Un día como hoy –cuando el mundo aguarda la consagración que el Papa Francisco hará de Rusia y Ucrania al Inmaculado Corazón de María– en la Solemnidad de la Anunciación del Señor de 1987, el Papa San Juan Pablo II publicó su encíclica Redemptoris Mater (La Madre del Redentor), sobre la “bienaventurada Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina”.
“La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el
plan de la salvación, porque ‘al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se
hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva”, escribió el Papa peregrino al inicio de su encíclica publicada el 25 de marzo
de 1987, hace 35 años.
San Juan Pablo II explicó que escribió su encíclica mariana motivado por
la perspectiva del año dos mil, en el que “el Jubileo
bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo tiempo,
nuestra mirada hacia su Madre”.
El documento pontificio está dividido en tres partes: María en el Misterio de Cristo, La Madre de Dios en el
centro de la Iglesia Peregrina; y Mediación Materna.
Entre otros puntos, San Juan Pablo II resalta el papel crucial de la
Virgen María en la vida de la Iglesia y el mundo; a partir de las reflexiones
que hizo sobre ella el Concilio Vaticano II, el evento más importante de la
historia eclesial en el siglo XX.
Pese a haber sido escrita hace 35 años, la encíclica mariana aún
conserva toda su actualidad.
“En este tiempo de vela María, por medio de la
misma fe que la hizo bienaventurada especialmente desde el momento de la
anunciación, está presente en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce en el
mundo el Reino de su Hijo”, escribió
el Papa polaco.
“Esta presencia de María encuentra múltiples medios
de expresión en nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la
Iglesia".
"Posee también un amplio radio de acción; por
medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las
familias cristianas o ‘iglesias domésticas’, de las comunidades parroquiales y
misioneras, de los institutos religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza
atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no
solo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y
continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada
porque ha creído; es la primera entre los creyentes y por esto se ha
convertido en Madre del Emmanuel”.
San Juan Pablo II destacó que “este es el
mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos,
al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de
tantos templos que en Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo
largo de los siglos”.
“Este es el mensaje de los centros como Guadalupe,
Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas
naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna
Gora”, en Polonia.
El Papa peregrino resaltó que “tal vez se
podría hablar de una específica a ‘geografía’ de la fe y de la piedad mariana,
que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el
cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la
materna presencia de ‘la que ha creído’, la consolidación de la propia fe”.
En efecto, “en la fe de María, ya en la
anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto a abrir por parte
del hombre aquel espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos
‘con toda clase de bendiciones espirituales’: el espacio ‘de la nueva y eterna
Alianza’”.
“Este espacio –aseguró
San Juan Pablo II– subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como ‘un sacramento de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano’”.
San Juan Pablo II fue un gran enamorado de la Virgen María, a quien le
dedicó su lema pontificio: Totus Tuus (Todo tuyo).
Además, el Papa peregrino siempre agradeció a la Virgen María, en su
advocación de Fátima, por haber sobrevivido al atentado que sufrió el 13 de
mayo de 1981 en la Plaza de San Pedro.
(A continuación completo)
REDEMPTORIS
MATER
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Sobre la Bienaventurada Virgen María en la Vida de
la Iglesia peregrina.
1987.03.25
BENDICIÓN
Venerables Hermanos, amadísimos hijos e hijas: ¡Salud
y Bendición Apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. La Madre del Redentor tiene un
lugar preciso en el plan de la salvación, porque «al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación
adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4-6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita
al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María,1 deseo
iniciar también mi reflexión sobre el significado que María tiene en el
misterio de Cristo y sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la
Iglesia. Pues, son palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la
misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor,
nuestra filiación divina, en el misterio de la « plenitud de los tiempos ».2
Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el
cual el Padre envió a su Hijo « para que todo el que crea en él no perezca sino
que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el momento feliz en el
que «la Palabra que estaba con Dios... se hizo carne, y puso su morada entre
nosotros» (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala
el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de
gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de
Cristo. Esta plenitud define el instante en el que, por la entrada del eterno
en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del misterio de Cristo,
se convierte definitivamente en « tiempo de salvación ». Designa, finalmente,
el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la
Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio,3 ya que en la Concepción
inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia
salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra
unidos indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y su Cabeza y a
la que, pronunciando el primer fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición
de esposa y madre.
2. La Iglesia, confortada por la
presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20), camina en el tiempo hacia la consumación
de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en este camino —deseo
destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por
la Virgen María, que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente
la unión con su Hijo hasta la Cruz».4 Tomo estas palabras tan densas y
evocadoras de la Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una
síntesis eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de
Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima y como su figura en la fe,
en la esperanza y en la caridad.
Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a
hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi Matri y
más tarde en las Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus 5
los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre de
Cristo recibe en la Iglesia, así como las diferentes formas de devoción mariana
—litúrgicas, populares y privadas— correspondientes al espíritu de la fe.
3. La circunstancia que ahora me
empuja a volver sobre este tema es la perspectiva del año dos mil, ya cercano,
en el que el Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo
tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años se han alzado varias
voces para exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un
análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de María.
En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto
cronológico para fijar la fecha del nacimiento de María, es constante por parte
de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de Cristo en el
horizonte de la historia de la salvación.6 Es un hecho que, mientras se
acercaba definitivamente « la plenitud de los tiempos », o sea el
acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la
eternidad para ser su Madre ya existía en la tierra. Este « preceder » suyo a
la venida de Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento. Por
consiguiente, si los años que se acercan a la conclusión del segundo Milenio
después de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua
espera histórica del Salvador, es plenamente comprensible que en este período
deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la « noche » de la espera
de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera « estrella de la mañana
» (Stella matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la « aurora »
precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha
precedido la venida del Salvador, la salida del « sol de justicia » en la
historia del género humano.7
Su presencia en medio de Israel —tan discreta que pasó casi inobservada
a los ojos de sus contemporáneos— resplandecía claramente ante el Eterno, el
cual había asociado a esta escondida « hija de Sión » (cf. So 3, 14; Za 2, 14)
al plan salvífico que abarcaba toda la historia de la humanidad. Con razón
pues, al término del segundo Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos cómo
el plan providencial de la Santísima Trinidad sea la realidad central de la
revelación y de la fe, sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia
singular de la Madre de Cristo en la historia, especialmente durante estos
últimos años anteriores al dos mil.
4. Nos prepara a esto el Concilio
Vaticano II, presentando en su magisterio a la Madre de Dios en el misterio de
Cristo y de la Iglesia. En efecto, si es verdad que «el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» —como proclama el mismo
Concilio 8—, es necesario aplicar este principio de modo muy particular a
aquella excepcional «hija de las generaciones humanas», a aquella «mujer»
extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo. Sólo en el misterio de Cristo
se esclarece plenamente su misterio. Así, por lo demás, ha intentado leerlo la
Iglesia desde el comienzo. El misterio de la Encarnación le ha permitido
penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo
encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso
(a. 431) durante el cual, con gran gozo de los cristianos, la verdad sobre la
maternidad divina de María fue confirmada solemnemente como verdad de fe de la
Iglesia. María es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del Espíritu
Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios
consubstancial al Padre.9 «El Hijo de Dios... nacido de la Virgen María... se
hizo verdaderamente uno de los nuestros...»,10 se hizo hombre. Así pues,
mediante el misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia
resplandece plenamente el misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la
maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia
como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente
en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.
5. El Concilio Vaticano II,
presentando a María en el misterio de Cristo, encuentra también, de este modo,
el camino para profundizar en el conocimiento del misterio de la Iglesia. En
efecto, María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la
Iglesia, «que el Señor constituyó como su Cuerpo».11 El texto conciliar acerca
significativamente esta verdad sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo (según la
enseñanza de las Cartas paulinas) a la verdad de que el Hijo de Dios «por obra
del Espíritu Santo nació de María Virgen». La realidad de la Encarnación
encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo. Y
no puede pensarse en la realidad misma de la Encarnación sin hacer referencia a
María, Madre del Verbo encarnado.
En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre
todo a aquella «peregrinación de la fe», en la que «la Santísima Virgen avanzó»,
manteniendo fielmente su unión con Cristo.12 De esta manera aquel doble
vínculo, que une la Madre de Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere un
significado histórico. No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen Madre,
de su personal camino de fe y de la «parte mejor» que ella tiene en el misterio
de la salvación, sino además de la historia de todo el Pueblo de Dios, de todos
los que toman parte en la misma peregrinación de la fe.
Esto lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María «precedió»,
convirtiéndose en «tipo de la Iglesia... en el orden de la fe, de la caridad y de
la perfecta unión con Cristo».13 Este «preceder» suyo como tipo, o modelo, se
refiere al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual realiza su misión
salvífica uniendo en sí —como María— las cualidades de madre y virgen. Es
virgen que «guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo» y que «se
hace también madre ... pues... engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios».14
6. Todo esto se realiza en un gran
proceso histórico y, por así decir, « en un camino». La peregrinación de la fe
indica la historia interior, es decir la historia de las almas. Pero ésta es
también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a la
transitoriedad y comprendidos en la dimensión de la historia. En las siguientes
reflexiones deseamos concentrarnos ante todo en la fase actual, que de por sí
no es aún historia, y sin embargo la plasma sin cesar, incluso en el sentido de
historia de la salvación. Aquí se abre un amplio espacio, dentro del cual la
bienaventurada Virgen María sigue «precediendo» al Pueblo de Dios. Su
excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante
para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y
naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. De veras es difícil
abarcar y medir su radio de acción.
