Una adicción. Una trampa bien urdida. Unos medios sobrenaturales y humanos para salir.
Gustavo es un joven
universitario que está estresado por la semana de exámenes. Llega la noche del
miércoles, está cansado y decide relajarse con un videíto antes de dormir.
Apenas termina, ve otro, y después otro, como esos fumadores que encienden el
cigarrillo con la colilla del anterior. El cerebro de Pancracio entró en modo
automático, dejó de pensar y se está dejando llevar por la ansiedad de buscar
nuevas mujeres, escenas más intensas, mantener alto el nivel de dopamina en el
cerebro… Sin darse cuenta, son las 3.00 de la mañana, y Gustavo está mucho más
cansado que al principio. «¿Qué he hecho?», se
pregunta, angustiado.
¿Te sientes
atascado en un problema similar? ¿Sientes que la red de internet de pronto se
convirtió en una viscosa red de araña? Tranquilo. Primero, no todo es culpa tuya, pues estamos frente a una
trampa muy bien montada. Segundo, puedes salir. El hecho de que estés leyendo
este artículo es señal de que cuentas con el requisito principal para lograrlo:
quieres salir.
El paso siguiente es
reflexionar. ¿Por qué nos atrae tanto la industria
de lo que algunos están llamando «prostitución online»?
En la psiquiatría, como
explica el doctor Carlos Chiclana, las explicaciones varían: unos dicen que
tiene que ver con los impulsos; otros sostienen que se debe a la actitud
compulsiva, como un modo de calmar la angustia; pero cada vez más se está
usando la palabra adicción, pues los hábitos de consumo de pornografía son
similares a los que se ven con las drogas. Es decir, la pornografía no solo es
algo que atrae, sino que también tiene el poder de hacernos adictos o
dependientes de ella.
¿Por qué estos
contenidos nos atraen tanto en primer lugar? El deseo sexual, diríamos como primera respuesta. Ok, pero ¿qué es eso? Unos piensan que consiste en un deseo
de placer, pero eso es un diagnóstico superficial. El deseo sexual, en realidad
es un deseo de comunión con otra persona y de fecundidad.
No somos sólo animales que
satisfacen instintos, sino que somos hijos de Dios llamados a la felicidad. Si
meditamos sobre nuestro anhelo de comunión y fecundidad, que la pornografía
esconde y deforma, entonces podremos dar el siguiente paso: preguntarnos cómo salir del chantaje y disfrutar nuestra
libertad.
Desear la comunión con otra
persona es algo que llevamos inscrito en lo más profundo de nuestro ser. Dios
formó a Adán del polvo de la tierra e insufló en sus narices aliento de vida.
Al cabo de poco tiempo dijo: «No es bueno que el
hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada para él» (Gn 2,18).
Es tan natural y fuerte la atracción integral entre el hombre y la mujer, que «dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer y serán una sola carne» (Gn 2,24).
Sobre esto, podríamos decir
todavía más: Dios es relación de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Un solo Dios y tres personas en comunión de Amor. Nosotros hemos sido
creados a su imagen y semejanza: nuestra naturaleza
no es la de «individuos autosuficientes», sino de personas llamadas a
relacionarse con los demás y a entrar en comunión con Dios en Jesucristo.
Nuestra generación tiene
hambre de relaciones personales de calidad. Nos hace falta sentirnos conocidos
y amados; compartir nuestra intimidad con familia y amigos. En último término,
añoramos la intimidad con Dios. Buscar esto es la clave para, como el hijo
pródigo, dejar de comer las bellotas de los cerdos y volver a la casa del padre
para festejar con un buen banquete.
Para abandonar la pornografía
necesitamos luchar: comprender mejor el daño que
nos hace, emplear fuerza de voluntad y buscar apoyo afectivo. Pero esto
no es suficiente. Necesitamos además el auxilio de la gracia divina. Morir a
uno mismo y renacer en Cristo. Morir a uno mismo y renacer en Cristo. Es decir,
levantarse del sofá y aceptar la amistad que Jesucristo nos ofrece.
La manera más directa de
encontrarse con Dios, de conocerle y saberse amado por Él, es en el Sacramento
de la Confesión y en la Eucaristía. Ahí nos conectamos con Él como el sarmiento
a la vid, y entonces nuestra vida se transforma. Con el hábito de confesarse y
comulgar, entra a fluir por nuestras venas sangre divina, que nos llena de
fuerzas y nos diviniza.
Podemos pedir a San
José, joven y casto padre de Jesús, que patrocine los esfuerzos de nuestra
generación para que vivamos más libres y felices.
Juan Ignacio Izquierdo Hübner
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