Pido disculpas por dar más razones sobre el tema planteado en los últimos días, pero me parece que no debo guardarme ninguna razón.
Imaginemos
que en el siglo I algún cristiano hubiera planteado la posibilidad de marcharse
a vivir como
eremita. Y el presbítero de su iglesia le hubiera dicho que podría
permitirse vivir en soledad en el desierto por algún tiempo limitado, pero
que la
fe está unida a la comunidad. Imaginemos que le hubiera insistido en
la relación entre la vida cristiana y la vivencia de esa fe en la comunidad.
¿Se puede vivir lícitamente una vida con
Cristo en la intimidad de la soledad y no se puede vivir un momento como la
misa en esa intimidad?
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Perdonad
que insista, ¿pero el padre Pío podría haber vivido
su misa de tres horas delante de mil personas? Bien sé que celebró misas
en público. Pero resulta claro que su vivencia de la misa se desarrolló mejor
ante un número mínimo de personas, aunque después continuara ese modo de
celebrar tan lento y meditativo en las misas públicas cuando ya pudo hacerlo.
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En el
seminario donde yo estudié, Bidasoa en Pamplona, se celebraba la misa con toda
normalidad de las tres formas posibles que las leyes litúrgicas de la Iglesia
ofrecen como perfectamente lícitas. A saber, la misa con pueblo, la
concelebración y la misa en que participa un solo ministro. Tres
formas perfectamente
lícitas, no imperfectamente lícitas. Tres formas totalmente
lícitas, ninguna de ellas ha sido autorizada por la Iglesia como
fruto de una equivocada comprensión de la naturaleza misma de la celebración
eucarística.
Cuando yo
fui ordenado, 25 añitos y lleno de amor de Dios, se me quedó muy grabada la
escena de un superior que me riñó agriamente por celebrar de esa manera durante
mi primera semana de sacerdocio, sin desatender lo más mínimo mis obligaciones
parroquiales como coadjutor. Había tres misas (en días de diario) en la
parroquia y había tres sacerdotes, y ahora yo también. Así que nadie tuvo que
binar por culpa de mis devociones.
No juzgué
al superior que, enfadado, me echó en cara aquella conducta. Muy de vez en
cuando, seguí celebrando misa sin pueblo en los años siguientes. Nunca, en toda
mi vida, he binado para celebrar una misa por devoción mía.
El caso
es que, más de diez años después de ordenado, me enteré de cómo celebraba la
misa el padre Pío (una misa de tres horas, la mía es de hora y media) y me
produjo una inmensa alegría. Fue como una confirmación. No era solo la ley de
la Iglesia, era como si el santo me dijera: “¿Sientes
devoción por este tipo de misa? ¡Pues yo también!”.
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Pero más
allá de leyes, razones de tal o cual autor, del ejemplo de los santos, o de la
praxis milenaria de la Iglesia, siento la más absoluta convicción de hacer lo
que Dios me pide cuando celebro la misa de esta manera.
Puedo
ofrecer tal o cual razón intelectual o canónica, pero lo que no puedo
transmitir es la íntima seguridad de la llamada de Dios a celebrar el
santo sacrificio de esa manera, justamente
de esa manera. Mientras la Santa Iglesia Católica me lo permita, celebraré de
esa manera pese a quien le pese. Por ejemplo, fui a hacer un retiro espiritual
a una abadía cisterciense, y el abad de esa época (fue hace muchos años) me
prohibió cualquier otra misa que no fuera la concelebrada. En otro monasterio,
benedictino, se me permitió, pero refunfuñando todo el tiempo. Podría poner más
ejemplos, pero os puedo asegurar que nunca juzgué al que se tomó a mal mi forma
de pensar.
El que
una cosa esté bien y sea recomendable no significa que otra cosa sea mala. El
que una cosa sea recomendable no significa que otra cosa se recomienda no
hacerla. Por ejemplo, comer fruta es recomendable, pero eso no significa que
comer chocolate sea malo.
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Ah, una
última cosa. Siempre me he esforzado por sentir
con la Iglesia. La opinión de un obispo (pudiendo ser muy respetable
y hasta acertada) no siempre es expresión del sentir de la Iglesia. En la
Iglesia caben muchas opiniones que son acertadas, pero que no se puede decir
que sean expresión del sentir de la Iglesia,
de la tradición consolidada de la Iglesia.
Voy a
poner unos ejemplos inofensivos. ¿Dónde colocamos la cruz del altar? ¿En el centro del
altar, cerca de él? ¿Dónde colocamos el sagrario? ¿En el retablo o en una
capilla lateral? La decisión que se tome puede ser la más acertada, pero
no puedo apelar al sentir con la Iglesia para afirmar que mi decisión es la única
adecuada. Lo mismo vale para la teología o para la liturgia. La opinión de un
príncipe de la Iglesia (por acertada que sea) no siempre es expresión del
sentir de la Iglesia. Lo cual no significa que esa opinión no sea verdad o la
más acertada. Eso también vale para las opiniones del papa.
P. FORTEA
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