El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento
escatológico de la Iglesia: «La Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la
perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27)» y al
mismo tiempo que «los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece
como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos».15 La
peregrinación de la fe ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada
junto al Hijo en los cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la
visión «cara a cara» (1 Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en este
cumplimiento escatológico no deja de ser la «Estrella del mar» (Maris Stella)
16 para todos los que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los ojos hacia
ella en los diversos lugares de la existencia terrena lo hacen porque ella «dio
a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf.
Rom 8, 29)»,17 y también porque a la «generación y educación» de estos hermanos
y hermanas «coopera con amor materno».18
I PARTE - MARÍA EN EL
MISTERIO DE CRISTO
1. LLENA DE GRACIA
7. «Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3). Estas palabras de la Carta a
los Efesios revelan el eterno designio de Dios Padre, su plan de salvación del
hombre en Cristo. Es un plan universal, que comprende a todos los hombres
creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26). Todos, así como están
incluidos « al comienzo » en la obra creadora de Dios, también están incluidos
eternamente en el plan divino de la salvación, que se debe revelar
completamente, en la « plenitud de los tiempos », con la venida de Cristo. En
efecto, Dios, que es «Padre de nuestro Señor Jesucristo, —son las palabras sucesivas
de la misma Carta— «nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para
ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano
para ser sus «hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de
su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en
el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los
delitos, según la riqueza de su gracia» (Ef 1, 4-7).
El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con
la venida de Cristo, es eterno. Está también —según la enseñanza contenida en
aquella Carta y en otras Cartas paulinas— eternamente unido a Cristo. Abarca a
todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la « mujer » que es la
Madre de aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación.19 Como
escribe el Concilio Vaticano II, « ella misma es insinuada proféticamente en la
promesa dada a nuestros primeros padres caídos en pecado », según el libro del
Génesis (cf. 3, 15). « Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a
luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel », según las palabras de Isaías (cf. 7,
14).20 De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella « plenitud de los
tiempos », en que Dios « envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que
recibiéramos la filiación adoptiva ». La venida del Hijo de Dios al mundo es el
acontecimiento narrado en los primeros capítulos de los Evangelios según Lucas
y Mateo.
8. María es introducida
definitivamente en el misterio de Cristo a través de este acontecimiento: la
anunciación del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la
historia de Israel, el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios. El
mensajero divino dice a la Virgen: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo » (Lc 1, 28). María « se conturbó por estas palabras, y discurría qué
significaría aquel saludo » (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas
extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión « llena de gracia »
(Kejaritoméne).21
Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente
sobre la expresión « llena de gracia », podemos encontrar una verificación
significativa precisamente en el pasaje anteriormente citado de la Carta a los
Efesios. Si, después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret
es llamada también « bendita entre las mujeres » (cf. Lc 1, 42), esto se
explica por aquella bendición de la que « Dios Padre » nos ha colmado « en los
cielos, en Cristo ». Es una bendición espiritual, que se refiere a todos los
hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad (« toda bendición »),
que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre el Hijo
consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra de
Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos
los hombres. Sin embargo, esta bendición se refiere a María de modo especial y
excepcional; en efecto, fue saludada por Isabel como « bendita entre las
mujeres ».
La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta « hija de
Sión » se ha manifestado, en cierto sentido, toda la « gloria de su gracia »,
aquella con la que el Padre « nos agració en el Amado ». El mensajero saluda,
en efecto, a María como « llena de gracia »; la llama así, como si éste fuera
su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio
en el registro civil: « Miryam » (María), sino con este nombre nuevo: «llena de
gracia ». ¿Qué significa este nombre? ¿Por qué el arcángel llama así a la
Virgen de Nazaret?
En el lenguaje de la Biblia « gracia » significa un don especial que,
según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios
mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor es la elección,
de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte de Dios esta elección es la
eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma
vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida
sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del
hombre, es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma
como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los
elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella
bendición del hombre « con toda clase de bendiciones espirituales », aquel «
ser sus hijos adoptivos... en Cristo » o sea en aquel que es eternamente el «
Amado » del Padre.
Cuando leemos que el mensajero dice a María « llena de gracia », el
contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos
da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las «
bendiciones espirituales en Cristo ». En el misterio de Cristo María está
presente ya « antes de la creación del mundo » como aquella que el Padre « ha
elegido » como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha
elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está
unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es
amada en este «Amado» eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el
que se concentra toda « la gloria de la gracia ». A la vez, ella está y sigue
abierta perfectamente a este « donde lo alto » (cf. St 1, 17). Como enseña el
Concilio, María « sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él
esperan con confianza la salvación ».22
9. Si el saludo y el nombre « llena
de gracia » significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se
refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al
mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se
beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si
esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos
de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la
destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres,
la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad
y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.
El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado
gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a
quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo
» (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario,
pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel
la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice:
« El Espíritu Santo vendrá sobre ti yel poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc
1, 35).
Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la
Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse
salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la
creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación
uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones
de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es « llena de gracia »,
porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la
naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio,
María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el
sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con
mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas ».23
10. La Carta a los Efesios, al
hablar de la « historia de la gracia » que « Dios Padre ... nos agració en el
Amado », añade: « En él tenemos por medio de su sangre la redención » (Ef 1,
7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta «
gloria de la gracia » se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que
ha sido redimida « de un modo eminente ».24 En virtud de la riqueza de la
gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo,
María ha sido preservada de la herencia del pecado original.25 De esta manera,
desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de
Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que
tiene su inicio en el « Amado », el Hijo del eterno Padre, que mediante la
Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu
Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza
divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre,
en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla « madre
de su Progenitor » 26 y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone
en boca de San Bernardo: « hija de tu Hijo ».27 Y dado que esta « nueva vida »
María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y,
por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el
ángel la llama « llena de gracia ».
11. En el designio salvífico de la
Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante
de la promesa hecha por Dios a los hombres, después del pecado original,
después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del
hombre en la tierra (cf. Gén 3, 15). Viene al mundo un Hijo, el « linaje de la
mujer » que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: « aplastará la cabeza
de la serpiente ». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria
del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la
historia humana. « La enemistad », anunciada al comienzo, es confirmada en el
Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde
vuelve de nuevo la señal de la « mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap 12,
1).
María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de
aquella « enemistad », de aquella lucha que acompaña la historia de la
humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. En este lugar ella,
que pertenece a los « humildes y pobres del Señor », lleva en sí, como ningún
otro entre los seres humanos, aquella « gloria de la gracia » que el Padre «
nos agració en el Amado », y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y
belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la
humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte
de Dios, de la que habla la Carta paulina: « Nos ha elegido en él (Cristo) antes
de la fundación del mundo,... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos
adoptivos » (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del
mal y del pecado, de toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada la
historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza
segura.
2. FELIZ LA QUE HA
CREÍDO
12. Poco después de la narración de
la anunciación, el evangelista Lucas nos guía tras los pasos de la Virgen de
Nazaret hacia « una ciudad de Judá » (Lc 1, 39). Según los estudiosos esta
ciudad debería ser la actual Ain-Karim, situada entre las montañas, no distante
de Jerusalén. María llegó allí « con prontitud » para visitar a Isabel su
pariente. El motivo de la visita se halla también en el hecho de que, durante
la anunciación, Gabriel había nombrado de modo significativo a Isabel, que en
edad avanzada había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de
Dios: « Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y
este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es
imposible a Dios »(Lc 1, 36-37). El mensajero divino se había referido a cuanto
había acontecido en Isabel, para responder a la pregunta de María: « ¿Cómo será
esto, puesto que no conozco varón? » (Lc 1, 34). Esto sucederá precisamente por
el « poder del Altísimo », como y más aún que en el caso de Isabel.
Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su
pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de
gozo al niño en su seno, « llena de Espíritu Santo », a su vez saluda a María
en alta voz: « Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno »
(cf. Lc 1, 40-42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría
posteriormente en el Ave María, como una continuación del saludo del ángel,
convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero
más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue:
« ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? »(Lc 1, 43). Isabel da
testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor,
la Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel
lleva en su seno: « saltó de gozo el niño en su seno » (Lc 1, 44). EL niño es
el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará en Jesús al Mesías.
En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin
embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al final: «¡Feliz la
que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del
Señor! » (Lc 1, 45).28 Estas palabras se pueden poner junto al apelativo «
llena de gracia » del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido
mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar
realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque « ha creído ».
La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo;
la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen
de Nazaret ha respondido a este don.
