Aproximadamente
a las siete de la tarde, hora local (la una de la madrugada en España), el
avión que traslada a Francisco de
regreso a Roma partió del aeropuerto militar Grupo Aéreo nº 8 de Lima, donde
fue despedido por el presidente Pedro
Pablo Kuczynski. Queda atrás una semana de viaje pastoral a Chile y Perú
que concluyó con el acto más
multitudinario: la misa en la base aérea de Las Palmas de la capital
peruana, con una asistencia estimada de 1.300.000 personas.
Según
recoge Aciprensa, al llegar
al lugar, abarrotado de fieles, el Santo Padre hizo un tour en el papamóvil que duró aproximadamente
media hora para poder saludar a la multitud que lo esperó desde la noche
anterior, con una temperatura no demasiado alta pero con mucho
bochorno. Al inicio de la Misa, el Papa bendijo la imagen de Nuestra Señora de la Evangelización,
patrona de la Arquidiócesis de Lima.
Con la
auténtica imagen del Señor de los
Milagros que sale en procesión cada año como telón de fondo y acompañado
de unos mil sacerdotes que
concelebraron la Misa, el Pontífice alertó a los fieles ante las situaciones de
dolor que pueden generar “la tentación de huir, de
escondernos, de zafar”: “Y al ver estas cosas en nuestras ciudades, en
nuestros barrios –que podrían ser un espacio de encuentro y solidaridad, de
alegría– se termina provocando lo que podemos llamar el síndrome de Jonás:
un espacio de huida y desconfianza”.
En medio
de ese dolor y sufrimiento, dijo el Papa, es importante recordar que “el Reino de Dios
está cerca, Dios está entre nosotros. Ha llegado hasta nosotros para
comprometerse nuevamente como un renovado antídoto contra la globalización de
la indiferencia”.
Luego de recordar que ante el amor de Dios “no se puede permanecer indiferentes”, el Papa resaltó que así “Jesús camina la ciudad con sus discípulos y comienza a ver, a escuchar, a prestar atención a aquellos que habían sucumbido bajo el manto de la indiferencia, lapidados por el grave pecado de la corrupción”. Ahora, continuó Francisco, “Jesús sigue caminando por nuestras calles, sigue al igual que ayer golpeando puertas, golpeando corazones para volver a encender la esperanza y los anhelos: que la degradación sea superada por la fraternidad, la injusticia vencida por la solidaridad y la violencia callada con las armas de la paz”.
Luego de recordar que ante el amor de Dios “no se puede permanecer indiferentes”, el Papa resaltó que así “Jesús camina la ciudad con sus discípulos y comienza a ver, a escuchar, a prestar atención a aquellos que habían sucumbido bajo el manto de la indiferencia, lapidados por el grave pecado de la corrupción”. Ahora, continuó Francisco, “Jesús sigue caminando por nuestras calles, sigue al igual que ayer golpeando puertas, golpeando corazones para volver a encender la esperanza y los anhelos: que la degradación sea superada por la fraternidad, la injusticia vencida por la solidaridad y la violencia callada con las armas de la paz”.
“¿Cómo encenderemos la esperanza si faltan profetas? ¿Cómo encararemos el futuro si nos falta unidad? ¿Cómo llegará Jesús a tantos
rincones, si faltan audaces y valientes testigos?”, se preguntó. Y concluyó con una exhortación: “Hoy el Señor te invita a caminar con Él la ciudad, tu
ciudad. Te invita a que seas su discípulo
misionero, y así te vuelvas parte de ese gran susurro que quiere seguir
resonando en los distintos rincones de nuestra vida: ¡Alégrate, el Señor está
contigo!”.
TEXTO ÍNTEGRO DE
LA HOMILÍA DEL PAPA EN LA BASE AÉREA DE LAS PALMAS
«levántate
y vete a nínive, la gran ciudad, y predícales el mensaje que te digo» (Jn
3,2). Con estas palabras, el Señor se dirigía a Jonás poniéndolo en movimiento
hacia esa gran ciudad que estaba a punto de ser destruida por sus muchos males.
También
vemos a Jesús en el Evangelio de camino hacia Galilea para predicar su buena
noticia (cf. Mc 1,14). Ambas lecturas nos revelan a Dios en movimiento de cara
a las ciudades de ayer y de hoy.
El Señor
se pone en camino: va a Nínive, a Galilea, a Lima, a Trujillo, a Puerto
Maldonado. Aquí viene el Señor. Se pone en movimiento para entrar en nuestra
historia personal y concreta.
Lo hemos
celebrado hace poco: el Emmanuel, el Dios que quiere estar siempre con
nosotros. Sí, aquí en Lima, o donde estés viviendo, en la vida cotidiana del
trabajo rutinario, en la educación esperanzadora de los hijos, entre tus
anhelos y desvelos; en la intimidad del hogar y en el ruido ensordecedor de
nuestras calles.
Es allí,
en medio de los caminos polvorientos de la historia, donde el Señor viene a tu
encuentro. Algunas veces nos puede pasar lo mismo que a Jonás. Nuestras
ciudades, con las situaciones de dolor e injusticia que a diario se repiten,
nos pueden generar la tentación de huir, de escondernos, de zafar.
