a nosotros. Él
entiende el dolor más profundo, la soledad más grande, esa que nadie puede
tocar. Él esta allí en lo más hondo de tu humanidad, en tu herida abierta, pues
Él la ha sentido en carne propia. En ese lugar que nadie parece alcanzar, allí
está Él, buscando darte el consuelo que tanto anhelas.
Sea cual sea tu sufrimiento hoy y por más oscuro
que parezca, recuerda mirar a Jesús. Recuerda que Él ha prometido quedarse contigo hasta el fin del mundo. Atesora
esta hermosa verdad con amor, esperanza y gratitud y, en esos momentos de mayor
dolor, no olvides que en tu propio huerto, Jesús te ofrece su dulce compañía.
Termino con una oración
que, para mí, es una de las más hermosas que he escuchado. Es un Himno de la
Liturgia de las Horas que te puede servir en los momentos de soledad:
Estáte, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte, y cuando decidas irte, llévame,
Señor, contigo; porque el pensar que te
irás me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo, de si tú sin mí te vas.
Llévame, en tu compañía
donde tu vayas, Jesús, porque
bien sé que eres tú la vida del alma mía;
si tú vida no me das yo
sé que vivir no puedo, ni si yo sin ti me
quedo,
ni si tú sin mí te vas.
ni si tú sin mí te vas.
Por eso, más que a la
muerte temo, Señor, tu partida,
y quiero perder la vida mil veces más que perderte; pues
la inmortal que tú das, sé que alcanzarla
no puedo, cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas. Amén.
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