13. « Cuando Dios revela hay que
prestarle la obediencia de la fe » (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6),
por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el
Concilio.29 Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en
María. El momento « decisivo » fue la anunciación, y las mismas palabras de
Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren en primer lugar a este
instante.30
En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios
completamente, manifestando « la obediencia de la fe » a aquel que le hablaba a
través de su mensajero y prestando « el homenaje del entendimiento y de la
voluntad ».31 Ha respondido, por tanto, con todo su « yo » humano, femenino, y
en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con « la
gracia de Dios que previene y socorre » y una disponibilidad perfecta a la
acción del Espíritu Santo, que, « perfecciona constantemente la fe por medio de
sus dones ».32
La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería
a ella misma « vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo » (Lc 1,
31). Acogiendo este anuncio, María se convertiría en la « Madre del Señor » y
en ella se realizaría el misterio divino de la Encarnación: « El Padre de las
misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de
la Madre predestinada ».33 Y María da este consentimiento, después de haber
escuchado todas las palabras del mensajero. Dice: « He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38). Este fiat de María —« hágase
en mí »— ha decidido, desde el punto de vista humano, la realización del
misterio divino. Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo que,
según la Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: « Sacrificio y
oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... He aquí que vengo ... a
hacer, oh Dios, tu voluntad » (Hb 10, 5-7). El misterio de la Encarnación se ha
realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su fiat: « hágase en mí
según tu palabra », haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el
designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado
este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas
y « se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a
la obra de su Hijo ».34 Y este Hijo —como enseñan los Padres— lo ha concebido
en la mente antes que en el seno: precisamente por medio de la fe.35
Justamente, por ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor! ». Estas
palabras ya se han realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la
casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento
gozoso de Isabel: « ¿de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? ».
14. Por lo tanto, la fe de María
puede parangonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol « nuestro
padre en la fe » (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la revelación
divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de
María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham «
esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones »
(cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber
manifestado su condición de virgen (« ¿cómo será esto, puesto que no conozco
varón? »), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se
convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: « el
que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).
Sin embargo las palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » no se
aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la
anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de
Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su « camino
hacia Dios », todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y
realmente heroico —es más, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará
la « obediencia » profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y
esta « obediencia de la fe » por parte de María a lo largo de todo su camino
tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del
Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y
maternal, « esperando contra esperanza, creyó ». De modo especial a lo largo de
algunas etapas de este camino la bendición concedida a « la que ha creído » se
revelará con particular evidencia. Creer quiere decir « abandonarse » en la
verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo
humildemente « ¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!
» (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha
encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos « inescrutables
caminos » y de los « insondables designios » de Dios, se conforma a ellos en la
penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está
dispuesto en el designio divino.
15. María, cuando en la anunciación
siente hablar del Hijo del que será madre y al que « pondrá por nombre Jesús »
(Salvador), llega a conocer también que a el mismo « el Señor Dios le dará el
trono de David, su padre » y que « reinará sobre la casa de Jacob por los
siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33) En esta dirección se encaminaba
la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe ser « grande
», e incluso el mensajero celestial anuncia que « será grande », grande tanto
por el nombre de Hijo del Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo
tanto, debe ser rey, debe reinar « en la casa de Jacob ». María ha crecido en
medio de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de la
anunciación ¿qué significado preciso tenían las palabras del ángel? ¿Cómo
conviene entender aquel « reino » que no « tendrá fin »?
Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del «
Mesías-rey », sin embargo responde: « He aquí la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra » (Lc 1, 38 ). Desde el primer momento, María profesa sobre
todo « la obediencia de la fe », abandonándose al significado que, a las
palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.
16. Siempre a través de este camino
de la « obediencia de la fe » María oye algo más tarde otras palabras; las
pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del
nacimiento de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José «
llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor » (Lc 2, 22) El
nacimiento se había dado en una situación de extrema pobreza. Sabemos, pues,
por Lucas que, con ocasión del censo de la población ordenado por las
autoridades romanas, María se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado
« sitio en el alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo y «le acostó en
un pesebre » (cf. Lc 2, 7).
Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del «
itinerario » de la fe de María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo
(cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la anunciación. Leemos, en efecto,
que « tomó en brazos » al niño, al que —según la orden del ángel— « se le dio
el nombre de Jesús » (cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón es conforme al
significado de este nombre, que quiere decir Salvador: « Dios es la salvación
». Vuelto al Señor, dice lo siguiente: « Porque han visto mis ojos tu
salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 30-32). Al mismo
tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: « Este está
puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de
contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos
corazones »; y añade con referencia directa a María: « y a ti misma una espada
te atravesará el alma (Lc 2, 34-35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al
anuncio que María ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es « luz para
iluminar » a los hombres. ¿No es aquel que se manifestó, en cierto modo, en la
Nochebuena, cuando los pastores fueron al establo? ¿No es aquel que debía
manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del Oriente? (cf. Mt 2,
1-12). Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de
María —y con él su Madre— experimentarán en sí mismos la verdad de las
restantes palabras de Simeón: « Señal de contradicción » (Lc 2, 34). El anuncio
de Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la
concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en
la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en
el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela
también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del
Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa. En efecto,
después de la visita de los Magos, después de su homenaje (« postrándose le
adoraron »), después de ofrecer unos dones (cf. Mt 2, 11), María con el niño
debe huir a Egipto bajo la protección diligente de José, porque « Herodes
buscaba al niño para matarlo » (cf. Mt 2, 13). Y hasta la muerte de Herodes
tendrán que permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15).
17. Después de la muerte de Herodes,
cuando la sagrada familia regresa a Nazaret, comienza el largo período de la
vida oculta. La que « ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas
de parte del Señor » (Lc 1, 45) vive cada día el contenido de estas palabras.
Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre Jesús; por
consiguiente, en la relación con él usa ciertamente este nombre, que por lo
demás no podía maravillar a nadie, usándose desde hacía mucho tiempo en Israel.
Sin embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús ha sido llamado por
el ángel « Hijo del Altísimo » (cf. Lc 1, 32). María sabe que lo ha concebido y
dado a luz « sin conocer varón », por obra del Espíritu Santo, con el poder del
Altísimo que ha extendido su sombra sobre ella (cf. Lc 1, 35), así como la nube
velaba la presencia de Dios en tiempos de Moisés y de los padres (cf. Ex 24,
16; 40, 34-35; 1 Rom 8, 10-12). Por lo tanto, María sabe que el Hijo dado a luz
virginalmente, es precisamente aquel « Santo », el « Hijo de Dios », del que le
ha hablado el ángel.
A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la
vida de María está « oculta con Cristo en Dios » (cf. Col 3, 3), por medio de
la fe. Pues la fe es un contacto con el misterio de Dios. María constantemente
y diariamente está en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho
hombre, misterio que supera todo lo que ha sido revelado en la Antigua Alianza.
Desde el momento de la anunciación, la mente de la Virgen-Madre ha sido
introducida en la radical « novedad » de la autorrevelación de Dios y ha tomado
conciencia del misterio. Es la primera de aquellos « pequeños », de los que
Jesús dirá: « Padre... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se
las has revelado a pequeños » (Mt 11, 25). Pues « nadie conoce bien al Hijo
sino el Padre » (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María « conocer al Hijo »?
Ciertamente no lo conoce como el Padre; sin embargo, es la primera entre
aquellos a quienes el Padre « lo ha querido revelar » (cf. Mt 11, 26-27; 1 Cor
2, 11). Pero si desde el momento de la anunciación le ha sido revelado el Hijo,
que sólo el Padre conoce plenamente, como aquel que lo engendra en el eterno «
hoy » (cf. Sal 2, 7), María, la Madre, está en contacto con la verdad de su
Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque «
ha creído » y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del
período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en
Nazaret, donde « vivía sujeto a ellos » (Lc 2, 51): sujeto a María y también a
José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo
de María era considerado también por las gentes como « el hijo del carpintero »
(Mt 13, 55).
La Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido
dicho en la anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la
radical « novedad » de la fe: el inicio de la Nueva Alianza. Esto es el
comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil,
pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una
especie de a noche de la fe » —usando una expresión de San Juan de la Cruz—,
como un « velo » a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en
intimidad con el misterio.36 Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario
de fe, a medida que Jesús « progresaba en sabiduría ... en gracia ante Dios y
ante los hombres » (Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los
hombres la predilección que Dios sentía por él. La primera entre estas
criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo era María, que con José
vivía en la casa de Nazaret.
Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la
Madre: « ¿por qué has hecho esto? », Jesús, que tenía doce años, responde « ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? », y el evangelista añade: «
Pero ellos (José y María) no comprendieron la respuesta que les dio » (Lc 2,
48-50) Por lo tanto, Jesús tenía conciencia de que « nadie conoce bien al Hijo
sino el Padre » (cf. Mt 11, 27), tanto que aun aquella, a la cual había sido
revelado más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía
en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado
del hijo, bajo un mismo techo y « manteniendo fielmente la unión con su Hijo »,
« avanzaba en la peregrinación de la fe »,como subraya el Concilio.37 Y así
sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (cf. Mc 3, 21,35); de donde,
día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la
visitación: « Feliz la que ha creído ».
