Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera.
Por: José María Iraburu | Fuente: Catholic.net
–Mi abuelo era de la Adoración Nocturna.
–Gran obra de Dios. Y hoy, por
designio de la Providencia, se van multiplicando las capillas de Adoración
Perpetua.
En los
anteriores artículos fui explicando los diferentes momentos de la Misa,
el Mysterium fidei por excelencia. Y al tratar de la
consagración, del acto máximo de la Eucaristía (275), no me detuve en
considerar con amplitud el misterio de la transubstanciación, para contemplarlo ahora más detenidamente, pues
él es el fundamento de la adoración eucarística.
–La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, verdadera y substancial desde el momento en que sea realiza la consagración del pan y del vino. Y para exponer misterio tan grandioso prefiero ceder la palabra a la misma Iglesia, tal como lo confiesa concretamente en el Catecismo:
1373 «“Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31 46), en los sacramentos de los que él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, “sobre todo, [está presente] bajo las especies eucarísticas” (SC 7).
1374 El
modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva
la eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la vida espiritual y el fin al que
tienden todos los sacramentos” (S. Tomás de A., STh III,
73, 3). En el santísimo sacramento de la
Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la
Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo,
y, por consiguiente, Cristo entero” (Trento: Denz 1651).
“Esta presencia se denomina `real’, no a título
exclusivo, como si las otras presencias no fuesen `reales’, sino por
excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace
totalmente presente” (Pablo VI, enc. Mysterium fidei 39).
1375 Mediante
la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente
en este sacramento. Los Padres de la
Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra
de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión
maravillosa. Así, S. Juan
Crisóstomo declara que:
No es el hombre quien hace que las
cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo
que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia
estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi
Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (Prod. Jud. 1,6).
Y S.
AMBROSIO DICE RESPECTO A ESTA CONVERSIÓN:
Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada… La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela (myst. 9,50.52).
1376 El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo,
nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era
verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta
convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración
del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la
substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino
en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y
apropiadamente a este cambio transubstanciación» (Denz 1642).
1377 La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento
de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies
eucarísticas. Cristo está todo
entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus
partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (Trento: Denz 1641)».
Ésta es la fe católica de la Iglesia, la misma que se confiesa en el Credo del Pueblo de Dios (1968, 24-26) o en la encíclica Mysterium fidei de
Pablo VI.
* * *
–Algunos profesores católicos de teología niegan hoy la fe de la Iglesia
en la transubstanciación eucarística. Y debemos denunciarlos, porque hay una relación intrínseca entre la exposición de la verdad y la refutación de la falsedad.
En ese sentido escribe Santo Tomás al comienzo de la Summa contra Gentiles, «mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán al
impío» (Prov 8,7).
Según el
profesor Dionisio Borovio, al tratar de la transubstanciación en su obra Eucaristía (BAC, Madrid 2000), la
explicación de la presencia sacramental de Cristo «per
modum substantiæ» es un concepto que, aunque contribuyó sin duda a
clarificar el misterio de la presencia del Señor en la eucaristía, «condujo a una interpretación cosista y poco personalista
de esta presencia» (286).
En la «concepción actual» de
sustancia [¿cuántas «concepciones actuales» habrá de substancia?], en
aquella que, al parecer, Borobio estima verdadera, «pan y vino no son
sustancias, puesto que les falta homogeneidad e inmutablidad. Son aglomerados
de moléculas y unidades accidentales. Sin embargo, pan y vino sí tienen una
sustancia en cuanto compuestos de factores naturales y materiales, y del
sentido y finalidad que el hombre les atribuye: “Hay que considerar como
factores de la esencia tanto el elemento material dado como el destino y la
finalidad que les da el mismo hombre” (J.
Betz)» (285).
Si se
parte de esta equívoca filosofía de la substancia, parece evidente que un
cambio que afecte al destino y finalidad del pan y del vino en la Eucaristía (transfinalización-transignificación)
equivale a una transubstanciación.
«Para los autores que defienden esta
postura (v. gr. Schillebeeckx) es preciso admitir un cambio ontológico en el
pan y el vino. Pero este cambio no tiene por qué explicarse en categorías
aristotélico-tomistas (sustancia-accidente), sometidas a crisis por las
aportaciones de la física moderna, y reinterpretables desde la fenomenología
existencial con su concepción sobre el símbolo. Según esta concepción, la
realidad material debe entenderse no como realidad objetiva independiente de la
percepción del sujeto, sino como una realidad antro-pológica y relacional,
estrechamente vinculada a la percepción humana. Pan y vino deben ser
considerados no tanto en su ser-en-sí cuanto en su perspectiva
relacional. El determinante de la esencia de los seres no es otra cosa que
su contexto relacional. La relacionalidad constituye el núcleo de la realidad
material, el en-sí de las cosas» (307).
Apoyándose,
pues, en esta falsa metafísica, explica el profesor Borobio la
transubstanciación del pan y del vino, y la presencia real de Cristo en la
Eucaristía. En ella «las cosas de la tierra, sin
perder su consistencia y su autonomía, devienen signo de esa presencia
permanente», sin perder «nada de su riqueza
creatural y humana» (266). El pan y el vino, por tanto, siguen siendo
pan y vino, no pierden su realidad creatural, pero puede en la Eucaristía
hablarse de una transubstanciación de tales elementos materiales porque han
cambiado decisivamente su finalidad y significado.
