CUANDO LAS LEYES INICUAS PONEN EN MARCHA TODA SU INIQUIDAD, EL OBJETOR DE CONCIENCIA PASA A SER MAL VISTO
Acaban de emitir los obispos españoles una nota doctrinal en
la que muy atinadamente denuncian una ofensiva legislativa fundada «en
principios antropológicos que absolutizan la voluntad humana, o en ideologías
que no reconocen la naturaleza del ser humano», otorgando «nuevos derechos» que en realidad no son sino «la manifestación de deseos subjetivos». Pero,
tras un diagnóstico tan certero de la situación presente, los obispos vuelven a
anclarse en la defensa de un «derecho a la
objeción de conciencia» que esta ofensiva legislativa
proyecta eliminar o restringir muy severamente.
Ante el fenómeno rampante de la
secularización, la Iglesia optó por replegarse en ámbitos cada vez
más reducidos: frente a un Estado que evacuaba leyes lesivas del bien
común, pensó que podía oponer una sociedad mayoritariamente católica;
luego, cuando esa sociedad dejó de ser mayoritariamente católica, pensó que
podía formar familias que fuesen baluartes frente a la secularización; cuando
ese baluarte empezó a ser desmigajado, pensó que la conciencia personal era el
último reducto inexpugnable. No negaremos que, mientras las leyes
inicuas simulaban hipócritamente y no se atrevían a proclamar como derechos
inatacables las aberraciones que exaltaban, la objeción de conciencia fuese una
medida tácticamente eficaz (aunque, desde luego, completamente antipolítica,
pues defendiendo el bien particular del objetor
‘privatiza’ la verdad y borra la noción de bien común); pero en la época
presente, en que las aberraciones son encumbradas como derechos inatacables, la
objeción de conciencia se torna por completo ineficaz. Y torna
odiosos a quienes la invocan, pues entretanto esas aberraciones son percibidas como
actos moralmente intachables, incluso como ‘obras de misericordia’, por
una mayoría social.
Al borrar la noción de bien
común, la conciencia deja de ser un juicio interior que realizamos a partir de
un discernimiento objetivo sobre el bien y el mal, la verdad y el error. Y se
convierte en un instinto o ‘sentimiento individual’,
una especie de mecanismo exculpatorio a través
del cual justificamos el ejercicio de nuestra voluntad; una especie
de ‘derecho a actuar según nuestra propia
conveniencia’, disfrazado de coartadas ternuristas. Puesto que ya no
existe el bien común como categoría nítida, el bien se convierte en la mera
realización de nuestra voluntad individual; y toda realización de la voluntad
individual se torna necesariamente buena. Siempre, por supuesto, que no dificulte
o impida la realización de otras voluntades individuales. De ahí que la nueva
ofensiva legislativa se disponga a conculcar la objeción de conciencia, tan
pronto como tenga la certeza de contar con una mayoría de ‘conciencias’ que la repudian (y ese momento está
a punto de llegar, si es que no ha llegado ya). De ahí que sea tan necesario
alumbrar las conciencias arrasadas y restaurar la
noción de bien común, que sólo se salvaguarda con leyes que disciernan el bien
y el mal, la verdad y el error.
Publicado en ABC.
Por: Juan Manuel de
Prada
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