18. Esta bendición alcanza su pleno
significado, cuando María está junto a la Cruz de su Hijo (cf. Jn 19, 25). El
Concilio afirma que esto sucedió « no sin designio divino »: « se condolió
vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su
sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por
Ella misma »; de este modo María « mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta
la Cruz »: 38 la unión por medio de la fe, la misma fe con la que había acogido
la revelación del ángel en el momento de la anunciación. Entonces había
escuchado las palabras: « El será grande... el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin » (Lc 1, 32-33).
Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente
hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre
aquel madero como un condenado. « Despreciable y desecho de hombres, varón de
dolores... despreciable y no le tuvimos en cuenta »: casi anonadado (cf. Is 53,
35) ¡Cuán grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de la fe
demostrada por María ante los « insondables designios » de Dios! ¡Cómo se «
abandona en Dios » sin reservas, « prestando el homenaje del entendimiento y de
la voluntad » 39 a aquel, cuyos « caminos son inescrutables »! (cf. Rom 11,
33). Y a la vez ¡cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan
penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!
Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento.
En efecto, « Cristo,... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres »; concretamente en el Gólgota « se humilló
a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz » (cf. Flp 2, 5-8). A
los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio
de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda « kénosis » de la fe en
la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte
del Hijo, en su muerte redentora; pero a diferencia de la de los discípulos que
huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús en el Gólgota, a través de la
Cruz, ha confirmado definitivamente ser el « signo de contradicción », predicho
por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas por él a
María: « ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! ».40
19. ¡Sí, verdaderamente « feliz la
que ha creído »! Estas palabras, pronunciadas por Isabel después de la
anunciación, aquí, a los pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia
suprema y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es
decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende el
radio de acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición de fe. Se
remonta « hasta el comienzo » y, como participación en el sacrificio de Cristo,
nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte en el contrapeso de la
desobediencia y de la incredulidad contenida en el pecado de los primeros
padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y, de modo especial, San Ireneo,
citado por la Constitución Lumen gentium: « El nudo de la desobediencia de Eva
fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la
incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe »,41 A la luz de esta
comparación con Eva los Padres —como recuerda todavía el Concilio— llaman a
María « Madre de los vivientes » y afirman a menudo: a la muerte vino por Eva,
por María la vida ».42
Con razón, pues, en la expresión « feliz la que ha creído » podemos
encontrar como una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a la que
el ángel ha saludado como « llena de gracia ». Si como a llena de gracia » ha
estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en
partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: « avanzó en la
peregrinación de la fe » y al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y
eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de Cristo. Y sigue haciéndolo
todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres. Así,
mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.
3. AHÍ TIENES A TU
MADRE
20. El evangelio de Lucas recoge el
momento en el que « alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo,
dirigiéndose a Jesús: « ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te
criaron! » (Lc 11, 27). Estas palabras constituían una alabanza para María como
madre de Jesús, según la carne. La Madre de Jesús quizás no era conocida
personalmente por esta mujer. En efecto, cuando Jesús comenzó su actividad
mesiánica, María no le acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret. Se diría
que las palabras de aquella mujer desconocida le hayan hecho salir, en cierto
modo, de su escondimiento.
A través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la mente de la
muchedumbre, al menos por un instante, el evangelio de la infancia de Jesús. Es
el evangelio en que María está presente como la madre que concibe a Jesús en su
seno, le da a luz y le amamanta maternalmente: la madre-nodriza, a la que se
refiere aquella mujer del pueblo. Gracias a esta maternidad Jesús —Hijo del
Altísimo (cf. Lc 1, 32)— es un verdadero hijo del hombre. Es «carne », como
todo hombre: es « el Verbo (que) se hizo carne » (cf. Jn 1, 14). Es carne y
sangre de María.43
Pero a la bendición proclamada por aquella mujer respecto a su madre
según la carne, Jesús responde de manera significativa: « Dichosos más bien los
que oyen la Palabra de Dios y la guardan » (cf. Lc 11, 28). Quiere quitar la
atención de la maternidad entendida sólo como un vínculo de la carne, para
orientarla hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la
escucha y en la observancia de la palabra de Dios.
El mismo paso a la esfera de los valores espirituales se delinea aún más
claramente en otra respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos. Al
ser anunciado a Jesús que su « madre y sus hermanos están fuera y quieren verle
», responde: « Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios
y la cumplen » (cf. Lc 8, 20-21). Esto dijo « mirando en torno a los que
estaban sentados en corro », como leemos en Marcos (3, 34) o, según Mateo (12,
49) « extendiendo su mano hacia sus discípulos».
Estas expresiones parecen estar en la línea de lo que Jesús, a la edad
de doce años, respondió a María y a José, al ser encontrado después de tres
días en el templo de Jerusalén.
Así pues, cuando Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo a su vida
pública en Palestina, ya estaba completa y exclusivamente « ocupado en las
cosas del Padre » (cf. Lc 2, 49). Anunciaba el Reino: « Reino de Dios » y «
cosas del Padre », que dan también una dimensión nueva y un sentido nuevo a
todo lo que es humano y, por tanto, a toda relación humana, respecto a las
finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión nueva un
vínculo, como el de la « fraternidad », significa también una cosa distinta de
la « fraternidad según la carne », que deriva del origen común de los mismos
padres. Y aun la « maternidad », en la dimensión del reino de Dios, en la
esfera de la paternidad de Dios mismo, adquiere un significado diverso. Con las
palabras recogidas por Lucas Jesús enseña precisamente este nuevo sentido de la
maternidad.
¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere
tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si
así puede parecer en base al significado de aquellas palabras, se debe
constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que Jesús
habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo
especialísimo. ¿No es tal vez María la primera entre «aquellos que escuchan la
Palabra de Dios y la cumplen »? Y por consiguiente ¿no se refiere sobre todo a
ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la
mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición por el hecho de haber
sido para Jesús Madre según la carne (« ¡Dichoso el seno que te llevó y los
pechos que te criaron! »), pero también y sobre todo porque ya en el instante
de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído, porque fue
obediente a Dios, porque « guardaba » la palabra y « la conservaba
cuidadosamente en su corazón » (cf. Lc 1, 38.45; 2, 19. 51 ) y la cumplía
totalmente en su vida. Podemos afirmar, por lo tanto, que el elogio pronunciado
por Jesús no se contrapone, a pesar de las apariencias, al formulado por la
mujer desconocida, sino que viene a coincidir con ella en la persona de esta
Madre-Virgen, que se ha llamado solamente « esclava del Señor » (Lc 1, 38).
Sies cierto que « todas las generaciones la llamarán bienaventurada » (cf. Lc
1, 48), se puede decir que aquella mujer anónima ha sido la primera en
confirmar inconscientemente aquel versículo profético del Magníficat de María y
dar comienzo al Magníficat de los siglos.
Si por medio de la fe María se ha convertido en la Madre del Hijo que le
ha sido dado por el Padre con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra
su virginidad, en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la
maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede afirmar
que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea
desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era
« la que ha creído ». A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su
espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a
aquella « novedad »de la maternidad, que debía constituir su « papel » junto al
Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: « He aquí la esclava del Señor; hágase
en mí según tu palabra »? (Lc 1, 38). Por medio de la fe María seguía oyendo y
meditando aquella palabra, en la que se hacía cada vez más transparente, de un
modo « que excede todo conocimiento » (Ef 3, 19), la autorrevelación del Dios
viviente. María madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera « discípula
» de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: « Sígueme » antes aún de
dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43).
21. Bajo este punto de vista, es
particularmente significativo el texto del Evangelio de Juan, que nos presenta
a María en las bodas de Caná. María aparece allí como Madre de Jesús al
comienzo de su vida pública: « Se celebraba una boda en Caná de Galilea y
estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus
discípulos (Jn 2, 1-2). Según el texto resultaría que Jesús y sus discípulos
fueron invitados junto con María, dada su presencia en aquella fiesta: el Hijo
parece que fue invitado en razón de la madre. Es conocida la continuación de
los acontecimientos concatenados con aquella invitación, aquel « comienzo de
las señales » hechas por Jesús —el agua convertida en vino—, que hace decir al
evangelista: Jesús « manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos » (Jn
2, 11).
María está presente en Caná de Galilea como Madre de Jesús, y de modo
significativo contribuye a aquel « comienzo de las señales », que revelan el
poder mesiánico de su Hijo. He aquí que: « como faltaba vino, le dice a Jesús
su Madre: "no tienen vino". Jesús le responde: « ¿Qué tengo yo
contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora » (Jn 2, 3-4). En el Evangelio de
Juan aquella « hora » significa el momento determinado por el Padre, en el que
el Hijo realiza su obra y debe ser glorificado (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23.
27; 13, 1; 17, 1; 19, 27). Aunque la respuesta de Jesús a su madre parezca como
un rechazo (sobre todo si se mira, más que a la pregunta, a aquella decidida
afirmación: « Todavía no ha llegado mi hora »), a pesar de esto María se dirige
a los criados y les dice: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Entonces Jesús
ordena a los criados llenar de agua las tinajas, y el agua se convierte en
vino, mejor del que se había servido antes a los invitados al banquete nupcial.
¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo
explorar el misterio de su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho es
elocuente. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad
la nueva dimensión, el nuevo sentido de la maternidad de María. Tiene un
significado que no está contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en
los diferentes episodios citados por los Sinópticos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt
12, 46-50; Mc 3, 31-35). En estos textos Jesús intenta contraponer sobre todo
la maternidad, resultante del hecho mismo del nacimiento, a lo que esta «
maternidad » (al igual que la « fraternidad ») debe ser en la dimensión del
Reino de Dios, en el campo salvífico de la paternidad de Dios. En el texto
joánico, por el contrario, se delinea en la descripción del hecho de Caná lo
que concretamente se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no
únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres, el ir a
su encuentro en toda la gama de sus necesidades. En Caná de Galilea se muestra
sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de
poca importancia « No tienen vino »). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir
al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su
introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico
de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y
los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se
pone « en medio », o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en
su papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien « tiene el
derecho de »— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su
mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María « intercede »
por los hombres. No sólo: como Madre desea también que se manifieste el poder
mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la
desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y
medidas pesa sobre su vida. Precisamente como había predicho del Mesías el
Profeta Isaías en el conocido texto, al que Jesús se ha referido ante sus
conciudadanos de Nazaret « Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para
proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos... » (cf. Lc 4,
18).
Otro elemento esencial de esta función materna de María se encuentra en
las palabras dirigidas a los criados: « Haced lo que él os diga ». La Madre de
Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo,
indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse. para que pueda
manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de
María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a « su hora ». En
Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera « señal
» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos.
22. Podemos decir, por tanto, que en
esta página del Evangelio de Juan encontramos como un primer indicio de la
verdad sobre la solicitud materna de María. Esta verdad ha encontrado su
expresión en el magisterio del último Concilio. Es importante señalar cómo la
función materna de María es ilustrada en su relación con la mediación de
Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: « La misión maternal de María hacia los
hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo,
sino más bien muestra su eficacia », porque « hay un solo mediador entre Dios y
los hombres, Cristo Jesús, hombre también » (1 Tm 2, 5). Esta función materna
brota, según el beneplácito de Dios, « de la superabundancia de los méritos de
Cristo... de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud ».44 Y
precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos ofrece como una
predicción de la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y
encaminada a la revelación de su poder salvífico.
Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal. Como
proclama el Concilio: María « es nuestra Madre en el orden de la gracia ». Esta
maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina,
porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del
divino Redentor se ha convertido de « forma singular en la generosa
colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor » y que «
cooperó ... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en
la restauración de la vida sobrenatural de las almas ».45 « Y esta maternidad
de María perdura sin cesar en la economía de la gracia ... hasta la consumación
de todos los elegidos ».46
23. Si el pasaje del Evangelio de
Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad solícita de María al
comienzo de la actividad mesiánica de Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio
confirma esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia en su
momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de
Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa: « Junto a la
cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su madre. María, mujer de
Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo".
Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella
hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn 19, 25-27).
Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la
particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin
embargo, sobre el significado de esta atención el « testamento de la Cruz » de
Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e
Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir
que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada
precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la
definitiva maduración del misterio pascual del Redentor. La Madre de Cristo,
encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre —a cada
uno y a todos—, es entregada al hombre —a cada uno y a todos— como madre. Este
hombre junto a la cruz es Juan, « el discípulo que él amaba ».47 Pero no está
él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María « Madre
de Cristo, madre de los hombres ». Pues, está « unida en la estirpe de Adán con
todos los hombres...; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de
Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles
».48
Por consiguiente, esta « nueva maternidad de María », engendrada por la
fe, es fruto del «nuevo» amor, que maduró en ella definitivamente junto a la
Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo.
24. Nos encontramos así en el centro
mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el protoevangelio: el «
linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15).
Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la
muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre
desde lo alto de la Cruz, la llame « mujer » y le diga: « Mujer, ahí tienes a
tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en
Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta
frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular
lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación? Como enseña el
Concilio, con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa,
se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el
Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del
pecado mediante los misterios de su carne ».49
Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que
la maternidad de su madre encuentra una « nueva » continuación en la Iglesia y
a través de la Iglesia, simbolizada y representada por Juan. De este modo, la
que como « llena de gracia » ha sido introducida en el misterio de Cristo para
ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios, por medio de la Iglesia
permanece en aquel misterio como « la mujer » indicada por el libro del Génesis
(3, 15) al comienzo y por el Apocalipsis (12, 1) al final de la historia de la
salvación. Según el eterno designio de la Providencia la maternidad divina de
María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la
Tradición para las cuales la « maternidad » de María respecto de la Iglesia es
el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de Dios.50
Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena
manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la
maternidad de María: « Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente
el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido
por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar
unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los
hermanos de Este" (Hch 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don
del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación
».51
Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción
del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la
encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une
estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de
Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el
camino del « nacimiento del Espíritu ». Así la que está presente en el misterio
de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu
Santo— presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue
siendo una presencia materna, como indican las palabras pronunciadas en la
Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo »; « Ahí tienes a tu madre ».
II PARTE - LA MADRE DE
DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA
1. LA IGLESIA, PUEBLO
DE DIOS RADICADO EN TODAS LAS NACIONES DE LA TIERRA
25. « La Iglesia, "va
peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios",52
anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Co 11, 26)
».53 « Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto,
es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esd 13, 1; Núm 20, 4; Dt 23, 1
ss.), así el nuevo Israel... se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 18), porque
El la adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la
proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de
todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de
la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que
sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno ».54
El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una
analogía con el Israel de la Antigua Alianza en camino a través del desierto.
El camino posee un carácter incluso exterior, visible en el tiempo y en el
espacio, en el que se desarrolla históricamente. La Iglesia, en efecto, debe «
extenderse por toda la tierra », y por esto « entra en la historia humana
rebasando todos los límites de tiempo y de lugares ».55 Sin embargo, el
carácter esencial de su camino es interior. Se trata de una peregrinación a
través de la fe, por « la fuerza del Señor Resucitado »,56 de una peregrinación
en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia como invisible Consolador (parákletos)
(cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 7): « Caminando, pues, la Iglesia a través de los
peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la
gracia de Dios que el Señor le prometió ... y no deja de renovarse a sí misma
bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin
ocaso ».57
Precisamente en este camino —peregrinación eclesial— a través del
espacio y del tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María
está presente, como la que es « feliz porque ha creído », como la que avanzaba
« en la peregrinación de la fe », participando como ninguna otra criatura en el
misterio de Cristo. Añade el Concilio que « María... habiendo entrado
íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y
refleja las más grandes exigencias de la fe ».58 Entre todos los creyentes es
como un « espejo », donde se reflejan del modo más profundo y claro « las
maravillas de Dios » (Hch 2, 11).
26. La Iglesia, edificada por Cristo
sobre los apóstoles, se hace plenamente consciente de estas grandes obras de
Dios el día de Pentecostés, cuando los reunidos en el cenáculo « quedaron todos
llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu
les concedía expresarse » (Hch 2, 4). Desde aquel momento inicia también aquel
camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la historia de los
hombres y de los pueblos. Se sabe que al comienzo de este camino está presente
María, que vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo « implorando con sus
ruegos el don del Espíritu ».59
Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha
descendido a ella, que se ha convertido en su esposa fiel en la anunciación,
acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando « el homenaje del entendimiento
y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El »,
más aún abandonándose plenamente en Dios por medio de « la obediencia de la fe
»,60 por la que respondió al ángel: « He aquí la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra ». El camino de fe de María, a la que vemos orando en el
cenáculo, es por lo tanto « más largo » que el de los demás reunidos allí:
María les « precede », « marcha delante de » ellos.61 El momento de Pentecostés
en Jerusalén ha sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la
Anunciación en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se encuentra con
el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?
Entre los que en el cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose
para ir « por todo el mundo » después de haber recibido el Espíritu Santo,
algunos habían sido llamados por Jesús sucesivamente desde el inicio de su
misión en Israel. Once de ellos habían sido constituidos apóstoles, y a ellos
Jesús había transmitido la misión que él mismo había recibido del Padre: « Como
el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21), había dicho a los
apóstoles después de la resurrección. Y cuarenta días más tarde, antes de
volver al Padre, había añadido: cuando « el Espíritu Santo vendrá sobre
vosotros ... seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra » (cf. Hch
1, 8). Esta misión de los apóstoles comienza en el momento de su salida del
cenáculo de Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del
testimonio que Pedro y los demás apóstoles dan de Cristo crucificado y
resucitado (cf. Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32).
