Sábado primera semana Cuaresma. Amar a costa de uno mismo, el auténtico amor es capaz de romper los propios egoísmos.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
La generosidad es una de las virtudes
fundamentales del cristiano. La generosidad es la virtud que nos caracteriza en
nuestra imitación de Cristo, en nuestro camino de identificación con Él. Esto
es porque la generosidad no es simplemente una virtud que nace del corazón que
quiere dar a los demás, sino la auténtica generosidad nace de un corazón que
quiere amar a los demás. No puede haber generosidad sin amor, como tampoco
puede haber amor sin generosidad. Es imposible deslindar, es imposible separar
estas dos virtudes.
¿Qué amor puede existir en quien no quiera darse?
¿Y qué don auténtico puede existir sin amor? Esta unión, esta intimidad
tan estrecha entre la generosidad y la misericordia, entre la generosidad y el
amor, la vemos clarísimamente reflejada en el corazón de nuestro Señor, en el
amor que Dios tiene para cada uno de nosotros, y en la forma en que Jesucristo
se vuelca sobre cada una de nuestras vidas dándonos a cada uno todo lo que
necesitamos, todo lo que nos es conveniente para nuestro crecimiento
espiritual.
Este darse de Cristo lo hace nuestro Señor a costa de Él mismo. Como diría San
Pablo: "Bien saben lo generoso que ha sido
nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que
ustedes se hiciesen ricos con su pobreza". Ésta es la clave
verdadera del auténtico amor y de la auténtica generosidad: el hacerlo a costa de uno.
En el fondo, podríamos pensar que esto es algo negativo o que es algo que no
nos conviene. ¡Cómo voy yo a entregarme a costa
mía! ¡Cómo voy yo a darme o a amar a costa mía! Sin embargo, es
imposible amar si no es a costa de uno, porque el auténtico amor es el amor que
es capaz de ir quebrando los propios egoísmos, de ir rompiendo la búsqueda de
sí mismo, de ir disgregando aquellas estructuras que únicamente se preocupan
por uno mismo. ¡Qué diferente es la vida, qué
diferente se ve todo cuando en nuestra existencia no nos buscamos a nosotros y
cuando buscamos verdadera y únicamente a Dios nuestro Señor! ¡Cómo cambian las
prioridades, cómo cambia el entendimiento que tenemos de toda la realidad y,
sobre todo, cómo aprendemos a no conformarnos con amar poquito!
Esto es lo que nuestro Señor nos dice en el Evangelio: "Antiguamente
se decía: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo". Esto es amar
poquito, amar con medida, amar sin darse totalmente a todos los demás.
Podríamos nosotros también ser así: personas que
aman no según el amor, sino según sus conveniencias; no según la entrega, sino
según los propios intereses. Cuando Cristo dice: "Si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No
hacen eso también los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué
hacen de extraordinario? ¿No hacen eso también los paganos?", lo
que nos está diciendo: ¿no hacen eso también
aquellos a los que solamente les interesa la conveniencia o el dinero? Te
doy, porque me diste; te amo porque me amaste.
El cristiano tiene que aprender a abrir su corazón verdaderamente a todos los
que lo rodean, y entonces, las prioridades cambian: ya
no me preocupo si esto me interesa o no; la única preocupación que acabo por
tener es si me estoy entregando totalmente o me estoy entregando a medias; si
estoy dándome, incluso a costa de mí mismo, o estoy dándome calculándome a mí
mismo. En el fondo, estos dos modelos que aparecen son aquellos que, o
siguen a Cristo, o se siguen a sí mismos.
Ser perfectos no es, necesariamente, ser perfeccionistas. Ser perfectos
significa ser capaces de llevar hasta el final, hasta todas las consecuencias
el amor que Dios ha depositado en nuestro corazón. Ser perfecto no es terminar
todas las cosas hasta el último detalle; ser perfecto es amar sin ninguna
medida, sin ningún límite, llegar hasta el final consigo mismo en el amor.
Para todos nosotros, que tenemos una vocación cristiana dentro de la Iglesia,
se nos presenta el interrogante de si estamos siendo perfeccionistas o perfectos;
si estamos llegando hasta el final o estamos calculando; si estamos amando a
los que nos aman o estamos entregándonos a costa de nosotros mismos.
Estas preguntas, que en nuestro corazón tenemos que atrevernos a hacer, son las
preguntas que nos llevan a la felicidad y a corresponder a Dios como Padre
nuestro, y, por el contrario, son preguntas que, si no las respondemos
adecuadamente, nos llevan a la frustración interior, a la amargura interior;
nos llevan a un amor partido y, por lo tanto, a un amor que no satisface el
alma.
Pidámosle a Jesucristo que nos ayude a no fragmentar nuestro corazón, que nos
ayude a no calcular nuestra entrega, que nos ayude a no ponernos a nosotros
mismos como prioridad fundamental de nuestro don a los demás. Que nuestra única
meta sea la de ser perfectos, es decir, la de amar como Cristo nos ama a
nosotros.
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