Esta
tarde he visto el futuro, el futuro real de la Iglesia, no el que imagina la
muchedumbre de Roma, que confunden el futuro por la burocracia inconsciente,
que piensa que tiene al Espíritu aprisionado en los años 60 bajo el título del
“espíritu del Vaticano II”. Cuando fue elegido el pontífice actual, escribí un
artículo titulado “Regreso al futuro”, que
predecía que la Iglesia tendría que revivir los años 60 pero esta vez con una
venganza. Todos esos prelados y sus seguidores portadores de carteras, que
fueron a la clandestinidad durante el pontificado de Juan Pablo II, se
reunirían y hablarían con gran nostalgia durante esos (para ellos) oscuros años
bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI. Hablaron del “trabajo
inacabado” del Concilio, ese trabajo que tenía poco que ver con los
documentos del Concilio pero sí mucho más con su imagen de la Nueva Iglesia que
se actualizaría para adaptarse a las necesidades y deseos del hombre moderno.
Pobres.
No se daban cuenta de que el hombre moderno murió en los años 60 y que el
hombre postmoderno estaba emergiendo y caminada con aire gacho hacia Belén.
Cuando vives en un contenedor sellado como es el Vaticano con su burocracia,
hay poca probabilidad de que converses con lo que realmente pasa en el mundo y
en las mentes y los corazones de la gente. Pero la muchedumbre de los 60 ha
vuelto y con una venganza. El único programa de los 60 que siguió marchando
durante su exilio fue el programa de la corrupción moral del clero. Que siguió
creciendo y floreciendo. La destrucción de la vida litúrgica de la Iglesia hizo
un alto algún tiempo, y parecía que podría haber una posibilidad de cuestionar
las bases de la reforma litúrgica que siguió al Concilio y de, al menos, pensar
que había de hecho una discontinuidad en la vida litúrgica de la Iglesia, que
resultó en el vaciado de nuestras iglesias.
Pero un
burócrata no puede de ningún modo concebir una discontinuidad en la vida de la
Iglesia, porque el burócrata debe creer que, pase lo que pase, es por
definición obra del Espíritu Santo, y así la única cosa que debe hacer es
repensar y cambiar de rumbo de acuerdo con lo que oye y lo que le dicen ser la
última manifestación del Espíritu, sea un sínodo, o un sermón, o una encíclica,
o una conferencia de prensa, o lo que se susurra en los pasillos y en la logia.
Son los
burócratas en todos los niveles del clero los que mantuvieron la máquina viva
durante cincuenta años para que, cunado un papa dimitiera, solamente tuvieran
que cambiar la dirección a que miraban cuando se levantaban por la mañana: del
Este al Oeste. Uno no tiene que asombrarse de que el doble golpe de la renuncia
de un papa y de la elección de un obispo de los 60 al papado no resultara en
confusión y caos. Puesto que, cuando los que estaban anteriormente en el poder
y después en la clandestinidad durante cincuenta años volvieron a ser ellos
mismos otra vez, de regreso al futuro, la burocracia de apoyo de todos los
niveles de la Iglesia estaba lista para sostenerlos en el proyecto de rehacer
la Iglesia en su propia imagen de los 60. Y parte del pegamento que mantuvo
todo esto junto y lo hizo posible fue el condenable éxito de la corrupción
moral del clero en todos los niveles, una corrupción que permitió a la
burocracia controlar, por medio de una intimidación basada en un conocimiento
incriminador, y avanzar en su agenda sin impedimento, excepto por unos pocos
cardenales y obispos molestos como tábanos.
Así, precisamente mientras se reúne el Sínodo de la Juventud en Roma en
un quasisecreto,
he visto el futuro esta tarde. Estaba invitado a sentarme en el coro durante
una misa tradicional solemne en una parroquia de mi diócesis. El celebrante, el
párroco, el diácono y el subdiácono eran todos sacerdotes jóvenes de la
diócesis. La misa se celebró sin faralaes, sin excesos, sin ningún signo de
esteticismo. La fiesta era la Maternidad de la Santísima Virgen María,
instituida por Pío XI para celebrar el aniversario del Concilio de Éfeso, en el
que María fue proclamada Theotokos, la portadora de Dios, afirmando la total
divinidad de la persona de Cristo. La música de la misa era toda canto
gregoriano, la misa IX. Los acólitos eran todos jóvenes, algunos nuevos en
esto, algunos con bastante práctica en servir a esta misa. Era el culto a Dios
en su forma más pura, en su forma tradicional, una forma cuyos retraimiento y
modestia litúrgica invitan a la oración y por ende a la adoración. Los
ministros sagrados se entregaban a sus cometidos en la misa en una forma
natural de olvido de uno mismo. Conocían los tonos propios de los varios cantos
y los entonaron bien. El sermón fue inteligente y verdaderamente católico.
Estos tres hombres hicieron la adoración posible al quitarse ellos mismos de en
medio y dejar que el rito hablara por sí solo.
Muchos de los sacerdotes jóvenes de mi diócesis han aprendido la misa
romana tradicional, alias la forma extraordinaria. Aman esta misa de
un modo sobrio sin sombra de pavoneos o suspiros de “Iglesia
Alta”. Aman a Cristo y a su Iglesia. Son leales a las enseñanzas del
Magisterio. Son sacerdotes que se encuentran a gusto en cualquier situación y
que disfrutan la mutua compañía. Disfrutan la compañía tanto de hombres como de
mujeres en sus parroquias. Los burócratas que mandan en la Iglesia no saben que
existen estos sacerdotes. Y eso es bueno. Porque, mientras los burócratas
corretean en sínodos y conferencias y tratan de apagar fuegos nocivos sin el
agua de la pureza moral y por lo tanto fallando cada vez, estos jóvenes
sacerdotes, no sólo en mi diócesis sino en la mayoría de las diócesis del mundo
católico, aprenden otra vez como adorar y descubren la belleza del culto y lo
enseñan a su rebaño. Y ellos, como la misa tradicional que aman, ellos son el
futuro de la Iglesia.
Padre Richard G.
Cipola
(Traducido por
Natalia Martín. Artículo original)
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