María no ha recibido directamente esta misión apostólica. No se
encontraba entre los que Jesús envió « por todo el mundo para enseñar a todas
las gentes » (cf. Mt 28, 19), cuando les confirió esta misión. Estaba, en
cambio, en el cenáculo, donde los apóstoles se preparaban a asumir esta misión
con la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio de ellos
María « perseveraba en la oración » como « madre de Jesús » (Hch 1, 13-14), o
sea de Cristo crucificado y resucitado. Y aquel primer núcleo de quienes en la
fe miraban « a Jesús como autor de la salvación »,62 era consciente de que
Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el
momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de
Jesús, de aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado
con la Cruz y la resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento,
« miró » a María, a través de Jesús, como « miró » a Jesús a través de María.
Ella fue para la Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los
años de la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando «
conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (Lc 2, 19; cf. Lc 2,
51).
Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre
todo la que es « feliz porque ha creído »: ha sido la primera en creer. Desde
el momento de la anunciación y de la concepción, desde el momento del
nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su
maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta
en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación externa, cuando él
comenzó a « hacer y enseñar » (cf. Hch 1, 1) en Israel; lo siguió sobre todo en
la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los
apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se
confirmaba su fe, nacida de las palabras de la anunciación. El ángel le había
dicho entonces: « Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús. El será grande… reinará sobre la casa de Jacob por
los siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33). Los recientes
acontecimientos del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni
siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como
Abraham, había sido la que « esperando contra toda esperanza, creyó » (Rom 4,
18). Y he aquí que, después de la resurrección, la esperanza había descubierto
su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad.
En efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los apóstoles: « Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes... Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 19.20). Así había
hablado el que, con su resurrección, se reveló como el triunfador de la muerte,
como el señor del reino que « no tendrá fin », conforme al anuncio del ángel.
27. Ya en los albores de la Iglesia,
al comienzo del largo camino por medio de la fe que comenzaba con Pentecostés
en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían el germen del « nuevo
Israel ». Estaba presente en medio de ellos como un testigo excepcional del
misterio de Cristo. Y la Iglesia perseveraba constante en la oración junto a
ella y, al mismo tiempo, « la contemplaba a la luz del Verbo hecho hombre ».
Así sería siempre. En efecto, cuando la Iglesia « entra más profundamente en el
sumo misterio de la Encarnación », piensa en la Madre de Cristo con profunda
veneración y piedad.63 María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y
pertenece además al misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de
su nacimiento. En la base de lo que la Iglesia es desde el comienzo, de lo que
debe ser constantemente, a través de las generaciones, en medio de todas las
naciones de la tierra, se encuentra la que « ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor » (Lc 1, 45). Precisamente esta
fe de María, que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza de Dios con la
humanidad en Jesucristo, esta heroica fe suya « precede » el testimonio
apostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida
como un especial patrimonio de la revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo
largo de las generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia
participan de aquella misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la
fe de María.
Las palabras de Isabel « feliz la que ha creído » siguen acompañando a
María incluso en Pentecostés, la siguen a través de las generaciones, allí
donde se extiende, por medio del testimonio apostólico y del servicio de la
Iglesia, el conocimiento del misterio salvífico de Cristo. De este modo se
cumple la profecía del Magníficat: « Me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo » (Lc 1,
48-49). En efecto, al conocimiento del misterio de Cristo sigue la bendición de
su Madre bajo forma de especial veneración para la Theotókos. Pero en esa
veneración está incluida siempre la bendición de su fe. Porque la Virgen de
Nazaret ha llegado a ser bienaventurada por medio de esta fe, de acuerdo con
las palabras de Isabel. Los que a través de los siglos, de entre los diversos
pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo
encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren
con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el sostén para
la propia fe. Y precisamente esta participación viva de la fe de María decide
su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como nuevo Pueblo de
Dios en la tierra.
28. Como afirma el Concilio: « María
... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación ... mientras es
predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y
hacia el amor del Padre ».64 Por lo tanto, en cierto modo la fe de María, sobre
la base del testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en la
fe del pueblo de Dios en camino: de las personas y comunidades, de los
ambientes y asambleas, y finalmente de los diversos grupos existentes en la
Iglesia. Es una fe que se transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y
el corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante la
oración. Por tanto « también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira
hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido
de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en
los corazones de los fieles ».65
Ahora, cuando en esta peregrinación de la fe nos acercamos al final del
segundo Milenio cristiano, la Iglesia, mediante el magisterio del Concilio
Vaticano II, llama la atención sobre lo que ve en sí misma, como un « único
Pueblo de Dios ... radicado en todas las naciones de la tierra », y sobre la
verdad según la cual todos los fieles, aunque a esparcidos por el haz de la
tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás »,66 de suerte que se puede
decir que en esta unión se realiza constantemente el misterio de Pentecostés.
Al mismo tiempo, los apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones
de la tierra « perseveran en la oración en compañía de María, la madre de Jesús
» (cf. Hch 1, 14). Constituyendo a través de las generaciones « el signo del
Reino » que no es de este mundo,67 ellos son asimismo conscientes de que en
medio de este mundo tienen que reunirse con aquel Rey, al que han sido dados en
herencia los pueblos (Sal 2, 8), al que el Padre ha dado « el trono de David su
padre », por lo cual « reina sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino
no tendrá fin ».
En este tiempo de vela María, por medio de la misma fe que la hizo
bienaventurada especialmente desde el momento de la anunciación, está presente
en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce en el mundo el Reino de
su Hijo.68 Esta presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en
nuestros días al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia. Posee
también un amplio radio de acción; por medio de la fe y la piedad de los
fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas o « iglesias
domésticas », de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos
religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de
los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales,
sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre
del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído; es la primera entre
los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel. Este es el
mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos,
al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de
tantos templos que en Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a
lo largo de los siglos. Este es el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes,
Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no
puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar
de una específica a « geografía » de la fe y de la piedad mariana, que abarca
todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el cual busca
el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la materna
presencia de « la que ha creído », la consolidación de la propia fe. En efecto,
en la fe de María, ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se
ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio interior en el cual el
eterno Padre puede colmarnos « con toda clase de bendiciones espirituales »: el
espacio « de la nueva y eterna Alianza ».69 Este espacio subsiste en la
Iglesia, que es en Cristo como « un sacramento ... de la íntima unión con Dios
y de la unidad de todo el género humano ».70
En la fe, que María profesó en la Anunciación como « esclava del Señor »
y en la que sin cesar « precede » al « Pueblo de Dios » en camino por toda la
tierra, la Iglesia « tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad
entera ... bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu ».71
2. EL CAMINO DE LA
IGLESIA Y LA UNIDAD DE TODOS LOS CRISTIANOS
29. « El Espíritu promueve en todos
los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en
paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó ».72 El camino
de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del
ecumenismo; los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la
que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: «
para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también
sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado » (Jn 17,
21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo
para suscitar la fe del mundo, mientras su división constituye un escándalo.73
El movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida y
difundida de la urgencia de llegar a la unidad de todos los cristianos, ha
encontrado por parte de la Iglesia católica su expresión culminante en el
Concilio Vaticano II. Es necesario que los cristianos profundicen en sí mismos
y en cada una de sus comunidades aquella « obediencia de la fe », de la que
María es el primer y más claro ejemplo. Y dado que « antecede con su luz al
pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y consuelo »,
ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Concilio el hecho de que
tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la
Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales ».74
30. Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo
si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de
doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces
también sobre la función de María en la obra de la salvación.75 Los diferentes
coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las Iglesias y las Comunidades
eclesiales de Occidente,76 convergen cada vez más sobre estos dos aspectos
inseparables del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo
encarnado nos permite vislumbrar el misterio de la maternidad divina y si, a su
vez, la contemplación de la Madre de Dios nos introduce en una comprensión más
profunda del misterio de la Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio de
la Iglesia y de la función de María en la obra de la salvación. Profundizando
en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los cristianos deseosos de
hacer —como les recomienda su Madre— lo que Jesús les diga (cf. Jn 2, 5),
podrán caminar juntos en aquella « peregrinación de la fe », de la que María es
todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su único Señor y
tan deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que hoy « el
Espíritu dice a las Iglesias » (Ap 2, 7. 11. 17).
Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales
concuerden con la Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe cristiana,
incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto, la reconocen como
Madre del Señor y consideran que esto forma parte de nuestra fe en Cristo,
verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que, a los
pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez la
recibe como madre.
¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre
común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que « precede » a todos
al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo
de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo?
31. Por otra parte, deseo subrayar
cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y
las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos.
No sólo « los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del
Verbo encarnado en María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos
celebrados en Oriente »,77 sino también en su culto litúrgico « los Orientales
ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen ... y Madre Santísima de
Dios ».78
Los hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero
su historia siempre ha transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano y
de irradiación apostólica, aunque a menudo haya estado marcada por
persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al Señor, una
auténtica « peregrinación de la fe » a través de lugares y tiempos durante los
cuales los cristianos orientales han mirado siempre con confianza ilimitada a
la Madre del Señor, la han celebrado con encomio y la han invocado con
oraciones incesantes. En los momentos difíciles de la probada existencia
cristiana « ellos se refugiaron bajo su protección »,79 conscientes de tener en
ella una ayuda poderosa. Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso
proclaman a la Virgen « verdadera Madre de Dios », ya que a nuestro Señor Jesucristo,
nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad, en los últimos
tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por María Virgen
Madre de Dios según la carne ».80 Los Padres griegos y la tradición bizantina,
contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar
en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con
Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión
del misterio salvífico.
