Toda
la tradición cristiana ha subrayado el valor penitencial de la plegaria, la
limosna y el ayuno.
Toda la tradición cristiana ha
subrayado el valor penitencial de la plegaria, la limosna y el
ayuno. Ya en el A.T.
leemos: «Es encomiable la oración sincera, y la
limosna hecha con rectitud vale más que la riqueza lograda con injusticia. La
limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado. Los que dan limosna y son
honrados recibirán vida superabundante» (Tob 12,8-9), y es que la Biblia
y la Tradición han visto desde siempre en la oración, limosna y ayuno, actos de
gran valor penitencial.
El valor penitencial de la oración es constantemente mencionado en la Sagrada Escritura.
En la oración que nos enseñó Jesús pedimos al Padre que nos perdone nuestras
culpas (cf. Mt 6,12). Conviene tener en cuenta que el Señor nos hace rezar en
plural, indicándonos claramente que la intención y eficacia de la oración
penitencial del cristiano no se reduce al plano de la relación personal con
Dios, sino que mira también a las necesidades de nuestros hermanos. Igualmente
nos manifiesta Jesús la eficacia de la humilde petición de perdón (Lc
18,13-14), oración que puede alcanzarnos la gracia de la perfecta contrición
que restablece la amistad entre Dios y el pecador.
Una de las formas principales
de oración es escuchar la Palabra de Dios. La lectura o audición de la Palabra
de Dios no sólo conduce a la profundización de nuestra fe, sino que produce
también el perdón de los pecados leves por Dios, como lo sabe la liturgia, en
la que el sacerdote dice tras la lectura del evangelio: «Per evangelica dicta, deleantur nostra delicta». Esto por
supuesto no debe entenderse como si mediante la lectura de las Escrituras se
perdonaran los pecados automáticamente de forma mágica, sino que significa que
Dios perdona los pecados porque el hombre escucha su Palabra con fe y la deja
llegar hasta su corazón, respondiendo nuestro actuar a esta Palabra. Quien
escucha esa palabra de gracia y la acoge, obtiene el perdón de su culpa ante
Dios.
La Escritura nos enseña el
valor de la oración de los justos para el perdón de los pecados. Así ruega
Abraham por Abimelec (Gen 20,17), y ya antes intenta, aunque es demasiado
optimista sobre el número de los justos, interceder por Sodoma y Gomorra (Gen
18,23-32). Un valor especial tiene Moisés como intercesor por su pueblo infiel:
así ruega a Dios que perdone a Aarón y a María (Num 12,13), o al pueblo que
adora el becerro de oro (Ex 32,11-14), o murmura de la dirección divina (Num
21,7).
En el Nuevo Testamento la
Epístola a los Hebreos nos presenta a Jesús como el gran sacerdote intercesor
por su pueblo (Heb 4,14; 7,25). Encontramos igualmente esta intercesión en los
escritos joánicos (Jn 16,26; 1 Jn 2,1), mientras Mc 9,29 subraya el valor de la
oración, cuando declara que determinados demonios sólo pueden ser expulsados
por la oración. El valor de la plegaria de intercesión del justo se recalca en
Mt 18,19-20 y Sant 5,16.
El hombre occidental de hoy
aprecia poco el ayuno, pues lo considera con frecuencia perjudicial para la salud y no
acaba de convencerse de la utilidad que tiene para la vida espiritual. La Sagrada
Escritura, sobre todo el Antiguo Testamento, lo coloca por el contrario junto
a la oración y la limosna, como práctica penitencial (cf. 1 Re 21,27; Dan
9,3-5; Mt 6,16-18), e incluso Jesús habla a sus discípulos de una clase de
demonios que sólo se arroja por el ayuno y la oración (Mt 17,21).
El ayuno es un gesto religioso
que destaca nuestra dependencia para con Dios y nuestra entrega en sus manos.
El libro de Jonás nos hace ver su valor penitencial, siendo también un eficaz
medio de progreso espiritual, mientras la ascética recalca que el ayuno ayuda
al hombre a dominar las propias pasiones y a luchar contra el pecado.
La ascética cristiana es
esencialmente una disciplina de la vida interior, que puede implicar ejercicios
corporales como el ayuno. San Pablo considera la ascesis como una lucha
deportiva para alcanzar una corona incorruptible (1 Cor 9,24-25). La
mortificación y la penitencia se diferencian en su finalidad: la mortificación
busca el control y dominio de sí, especialmente frente a las tendencias
desordenadas; la penitencia intenta expiar el pecado personal y sus
consecuencias. Ayunar para dominarse es mortificación, ayunar para expiar es
penitencia.
La mortificación no se hace
como autocastigo, sino para fortificar el amor a Dios y conseguir una verdadera
libertad espiritual, imponiéndose voluntariamente límites en lo que es disfrute
de las facilidades exteriores. La penitencia no es destrucción de la persona,
sino promoción y realización de la misma en el mejor sentido. Las
irregularidades de nuestra conducta, los defectos de nuestro carácter y las
faltas de nuestra naturaleza, no pueden enderezarse sin la virtud de la
penitencia, y tanto ésta como la mortificación nos ayudan a ser más libres, a
mandar más y mejor en nosotros mismos.
En cuanto a la limosna, la
sola materialidad de la obra no mueve a Dios, sin el cual nada podemos. Le
mueve lo que está dentro de la obra, es decir la intención recta que expresa
(Mt 6,3-4; Lc 11,4). La limosna mejor es dar los bienes que con más empeño nos
reservamos, lo que para muchos puede ser no el dinero, sino nuestro tiempo. No
dar nuestro tiempo al prójimo y a Dios, junto con el desenfreno, son tal vez
hoy los vicios mayores.
La limosna contraría al
egoísmo pecador y de este modo nos prepara para recibir las gracias que Dios
quiere darnos. Los actos materiales no nos purifican directamente, pero debido
a la unidad de la persona, sirven a la vida del espíritu y le prestan su ayuda,
porque es en la vida interior donde reside la relación con Dios, y donde se da
la verdadera purificación, objetivo de la penitencia.
Pedro Trevijano
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