Esta explicación de la Presencia eucarística real de Cristo no es
conciliable con la fe de la Iglesia, tal como la expresa, por ejemplo, Pablo VI
en la Mysterium fidei (1965), que en buena parte escribe precisamente esta encíclica para
denunciar y rechazar éstos errores:
«Cristo se hace presente en este
Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de
toda la substancia del vino en su sangre […] Realizada la
transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren sin duda un nuevo
significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la
ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada. Pero adquieren un nuevo
significado y un nuevo fin en tanto en cuanto contienen una “realidad” que con
razón denominamos ontológica. Porque bajo dichas especies ya no existe lo que
había antes, sino una cosa completamente diversa, y esto no únicamente por el
juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida
la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de
Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies. Bajo
ellas, Cristo, todo entero, está presente en su “realidad” física, aun
corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar».
La
especulación filosófica-teológica que propone Borovio –siguiendo dócilmente a
tantos otros autores modernos– sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía no
prescinde solamente, como él dice, de la explicación en clave
aristotélico-tomista de ese misterio, sino que contradice
abiertamente la doctrina católica, la de siempre, la que ha sido
enseñada por los Padres, la Liturgia, las Catequesis antiguas más venerables,
el concilio de Trento, la Mysterium fidei o el Catecismo
de la Iglesia Católica. La que, por ejemplo, en el siglo IV, sin
emplear las categorías aristotélico-tomistas, exponía San Cirilo de Jerusalén
(+386).
«Habiendo pronunciado Él y dicho del
pan: “éste es mi cuerpo”, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y habiendo Él
afirmado y dicho: “ésta es mi sangre”, ¿quién podrá dudar jamás y decir que no
es la sangre de Él?… Con plena seguridad participamos del cuerpo y sangre de
Cristo [en la comunión eucarística]. Porque en figura de pan se te da el cuerpo
y en figura de vino se te da la sangre [de Cristo]… No los tengas, pues, por
mero pan y mero vino, porque son el cuerpo y sangre de Cristo, según la
afirmación del Señor. Pues aunque los sentidos te sugieran aquello, la fe debe
convencerte. No juzgues en esto según el gusto, sino según la fe cree con firmeza,
sin ningún duda, que has sido hecho digno del cuerpo y sangre de Cristo» (Catequesis mistagógica IV, 1-6).
Ahora
bien, si en la celebración de la Eucaristía el pan y el vino se han
transformado en el cuerpo y la grande de Cristo, y esta presencia suya es real,
verdadera y substancial permanece después de celebrada la Misa, ¿cuál deberá ser la respuesta del pueblo cristiano a esta
Presencia del Señor?… El Catecismo lo expresa:
* * *
1378 –«El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe
en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras
maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al
Señor. “La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de
adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la
misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor
cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las
veneren con solemnidad, llevándolas en procesión” (Mysterium fidei 56).
1379 El
Sagrario [tabernáculo] estaba primeramente destinado a guardar dignamente la
Eucaristía para que pudiera ser llevada a
los enfermos y ausentes fuera de la misa.
Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía,
la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor
presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar
colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido
de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo
en el santo sacramento.
1380 Es
grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de
esta singular manera. Puesto que [en
la Ascensión] Cristo iba a dejar a los
suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por
muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había
amado «hasta
el fin» (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su
presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien
nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ga 2,20), y se queda bajo
los signos que expresan y comunican este amor:
«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No
escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación
llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese
nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, lit. Dominicae
Cenae, 3).
1381 «La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de
la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, “no se conoce por los
sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe , la cual se apoya en la autoridad
de Dios”» (STh III, 75,1)…
«Habiendo aprendido estas cosas y habiendo sido plenamente asegurado de
que lo que aparece pan no es pan, aunque así sea sentido por el gusto, sino el
cuerpo de Cristo; y que le que aparece vino no es vino, aunque el gusto así lo
crea, sino la sangre de Cristo… fortalece tu corazón participando de aquel pan
como espiritual que es y alegra tú el rostro de tu alma.
«Ojalá que teniendo patente este tu
rostro con la conciencia pura, contemplando como en un espejo la gloria del
Señor, crezcas de gloria en gloria en Cristo nuestro Señor, a quien sea el
honor y el y el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (ib. IV, 9)
CRECE EN LA IGLESIA EL CULTO A LA
EUCARISTÍA
El pueblo
cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido
prestando un culto siempre creciente a la
eucaristía fuera de la Misa: oración
ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas santas,
visitas al Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua, las
Cuarenta Horas, etc. Ese crecimiento en la Iglesia de la adoración
eucarística se va realizando por obra del Espíritu Santo, que nos conduce «hacia la verdad plena» (Jn 14,26; 16,13). Ya dijo
Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn
16,14)… Colaboremos, pues, con el Espíritu Santo para suscitar esta suprema
devoción cristiana a Cristo en la Eucaristía. Así lo hacía el Santo Cura de
Ars:
«En el púlpito, comenzaba a veces a
tratar de diferentes materias, pero siempre volvía a Nuestro Señor
presente en la Eucaristía. “Este atractivo por la presencia real [según
testimonio de Catalina Lasagne] aumentó de una manera sensible hacia el fin de
su vida… Se interrumpía y derramaba lágrimas; su figura aparecía
resplandeciente y no se oían sino exclamaciones de amor”» (A. Trochou, El Cura de Ars, Palabra, Madrid
2003, 12ª ed., 631).
José María Iraburu, sacerdote
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