Las tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta
contemplación del misterio de María por san Cirilo de Alejandría y, a su vez,
la han celebrado con abundante producción poética.81 El genio poético de san
Efrén el Sirio, llamado « la cítara del Espíritu Santo », ha cantado
incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la
tradición de la Iglesia siríaca.82 En su panegírico sobre la Theotókos, san
Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte
inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del misterio de la
Encarnación, y cada uno de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la
dignidad extraordinaria y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del
Verbo encarnado.83
No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de
las antiguas Iglesias orientales con una abundancia incomparable de fiestas y
de himnos.
32. En la liturgia bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la
alabanza a la Madre está unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio del
Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo. En la anáfora o plegaria
eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la epíclesis, la comunidad
reunida canta así a la Madre de Dios: « Es verdaderamente justo proclamarte
bienaventurada, oh Madre de Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura
y Madre de nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los
querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú, que sin
perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo de Dios. Tú, que eres
verdaderamente la Madre de Dios ».
Estas alabanzas, que en cada celebración de la liturgia eucarística se
elevan a María, han forjado la fe, la piedad y la oración de los fieles. A lo
largo de los siglos han conformado todo el comportamiento espiritual de los
fieles, suscitando en ellos una devoción profunda hacia la « Toda Santa Madre
de Dios ».
33. Se conmemora este año el XII
centenario del II Concilio ecuménico de Nicea (a. 787), en el que, al final de
la conocida controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, fue definido
que, según la enseñanza de los santos Padres y la tradición universal de la
Iglesia, se podían proponer a la veneración de los fieles, junto con la Cruz,
también las imágenes de la Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos, tanto
en las iglesias como en las casas y en los caminos.84 Esta costumbre se ha
mantenido en todo el Oriente y también en Occidente. Las imágenes de la Virgen
tienen un lugar de honor en las iglesias y en las casas. María está
representada o como trono de Dios, que lleva al Señor y lo entrega a los
hombres (Theotókos), o como camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria),
o bien como orante en actitud de intercesión y signo de la presencia divina en
el camino de los fieles hasta el día del Señor (Deisis), o como protectora que
extiende su manto sobre los pueblos (Pokrov), o como misericordiosa Virgen de
la ternura (Eleousa). La Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el
niño Jesús, que lleva en brazos: es la relación con el Hijo la que glorifica a
la Madre. A veces lo abraza con ternura (Glykofilousa); otras veces, hierática,
parece absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia (cf. Ap
5, 9-14).85
Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha
acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la
antigua Rus'. Se acerca el primer milenio de la conversión al cristianismo de
aquellas nobles tierras: tierras de personas humildes, de pensadores y de
santos. Los Iconos son venerados todavía en Ucrania, en Bielorusia y en Rusia
con diversos títulos; son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de
oración de aquel pueblo, el cual advierte la presencia y la protección de la
Madre de Dios. En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la
divina belleza, morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo
de la contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su vida terrena,
poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a los razonamientos humanos, con la
fe ha alcanzado el conocimiento más sublime. Recuerdo, también, el Icono de la
Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del Espíritu. ¿No
podría ser ésta como un signo de esperanza para todos aquellos que, en el
diálogo fraterno, quieren profundizar su obediencia de la fe?
34. Tanta riqueza de alabanzas,
acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia,
podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus « dos pulmones
», Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario
que nunca. Sería una ayuda valiosa para hacer progresar el diálogo actual entre
la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente.86
Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para cantar y vivir de manera
más perfecta su Magníficat.
3. EL MAGNÍFICAT DE LA
IGLESIA EN CAMINO
35. La Iglesia, pues, en la presente
fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo
para manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por
esta unidad. La Iglesia « va peregrinando ..., anunciando la cruz del Señor
hasta que venga ».87 « Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y
tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha
sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la
debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna de su
Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por
la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso ».88
La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del
Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del
Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la visitación, no deja de
vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo prueba su
recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de
devoción tanto personal como comunitaria.
« Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios
mi Salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes
por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación
en generación. El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de
corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece los
humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como lo
había prometido a nuestros padres—en favor de Abraham y su descendencia por
siempre » (Lc 1, 46-55).
36. Cuando Isabel saludó a la joven
pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el Magníficat. En el
saludo Isabel había llamado antes a María « bendita » por « el fruto de su
vientre », y luego « feliz » por su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos
bendiciones se referían directamente al momento de la anunciación. Después, en
la visitación, cuando el saludo de Isabel da testimonio de aquel momento
culminante, la fe de María adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión.
Lo que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad de
la « obediencia de la fe », se diría que ahora se manifiesta como una llama del
espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la
casa de Isabel constituyen una inspirada profesión le su fe, en la que la
respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual
y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al
mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del
pueblo de Israel,89 se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis
de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de
su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la
historia del hombre.
María es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y, a
través de ella, de esta nueva « autodonación » de Dios. Por esto proclama: « ha
hecho obras grandes por mí; su nombre es santo ». Sus palabras reflejan el gozo
del espíritu, difícil de expresar: « se alegra mi espíritu en Dios mi salvador
». Porque « la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre...
resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación ».90 En su
arrebatamiento María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta
plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a
los padres y, ante todo, « en favor de Abraham y su descendencia por siempre »;
que en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía salvífica, en la
que, « de generación en generación », se manifiesta aquel que, como Dios de la
Alianza, se acuerda « de la misericordia ».
37. La Iglesia, que desde el
principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola
repite constantemente las palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la
fe de la Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega a la
verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace «
obras grandes » al hombre: « su nombre es santo ». En el Magníficat la Iglesia
encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del
hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la « poca fe » en Dios.
Contra la « sospecha » que el « padre de la mentira » ha hecho surgir en el
corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar «
nueva Eva » 91 y verdadera « madre de los vivientes » 92, proclama con fuerza
la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde el
comienzo es la fuente de todo don, aquel que « ha hecho obras grandes ». Al
crear, Dios da la existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da la
dignidad de la imagen y semejanza con él de manera singular respecto a todas
las criaturas terrenas. Y no deteniéndose en su voluntad de prodigarse no
obstante el pecado del hombre, Dios se da en el Hijo: « Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16). María es el primer testimonio de
esta maravillosa verdad, que se realizará plenamente mediante lo que hizo y
enseñó su Hijo (cf. Hch 1, 1) y, definitiva mente, mediante su Cruz y resurrección.
La Iglesia, que aun « en medio de tentaciones y tribulaciones » no cesa
de repetir con María las palabras del Magníficat, « se ve confortada » con la
fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con tan extraordinaria
sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios desea iluminar las
difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres.
El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano,
implica un renovado empeño en su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo
de sí mismo: « (Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva »
(cf. Lc 4, 18), a través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir
la misma misión.
Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en el
Magníficat de María. El Dios de la Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en
la elevación de su espíritu, es a la vez el que « derriba del trono a los
poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a
los ricos los despide vacíos, ... dispersa a los soberbios ... y conserva su
misericordia para los que le temen ». María está profundamente impregnada del
espíritu de los « pobres de Yahvé », que en la oración de los Salmos esperaban
de Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf. Sal 25; 31; 35;
55). En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida
del « Mesías de los pobres » (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al
corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del
Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede
separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don,
de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que,
cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras
de Jesús.
La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal conciencia
se refuerza de manera particular— de que no sólo no se pueden separar estos dos
elementos del mensaje contenido en el Magníficat, sino que también se debe
salvaguardar cuidadosamente la importancia que « los pobres » y « la opción en
favor de los pobres » tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y
problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y
de la liberación. « Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia
El por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta
de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe
mirar hacia ella, Madre y Modelo para comprender en su integridad el sentido de
su misión ».93
III PARTE - MEDIACIÓN
MATERNA
1. MARÍA, ESCLAVA DEL
SEÑOR
38. La Iglesia sabe y enseña con San
Pablo que uno solo es nuestro mediador: « Hay un solo Dios, y también un solo
mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó
a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2, 5-6). « La misión maternal de
María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta
mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder » 94: es
mediación en Cristo.
La Iglesia sabe y enseña que « todo el influjo salvífico de la Santísima
Virgen sobre los hombres... dimana del divino beneplácito y de la superabundancia
de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente
de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión
inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta ».95 Este saludable influjo
está mantenido por el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con su sombra a
la Virgen María comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así
continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a su
maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue del de
las demás criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan
de la única mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación
participada.96 En efecto, si « jamás podrá compararse criatura alguna con el
Verbo encarnado y Redentor », al mismo tiempo « la única mediación del Redentor
no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación,
participada de la única fuente »; y así « la bondad de Dios se difunde de
distintas maneras sobre las criaturas ».97
La enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la
mediación de María como una participación de esta única fuente que es la
mediación de Cristo mismo. Leemos al respecto: « La Iglesia no duda en confesar
esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda
a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se
unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador ».98 Esta función es, al mismo
tiempo, especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y puede ser
comprendida y vivida en la fe, solamente sobre la base de la plena verdad de
esta maternidad. Siendo María, en virtud de la elección divina, la Madre del
Hijo consubstancial al Padre y « compañera singularmente generosa » en la obra
de la redención, es nuestra madre en el orden de la gracia ».99 Esta función
constituye una dimensión real de su presencia en el misterio salvífico de
Cristo y de la Iglesia.
