A pesar del interés
que parece despertar ahora la vida eremita —curiosamente esta comunidad estuvo
a punto de desaparecer varias veces en los años 80 y 90 al quedarse sin monjes.
(ABC/InfoCatólica)
Llegar hasta Herrera, en el término municipal de Miranda de Ebro (Burgos), no
es fácil. Una pista forestal, en invierno impracticable, permite su acceso
desde la provincia de Burgos o La Rioja. Son cuatro kilómetros que, bien desde
Ircio o bien desde Villalba de Rioja, se adentran en los Montes Obarenes, a
cuyo abrigo se levanta un monasterio escondido tras un muro que rodea todo el
recinto. En la entrada, presidida por una pintura con la imagen de Cristo, un
alambre que finaliza en un pequeño aro invita a llamar. Suena la campanilla y
nos recibe uno de los once frailes eremitas que actualmente forman esta
comunidad camaldulense, la única que existe en España.
Su hábito de felpa de color
claro, su amplia capa con la que se resguarda del frío –«aunque no me la suelo
poner», asegura–, y su larga y poblada barba blanca, confieren al padre Pablo
un aspecto más propio de la célebre obra de Umberto Eco. Pero no, lejos de lo
que pudiera parecer, su vida eremita, donde la oración y el silencio soportan
toda la jornada, se ha convertido en un atractivo para muchos jóvenes, hasta el
punto de que actualmente hay cuatro postulantes «en lista de espera».
Uno de ellos, con tan sólo 21
años y después de haber convivido durante pequeñas temporadas en el monasterio,
puede ser la próxima incorporación. Este repunte vocacional, que el fraile
achaca a «la mano de Dios», ha obligado, incluso, a que la comunidad lanzase
hace unos meses una petición pública para que, a través de donativos, se
pudiese acometer la ampliación de las instalaciones.
El objetivo es poder
incorporar, al menos, a un monje más y, ya de paso, acondicionar una pequeña
habitación para las madres o hermanas cuando acuden a visitarles. Las mujeres
tienen prohibido el acceso a las dependencias y están obligadas a permanecer en
una fría sala de quince metros cuadrados que hay a la entrada. La llamada fue
efectiva porque ya disponen de los 90.000 euros necesarios para que en breve
puedan comenzar las obras.
«SILENCIO Y RETIRO»
Pero, a pesar del interés que
parece despertar ahora la vida eremita —curiosamente esta comunidad estuvo a
punto de desaparecer varias veces en los años 80 y 90 al quedarse sin monjes—,
el padre Pablo explica que no pueden ser más de doce o trece para,
precisamente, «no complicar la vida de silencio y
retiro». Tres de ellos proceden de Colombia, Italia y Corea; el resto
son españoles.
Una vez cruzada la puerta que
da acceso al recinto monacal, los restos del que fuera monasterio cirterciense,
hoy en ruinas, se levantan imponentes. Junto a él, la capilla, en la que se
reúnen los hermanos para sus celebraciones, que no son tantas como pudiera parecer,
porque la mayor parte de la jornada la pasan en sus celdas, que constituyen un
segundo espacio de intimidad, de aislamiento. Es la verdadera clausura. Nadie
las visita, ni el peregrino ocasional ni los periodistas.
Desde fuera, parecen casitas
de colonos, o modestas viviendas de antiguos asentamientos periféricos. Por
dentro, austeras hasta el límite pero, eso sí, sin la sensación de agobio que
podría imaginarse. ¿Por qué? El padre Pablo lo explica: siglos atrás, era el
lugar reservado a los sacerdotes o, por defecto, a las personas que pasaban más
horas en el habitáculo. Ello invitaba a, al menos, conferir al espacio alguna
tibia comodidad, que se traduce en lo que en el lenguaje del interiorismo
moderno se llamaría «cuatro ambientes»; a saber, la alcoba para dormir, una
salita para leer y escribir, la estancia principal y un cuarto de baño, hoy ya
dotado con agua caliente.
Todo ello templado, a duras
penas, con la estufa de leña, similar al modelo que preside con insistencia las
dependencias del cenobio. Nada de calefacción. En el exterior, un pequeño
huerto, su parcela, que cada residente mima, aunque sólo dé modestas hortalizas
y verduras: puerros, coles de Bruselas… ese tipo de manjares para una dieta
casi vegetariana exenta de carne. En un pequeño estanque, crían truchas que
luego consumen, pero ahora está a la espera de ser repoblado. Y junto a las
plantaciones, un sendero que divide en dos la hilera de casitas, similar a un
Belén, en plenos montes Obarenes, que comunica las viviendas con el edificio
más próximo, la capilla, que recorren en la oscuridad de la madrugada y, lo que
es más duro, con el frío del «romper del día».
RONDANDO LA CUARENTENA
Porque, para estos once monjes
eremitas, cuya media de edad ronda los 40 años (el mayor tiene 61), la jornada
arranca a las 4.20 de la mañana, con oraciones y lecturas hasta las siete, hora
a la que desayunan, aunque todas las comidas las hacen en la soledad de sus
celdas. «Hemos optado por la vida solitaria, en un
marco de pobreza y austeridad para vivir el Evangelio con radicalidad», explica
el padre Pablo. Después, llegan tres horas de tareas: mantenimiento, huerta,
limpieza, cocina, las colmenas... A las doce vuelven a la oración para, después
de comer, pasar toda la tarde en la soledad de su habitáculo hasta las siete y
media de la tarde, que cenan y, a las ocho, una pequeña reunión en comunidad
que les lleva hasta las nueve, hora a la que se acuestan.
Viven de lo que producen, de
los estipendios de los monjes sacerdotes y de unas pequeñas parcelas arrendadas
a los agricultores de la zona, pero, sobre todo, de las ayudas del exterior,
incluso del Banco de Alimentos.
Ni televisión, ni radio, ni
aparatos electrónicos, ni conexión a internet. Sólo un teléfono móvil mantiene
a los camaldulenses en contacto con el mundo, lo cual no es óbice para que no
estén al tanto de lo más importante. «Nos enteramos
por las revistas religiosas que nos llegan —vía apartado de correos— y porque,
si es grave, nos informa el padre prior», detalla el monje, quien
reconoce que «la comunicación con el exterior es
muy limitada», aunque no lo suficiente como para no tener claro que «lo que pasa en Cataluña no tiene sentido».
«Nosotros
consideramos que aportamos a la
sociedad, a través de la oración, y nuestra función es buscar la unión con Dios, así que no tiene
mucho sentido estar enterados de lo que pasa fuera», concluye el padre Pablo, quien
reconoce que la conversación le ha resultado escasa.
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