El cultivo del
silencio en la acción litúrgica favorece la sacralidad del rito, su profundidad
y su verdadera participación plena, consciente, activa, interior y fructuosa.
“Pastoral” será
también el trabajo educador en torno al silencio ya que muestra la Presencia de
Cristo propiciando la respuesta de fe; en palabras de Juan Pablo II:
“Puesto que la
Liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo, es necesario mantener
constantemente viva la afirmación del discípulo ante la presencia misteriosa de
Cristo: «Es el Señor» (Jn 21, 7). Nada de lo que hacemos en la Liturgia puede
aparecer como más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace por
obra de su Espíritu. La fe vivificada por la caridad, la adoración, la alabanza
al Padre y el silencio de la
contemplación, serán siempre los primeros objetivos a alcanzar para una pastoral litúrgica y
sacramental” (Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus Annus, n. 10).
“Debe guardarse también, en el momento en que
corresponde, como parte de la celebración, un sagrado silencio. Sin embargo, su
naturaleza depende del momento en que se observa en cada celebración. Pues en
el acto penitencial y después de la invitación a orar, cada uno se recoge en sí
mismo; pero terminada la lectura o la homilía, todos meditan brevemente lo que
escucharon; y después de la Comunión, alaban a Dios en su corazón y oran. Ya
desde antes de la celebración misma, es laudable que se guarde silencio en la
iglesia, en la sacristía, en el “secretarium” y en los lugares más cercanos
para que todos se dispongan devota y debidamente para la acción sagrada” (IGMR
45).
Son silencios de diversa naturaleza y, por tanto, dirigidos al interior de manera distinta. Sus claves son diferentes a la hora de vivirlos.
En el acto penitencial y tras el “Oremos” de la oración colecta, es un silencio de recogimiento. Entramos en lo interior para formular nuestra petición evitando dispersarnos, distraernos. En el acto penitencial, el recogimiento se vuelve una humilde súplica de perdón y de reconocimiento de la propia debilidad, para después, en común, pedir perdón al Señor. El “Oremos” de la oración colecta es una invitación para que, recogiéndonos, formulemos cada uno nuestra súplica personal al Señor, nuestras peticiones concretas, en el momento de celebrar la Santa Misa. La oración que el sacerdote pronuncia después de este silencio recoge o recolecta todas nuestras peticiones personales.
Un silencio de meditación, naturalmente breve para no desfigurar la naturaleza comunitaria de la liturgia y el ritmo mismo de la celebración es el silencio después de la lectura o después de la homilía. Aquí se medita lo escuchado, pasándolo al corazón y a la memoria, de manera que asimilemos cuanto la Palabra de Dios ha proclamado y se convierta en algo nuestro, se encarne en nuestro existir. En silencio ha de ser escuchada esta divina Palabra que desde los cielos sigue proclamando el Padre por su Hijo.
Un silencio orante, de adoración y de acción de gracias, se produce tras la comunión, es decir, tras la recepción del Cuerpo eucarístico del Señor. Es el momento personalísimo de encuentro con Cristo en el corazón, adorando su Presencia real, dándole gracias por su amor y misericordia, uniéndonos a Él para vivir en Él. Será, en proporción, un silencio que tampoco rompa el ritmo comunitario como una larguísima pausa, sino proporcionado, como el silencio después de la homilía.
Por último, un silencio de preparación, aquel que debe reinar tanto en la iglesia como en la misma sacristía y que dispone a la persona a pasar del trasiego de la actividad a centrarse sólo en la acción sagrada, con el suficiente sosiego, paz e intención clara de glorificar al Señor.
Javier Sánchez
Martínez
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