Según nos han contado los
periódicos, la semana pasada el Papa
casó en pleno vuelo a dos miembros de la tripulación del avión en que viajaba.
Al margen del hecho en sí, que no pasa de ser una anécdota, me gustaría
analizar la interpretación del acontecimiento que más han repetido los medios
de comunicación (e incluso los propios interesados), porque me parece muy
significativa: “es un hecho histórico“.
No me ha extrañado que lo
dijeran, la verdad. Siempre he pensado que uno de los objetos que mejor
describiría nuestra época en un museo del futuro sería el Libro Guinness de los
Récords. Ante la presión de una cultura de la producción en masa, un sistema
político atomizante y una concepción de la historia como el producto de fuerzas
económicas anónimas y ciegas, la mentalidad popular reacciona venerando la
originalidad, la diferencia, el distinguirse
de la masa, aunque sea en cosas
que no tengan la más mínima importancia. Según esa mentalidad, un matrimonio es
“histórico", digno de ser consignado en
la historia, si los novios son los primeros primerísimos en casarse en un
submarino, en una estación espacial o en un avión ante todo un Papa.
En ese sentido, sin embargo,
los cristianos somos unos privilegiados. En cuanto dejamos que Dios alivie
nuestros ojos miopes y cansados por el pecado con el colirio de la fe,
descubrimos que cada matrimonio es un acontecimiento histórico por su propia naturaleza
providencial. Un matrimonio católico es un sacramento (que en griego se
dice misterio), una intervención personal y única de Dios en la historia. Los
cielos se abren y el brazo poderoso de Dios vence a las potencias del infierno,
saca de Egipto a sus hijos y, como en el Sinaí, contrae con ellos una Alianza
que permanecerá firme hasta el día de su muerte.
Cada matrimonio es
sustancialmente original, no por los accidentes geográficos de su celebración
(en un avión, en un barco o una nave espacial), sino porque nos retrotrae al Origen mismo de las cosas.
De alguna forma, el matrimonio nos hace retornar al principio de la historia, a
la humanidad recién creada. En cada matrimonio, se produce una recreación del hombre a imagen de
Dios, de manera que la Trinidad se hace visible de un modo nuevo en esa nueva
pareja: hombre y mujer los creó, a imagen de
Dios los creó, para que los demás
podamos ver a Dios en ellos y así creer.
La Encarnación misma, que es el centro de la historia humana,
literalmente el año uno, se refleja en el nuevo matrimonio y da lugar a una
familia llamada a ser en el mundo como la Sagrada Familia de Nazaret y a
albergar en su seno a Jesucristo, el Verbo eterno. Dios camina de nuevo entre los hombres y, como es su divina
costumbre, elige con ese fin una vida oculta en un lugar humilde y desconocido
para el mundo: el hogar de la nueva pareja. De ahí que el matrimonio sea una
realidad pública, pero también escondida y pudorosa: mi secreto para mí, dice
el profeta.
Aquel día grande y maravilloso
de Pentecostés, la fundación de
la Iglesia por la efusión del Espíritu Santo, también se refleja en el
sacramento del matrimonio, obra del mismo Espíritu. De igual modo que un puñado
de apóstoles y discípulos insignificantes, débiles y asustados fueron enviados
al mundo entero a anunciar el Evangelio movidos por la gracia de lo alto y a
recibir en la Iglesia a hombres de toda raza, pueblo y nación, la nueva
familia, insignificante, débil y probablemente asustada, se constituye en iglesia doméstica, con la misma
vocación de unidad, santidad y catolicidad, para asombrar, evangelizar y
santificar el mundo.
A poco que los esposos dejen
un resquicio a Dios, los espectaculares milagros
realizados por Cristo y por los santos se reproducirán también en ese matrimonio,
empezando por el milagro de la indisolubilidad, que es luz para un mundo
incapaz de comprometerse y de entregar la vida de forma irrevocable. Con la
ayuda de la gracia derramada a través del sacramento, los esposos podrán hacer
lo que para ellos es imposible, amarse y perdonarse con el amor de Cristo
crucificado, que todo lo sufre, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta.
Podrán recibir amorosa y generosamente de Dios los hijos y dar la vida por
ellos, aunque el mundo les grite que están locos. Podrán ser verdaderamente
libres, en lugar de esclavos del dinero, confiando en la providencia de Dios y
no en sus fuerzas. Sobre la base inamovible de Cristo, construirán un hogar que
resista las tempestades y, maravilla de las maravillas, criarán hijos santos para el cielo y no para
pudrirse en una tumba.
Ante un matrimonio cristiano,
los ángeles dan de nuevo gloria a Dios en las alturas como hicieron en Belén.
Los demonios, por su parte, tiemblan de pavor al ver una cosa santa que no
pueden entender y hacen la guerra desesperadamente a ese invento de Dios. La
historia de la humanidad está repleta
de guerras, batallas y derrotas y, como saben todos los esposos, lo
mismo sucede con el matrimonio. Dios elige a dos criaturas débiles y pecadoras
para una misión sagrada y lo hace a sabiendas de que fallarán una y otra vez en
ese empeño. Lo sorprendente, sin embargo, es que la santidad del matrimonio es
un don irrevocable de Dios, que
permanece en medio de la debilidad y los pecados de los esposos. Por eso
el misterio matrimonial es imagen del amor irrevocable de Cristo por la
Iglesia, como dice San Pablo, y también del perdón y la redención que Cristo
obtuvo para los hombres caídos y pecadores. A pesar de la propaganda triste y
desesperanzada de nuestra sociedad pagana, no existen los matrimonios
fracasados, porque Dios siempre da la gracia del perdón y el nuevo comienzo, si
los esposos están dispuestos a recibirla.
El matrimonio es, asimismo,
una presencia concreta y visible del
fin de la propia historia. Es un signo escatológico de las Bodas del
Cordero. Cuando se celebra un matrimonio cristiano se celebra con una Misa
solemne y también con una comida especial, música, ropas elegantes, flores o la
reunión de amigos y parientes, Dios está poniendo ante nosotros un signo que
nos habla del cielo, de ese Banquete nupcial de Cristo en la Jerusalén celeste,
que desciende como una novia engalanada para su
Esposo. ¡Nos habla del cielo!
¡Nos habla del cielo! ¿Qué más podemos pedir?
¿Un matrimonio histórico? Ese
matrimonio histórico, querido lector, es el tuyo y su fecha merece grabarse con
letras de oro en todos los libros de historia del mundo. A fin de cuentas, así
es como está grabado en el Libro de la
Vida.
Bruno
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