Y
razones, ni a Jonás ni a nosotros nos faltan. Mirando la ciudad podríamos
comenzar a constatar que existen «ciudadanos que
consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y
familiar —y eso nos alegra—, el problema
está es que son muchísimos los “no ciudadanos”, “los ciudadanos a media” o
los “sobrantes urbanos”» que están al borde de
nuestros caminos, que van a vivir a las márgenes de nuestras ciudades sin
condiciones necesarias para llevar una vida digna y duele constatar que muchas
veces entre estos «sobrantes humanos» se encuentran rostros de tantos
niños y adolescentes. Se encuentra el rostro del futuro.
Y al ver
estas cosas en nuestras ciudades, en nuestros barrios —que podrían ser un
espacio de encuentro y solidaridad y de alegría— se termina provocando lo que
podemos llamar el síndrome de Jonás: un espacio de huida y desconfianza (cf.
Jon 1,3).
Un espacio para la indiferencia, que nos transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en seres impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos el alma del pueblo. De este pueblo noble. Como nos lo señalaba Benedicto XVI, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. […] Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».
Un espacio para la indiferencia, que nos transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en seres impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos el alma del pueblo. De este pueblo noble. Como nos lo señalaba Benedicto XVI, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. […] Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».
Cuando
arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
A diferencia de Jonás, Jesús, frente a un acontecimiento doloroso e injusto
como fue el arresto de Juan, entra en la ciudad, entra en Galilea y comienza
desde ese pequeño pueblo a sembrar lo que sería el inicio de la mayor
esperanza: El Reino de Dios está cerca, Dios está entre nosotros.
Y el
Evangelio mismo nos muestra la alegría y el efecto en cadena que esto produce:
comenzó con Simón y Andrés, después Santiago y Juan (cf. Mc 1,14-20) y, desde
esos días, pasando por Santa Rosa de Lima, Santo Toribio, San Martín de Porres,
San Juan Macías, San Francisco Solano, ha llegado hasta nosotros anunciado por
esa nube de testigos que han creído en Él. Ha llegado hasta Lima, hasta
nosotros para comprometerse nuevamente como un renovado antídoto contra la
globalización de la indiferencia.
Porque ante este Amor, no se puede permanecer indiferente. Jesús invitó a sus discípulos a vivir hoy lo que tiene sabor a eternidad: el amor a Dios y al prójimo; y lo hace de la única manera que lo puede hacer, a la manera divina: suscitando la ternura y el amor de misericordia, suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que aprendan a mirar la realidad a la manera divina.
Porque ante este Amor, no se puede permanecer indiferente. Jesús invitó a sus discípulos a vivir hoy lo que tiene sabor a eternidad: el amor a Dios y al prójimo; y lo hace de la única manera que lo puede hacer, a la manera divina: suscitando la ternura y el amor de misericordia, suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que aprendan a mirar la realidad a la manera divina.
Los
invita a generar nuevos lazos, nuevas alianzas portadoras de eternidad. Jesús
camina la ciudad lo hace con sus discípulos y comienza a ver, a escuchar, a
prestar atención a aquellos que habían sucumbido bajo el manto de la
indiferencia, lapidados por el grave pecado de la corrupción.
Comienza
a develar muchas situaciones que asfixiaban la esperanza de su pueblo
suscitando una nueva esperanza. Llama a sus discípulos y los invita a ir con
Él, los invita a caminar la ciudad, pero les cambia el ritmo, les enseña a
mirar lo que hasta ahora pasaban por alto, les señala nuevas urgencias.
Conviértanse,
les dice: el Reino de los Cielos es encontrar en Jesús a Dios que se mezcla
vitalmente con su pueblo, se implica e implica a otros a no tener miedo de
hacer de esta historia, una historia de salvación (cf. Mc 1,15.21 y ss.).
Jesús
sigue caminando por nuestras calles, sigue al igual que ayer golpeando puertas,
golpeando corazones para volver a encender la esperanza y los anhelos: que la
degradación sea superada por la fraternidad, la injusticia vencida por la
solidaridad y la violencia callada con las armas de la paz. Jesús sigue
invitando y quiere ungirnos con su Espíritu para que también nosotros salgamos
a ungir con esa unción, capaz de sanar la esperanza herida y renovar nuestra
mirada.
Jesús
sigue caminando y despierta la esperanza que nos libra de conexiones vacías y
de análisis impersonales e invita a involucrarnos como fermento allí donde
estemos, donde nos toque vivir, en ese rinconcito de todos los días.
El Reino
de los cielos está entre ustedes —nos dice— está allí donde nos animemos a
tener un poco de ternura y compasión, donde no tengamos miedo a generar
espacios para que los ciegos vean, los paralíticos caminen, los leprosos sean
purificados y los sordos oigan (cf. Lc 7,22) y así todos aquellos que dábamos
por perdidos gocen de la Resurrección. Dios no se cansa ni se cansará de
caminar para llegar a sus hijos. A cada uno ¿Cómo encenderemos la esperanza si
faltan profetas? ¿Cómo encararemos el futuro si nos falta unidad? ¿Cómo llegará
Jesús a tantos rincones, si faltan audaces y valientes testigos?
Hoy el
Señor te invita a caminar con Él la ciudad, te invita a caminar con Él tu
ciudad. Te invita a que seas su discípulo misionero, y así te vuelvas parte de
ese gran susurro que quiere seguir resonando en los distintos rincones de
nuestra vida: ¡Alégrate, el Señor está contigo!
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