Jesús
es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos,
por encima de sus defectos, ideas y modos de ser.
I. Después de responder a la llamada del Señor, Mateo
dio un banquete al que asistieron Jesús, sus discípulos y otras gentes. Entre
éstos, había muchos publicanos y pecadores, todos amigos de Mateo. Los fariseos
se sorprenden al ver a Jesús sentarse a comer con esta clase de personas, y por
eso dicen a sus discípulos: ¿Por qué come con
publicanos y pecadores? [1].
Pero
Jesús se encuentra bien entre gentes tan diferentes. Se siente bien con todo el
mundo, porque ha venido a salvar a todos. No tienen necesidad de médico los
sanos, sino los enfermos. Y como todos somos pecadores y nos sentimos algo
enfermos, Jesús no se separa de nosotros. En esta escena contemplamos cómo el
Señor no rehúye el trato social; más bien lo busca. Se entiende Jesús con los
tipos humanos y los caracteres más variados: con un ladrón convicto, con los
niños llenos de inocencia y de sencillez, con hombres cultos y pudientes como
Nicodemo y José de Arimatea, con mendigos, con leprosos, con familias… Este
interés manifiesta el afán salvador de Jesús, que se extiende a todas las
criaturas de cualquier clase y condición.
El Señor
tuvo amigos, como los de Betania, donde es invitado o se invita en diversas
ocasiones. Lázaro es nuestro amigo [2]. Tiene amigos en Jerusalén que le
prestan una sala para celebrar la Pascua con sus discípulos, y conoce tan bien
al que le prestará el pollino para su entrada solemne en Jerusalén que los
discípulos pueden tomarlo directamente [3].
Jesús
mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha de ejercer en primer término
la convivencia, con las virtudes que ésta requiere, y donde tiene lugar el
primero y principal trato social. Así nos lo muestran aquellos años de vida
oculta en Nazaret, de los que el Evangelista resalta, por delante de otros
muchos pequeños sucesos que nos podría haber dejado, que Jesús Niño estaba
sujeto a sus padres [4]. Debió de ser uno de los recuerdos imborrables de María
en aquellos años. Para ilustrar el amor de Dios Padre con los hombres se sirve
del amor de un padre para con su hijo (que no le da una piedra si pide pan, o
una serpiente si le pide un pez) [5]. Resucita al hijo de una viuda en Naím
[6], porque se compadece de su soledad (era hijo único) y de su pena. Y Él
mismo, en medio de los sufrimientos de la cruz, vela por su Madre confiándola a
Juan [7]. Así lo entendió el Apóstol: y el discípulo, desde aquel instante, la
recibió en su casa [8].
Jesús es
un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos, por
encima de sus defectos, ideas y modos de ser. Debemos aprender de Él a ser
personas abiertas, con capacidad de amistad, dispuestos siempre a comprender y
a disculpar. Un cristiano, si de veras sigue a Cristo, no puede estar encerrado
en sí mismo, despreocupado y ajeno a lo que pasa a su alrededor.
II. Una buena parte de nuestra vida se compone de
pequeños encuentros con personas que vemos en el ascensor, en la cola de un
autobús, en la sala de espera del médico, en medio del tráfico de la gran
ciudad o en la única farmacia del pequeño pueblo donde vivimos… Y aunque son momentos
esporádicos y a veces fugaces, son muchos en un día e incontables a lo largo de
una vida. Para un cristiano son importantes, pues son ocasiones que Dios nos da
para rezar por ellos y mostrarles nuestro aprecio, como corresponde a hijos de
un mismo Padre. Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación
y de cortesía, que se convierten fácilmente en vehículos de la virtud
sobrenatural de la caridad. Son personas muy diferentes, pero todas esperan
algo del cristiano: lo que Cristo hubiera hecho en nuestro lugar.
También
tratamos a personas muy distintas en la propia familia, en el trabajo, en el
vecindario…, con caracteres, formación cultural y humana y modos de ser muy
diversos. Es necesario que nos ejercitemos en la convivencia con todos. Santo
Tomás señala la importancia de esa virtud particular -que encierra en sí otras
muchas-, que ordena «las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en
los hechos como en las palabras» [9]. Esta virtud particular es la afabilidad,
que nos lleva a hacer la vida más grata a quienes vemos todos los días.
Esta
virtud, que debe formar como el entramado de la convivencia, no causa quizá una
gran admiración; sin embargo, cuando falta se echa mucho de menos, se vuelven
tensas las relaciones entre los hombres y se falta frecuentemente a la caridad;
a veces, este trato se torna difícil o quizá imposible. La afabilidad y las
otras virtudes con las que se relaciona hacen amable la vida cotidiana: la
familia, el trabajo, el tráfico, la vecindad… Son opuestas, por su misma
naturaleza, al egoísmo, al gesto destemplado, al malhumor, a la falta de
educación, al desorden, al vivir sin tener en cuenta los gustos, preocupaciones
e intereses de los demás. «De estas virtudes
-escribía San Francisco de Sales- es necesario tener una gran provisión y muy a
mano, pues se han de estar usando casi de continuo» [10].
El
cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de la virtud humana de la
afabilidad en otros actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por
amor a Dios. La caridad hace entonces de la misma afabilidad una virtud más
fuerte, más rica en contenido y con un horizonte mucho más elevado. Debe
practicarse también cuando es necesario tomar una actitud firme y continua: «Tienes que aprender a disentir -cuando sea preciso- de
los demás, con caridad, sin hacerte antipático» [11].
El
cristiano, mediante la fe y la caridad, sabe ver hijos de Dios en sus hermanos
los hombres, que siempre merecen el mayor respeto y las mejores muestras de
atención y consideración [12]. Por eso, debemos estar atentos a las mil
oportunidades que ofrece un día.
III. Todo el Evangelio es una continua muestra del
respeto con que Jesús trataba a todos: sanos, enfermos, ricos, pobres, niños,
mayores, mendigos, pecadores… Tiene el Señor un corazón grande, divino y
humano; no se detiene en los defectos y deficiencias de estos hombres que se le
acercan, o con los que Él se hace el encontradizo. Es esencial que nosotros,
sus discípulos, queramos imitarle, aunque a veces se nos haga difícil.
Son
muchas las virtudes que facilitan y hacen posible la convivencia: la benignidad
y la indulgencia, que nos llevan a juzgar a las personas y sus actuaciones de
forma favorable, sin detenernos mucho en sus defectos y errores; la gratitud,
que es ese recuerdo afectuoso de un beneficio recibido, con el deseo de
corresponder de alguna manera. En muchas ocasiones sólo podremos decir gracias,
o algo parecido; cuesta muy poco ser agradecidos, y es mucho el bien que se
hace. Si estamos pendientes de quienes están a nuestro alrededor, notaremos qué
grande es el número de personas que nos prestan favores diversos.
Ayudan
mucho en la convivencia diaria la cordialidad y la amistad. ¡Qué formidable
sería que pudiéramos llamar amigos a las personas con quienes trabajamos o
estudiamos, a los padres, a los hijos, a aquellas personas con las que
convivimos o nos relacionamos!: amigos, y no sólo colegas o compañeros. Esto
será señal de que nos hemos esforzado en muchas virtudes humanas que fomentan y
hacen posible la amistad: el desinterés, la comprensión, el espíritu de
colaboración, el optimismo, la lealtad. Amistad particularmente honda dentro de
la propia familia: entre hermanos, con los hijos, con los padres. La amistad
resiste bien las diferencias de edad, cuando está vivificada por el ejemplo de
Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, que ejercitó las virtudes humanas
acabadamente, en plenitud.
En la
convivencia diaria, la alegría, manifestada en la sonrisa oportuna o en un
pequeño gesto amable, abre la puerta de muchas almas que estaban a punto de
cerrarse al diálogo o a la comprensión. La alegría anima y ayuda al trabajo y a
superar las numerosas contradicciones que a veces trae la vida. Una persona que
se dejara llevar habitualmente de la tristeza y del pesimismo, que no luchara
por salir de ese estado enseguida, sería un lastre, un pequeño cáncer para los
demás. La alegría enriquece a los otros, porque es expresión de una riqueza
interior que no se improvisa, porque nace de la convicción profunda de ser y
sentirnos hijos de Dios. Muchas personas han encontrado a Dios en la alegría y
en la paz del cristiano.
Virtud de
convivencia es el respeto mutuo, que nos mueve a mirar a los demás como
imágenes irrepetibles de Dios. En la relación personal con el Señor, el cristiano
aprende a «venerar (… ) la imagen de Dios que hay
en cada hombre» [13]. También la de aquellos que por alguna razón nos
parecen menos amables, simpáticos y divertidos. La convivencia nos enseña
también a respetar las cosas porque son bienes de Dios y están al servicio del
hombre. El respeto es condición para contribuir a la mejora de los demás,
porque cuando se avasalla a otro se hace ineficaz el consejo, la corrección o
la advertencia.
El
ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás; a
comprenderlos, a mirarlos con una simpatía inicial y siempre creciente, que nos
lleva a aceptar con optimismo la trama de virtudes y defectos que existen en la
vida de todo hombre. Es una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe
encontrar la parte de bondad que existe en todos. Una persona comprendida abre
con facilidad su alma y se deja ayudar. Quien vive la virtud de la caridad
comprende con facilidad a las personas, porque tiene como norma no juzgar nunca
las intenciones íntimas, que sólo Dios conoce.
Muy
cercana a la comprensión está la capacidad para disculpar con prontitud. Mal
viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriase nuestra caridad
y nos sintiéramos separados de las personas de la familia o con quienes
trabajamos. El cristiano debe hacer examen para ver cómo son sus reacciones
ante las molestias que toda convivencia diaria suele llevar consigo. Hoy
podemos terminar la oración formulando el propósito de cuidar con esmero, en
honor de Santa María, estos detalles de fina caridad con el prójimo.
[1] Mc 2, 13-17.
[2] Jn 11, 11
[3] Cfr. Mc 11, 3.
[4] Cfr. Lc 2, 51.
[5] Cfr. Mt 9, 7.
[6] Cfr. Lc 7, 11.
[7] Cfr. Jn 19, 26-27.
[8] Jn 19, 26-27.
[9] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, q. 114. a. 1.
[10] SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, III, 1.
[11] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 429.
[12] Cfr. F. FERNÁNDEZ CARVAJAL, Antología de textos, Palabra, 9a. Ed.,
Madrid 1987, voz AFABILIDAD.
[13] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 230.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo III, Lunes de la
Primera Semana del Tiempo Ordinario por Francisco Fernández Carvajal.
Puedes adquirir la colección en www.edicionespalabra.es o en www.beityala.com
Francisco Fernández Carvajal
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