39. Desde este punto de vista es necesario considerar una vez más el
acontecimiento fundamental en la economía de la salvación, o sea la encarnación
del Verbo en la anunciación. Es significativo que María, reconociendo en la
palabra del mensajero divino la voluntad del Altísimo y sometiéndose a su
poder, diga: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra »
(Lc 1, 3). El primer momento de la sumisión a la única mediación « entre Dios y
los hombres » —la de Jesucristo— es la aceptación de la maternidad por parte de
la Virgen de Nazaret. María da su consentimiento a la elección de Dios, para
ser la Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que este
consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo fruto de la donación total
a Dios en la virginidad. María aceptó la elección para Madre del Hijo de Dios,
guiada por el amor esponsal, que « consagra » totalmente una persona humana a
Dios. En virtud de este amor, María deseaba estar siempre y en todo « entregada
a Dios », viviendo la virginidad. Las palabras « he aquí la esclava del Señor »
expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y entendió la propia
maternidad como donación total de sí, de su persona, al servicio de los
designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida
de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la
virginidad.
La maternidad de María, impregnada profundamente por la actitud esponsal
de « esclava del Señor », constituye la dimensión primera y fundamental de
aquella mediación que la Iglesia confiesa y proclama respecto a ella,100 y
continuamente « recomienda a la piedad de los fieles » porque confía mucho en
esta mediación. En efecto, conviene reconocer que, antes que nadie, Dios mismo,
el eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su propio Hijo en
el misterio de la Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y dignidad
de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la realidad misma
de la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo (unión hipostática).
Este hecho fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el
principio, una apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión.
Las palabras « he aquí la esclava del Señor » atestiguan esta apertura del espíritu
de María, la cual, de manera perfecta, reúne en sí misma el amor propio de la
virginidad y el amor característico de la maternidad, unidos y como fundidos
juntamente.
Por tanto María ha llegado a ser no sólo la « madre-nodriza » del Hijo
del hombre, sino también la « compañera singularmente generosa » 101 del Mesías
y Redentor. Ella —como ya he dicho— avanzaba en la peregrinación de la fe y en
esta peregrinación suya hasta los pies de la Cruz se ha realizado, al mismo
tiempo, su cooperación materna en toda la misión del Salvador mediante sus
acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la obra del Hijo
Redentor, la maternidad misma de María conocía una transformación singular,
colmándose cada vez más de « ardiente caridad » hacia todos aquellos a quienes
estaba dirigida la misión de Cristo. Por medio de esta « ardiente caridad »,
orientada a realizar en unión con Cristo la restauración de la « vida
sobrenatural de las almas »,102 María entraba de manera muy personal en la
única mediación « entre Dios y los hombres », que es la mediación del hombre
Cristo Jesús. Si ella fue la primera en experimentar en sí misma los efectos
sobrenaturales de esta única mediación —ya en la anunciación había sido
saludada como « llena de gracia »— entonces es necesario decir, que por esta
plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba particularmente predispuesta
a la cooperación con Cristo, único mediador de la salvación humana. Y tal
cooperación es precisamente esta mediación subordinada a la mediación de Cristo.
En el caso de María se trata de una mediación especial y excepcional,
basada sobre su « plenitud de gracia », que se traducirá en la plena
disponibilidad de la « esclava del Señor ». Jesucristo, como respuesta a esta
disponibilidad interior de su Madre, la preparaba cada vez más a ser para los
hombres « madre en el orden de la gracia ». Esto indican, al menos de manera
indirecta, algunos detalles anotados por los Sinópticos (cf. Lc 11, 28; 8,
20-21; Mc 3, 32-35; Mt 12, 47-50) y más aún por el Evangelio de Juan (cf. 2,
1-12; 19, 25-27), que ya he puesto de relieve. A este respecto, son
particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por Jesús en la Cruz,
relativas a María y a Juan.
40. Después de los acontecimientos
de la resurrección y de la ascensión, María, entrando con los apóstoles en el
cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba presente como Madre del Señor
glorificado. Era no sólo la que « avanzó en la peregrinación de la fe » y
guardó fielmente su unión con el Hijo « hasta la Cruz », sino también la «
esclava del Señor », entregada por su Hijo como madre a la Iglesia naciente: «
He aquí a tu madre ». Así empezó a formarse una relación especial entre esta
Madre y la Iglesia. En efecto, la Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la
resurrección de su Hijo. María, que desde el principio se había entregado sin
reservas a la persona y obra de su Hijo, no podía dejar de volcar sobre la
Iglesia esta entrega suya materna. Después de la ascensión del Hijo, su
maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna; intercediendo por
todos sus hijos, la madre coopera en la acción salvífica del Hijo, Redentor del
mundo. Al respecto enseña el Concilio: « Esta maternidad de María en la
economía de la gracia perdura sin cesar ... hasta la consumación perpetua de
todos los elegidos ».103 Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación
materna de la esclava del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la obra
de la redención abarca a todos los hombres. Así se manifiesta de manera
singular la eficacia de la mediación única y universal de Cristo « entre Dios y
los hombres ». La cooperación de María participa, por su carácter subordinado,
de la universalidad de la mediación del Redentor, único mediador. Esto lo
indica claramente el Concilio con las palabras citadas antes.
« Pues —leemos todavía— asunta a los cielos, no ha dejado esta misión
salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los
dones de la salvación eterna ».104 Con este carácter de « intercesión », que se
manifestó por primera vez en Caná de Galilea, la mediación de María continúa en
la historia de la Iglesia y del mundo. Leemos que María « con su amor materno
se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en
peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada ».105
De este modo la maternidad de María perdura incesantemente en la Iglesia como
mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en esta verdad invocando a
María « con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora ».106
41. María, por su mediación
subordinada a la del Redentor, contribuye de manera especial a la unión de la
Iglesia peregrina en la tierra con la realidad escatológica y celestial de la
comunión de los santos, habiendo sido ya « asunta a los cielos ».107 La verdad
de la Asunción, definida por Pío XII, ha sido reafirmada por el Concilio
Vaticano II, que expresa así la fe de la Iglesia: « Finalmente, la Virgen
Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso
de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue
ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemeje de
forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del
pecado y de la muerte ».108 Con esta enseñanza Pío XII enlazaba con la
Tradición, que ha encontrado múltiples expresiones en la historia de la
Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente.
Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado
definitivamente en María todos los efectos de la única mediación de Cristo
Redentor del mundo y Señor resucitado: « Todos vivirán en Cristo. Pero cada
cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su Venida » (1
Co 15, 22-23). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia,
según la cual María « está también íntimamente unida » a Cristo porque, aunque
como madre-virgen estaba singularmente unida a él en su primera venida, por su
cooperación constante con él lo estará también a la espera de la segunda; «
redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo »,109 ella
tiene también aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en
la venida definitiva, cuando todos los de Cristo revivirán, y « el último
enemigo en ser destruido será la Muerte » (1 Co 15, 26).110
A esta exaltación de la « Hija excelsa de Sión »,111 mediante la
asunción a los cielos, está unido el misterio de su gloria eterna. En efecto,
la Madre de Cristo es glorificada como « Reina universal ».112 La que en la anunciación
se definió como « esclava del Señor » fue durante toda su vida terrena fiel a
lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera « discípula »
de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de su propia
misión: el Hijo del hombre « no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar
su vida como rescate por muchos » (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la
primera entre aquellos que, « sirviendo a Cristo también en los demás, conducen
en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar
»,113 Y ha conseguido plenamente aquel « estado de libertad real », propio de
los discípulos de Cristo: ¡servir quiere decir reinar!
«Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por
ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A Él
están sometidas todas las cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo
creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15,
27-28) ».114 María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del Hijo.115
La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos,
ella no termina aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta la
mediación materna, « hasta la consumación perpetua de todos los elegidos ».116
Así aquella, que aquí en la tierra « guardó fielmente su unión con el Hijo
hasta la Cruz », sigue estando unida a él, mientras ya « a Él están sometidas
todas las cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre ».
Así en su asunción a los cielos, María está como envuelta por toda la realidad
de la comunión de los santos, y su misma unión con el Hijo en la gloria está
dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva del Reino, cuando « Dios sea
todo en todas las cosas ».
También en esta fase la mediación materna de María sigue estando
subordinada a aquel que es el único Mediador, hasta la realización definitiva
de la « plenitud de los tiempos », es decir, hasta que « todo tenga a Cristo
por Cabeza » (Ef 1, 10).
2. MARÍA EN LA VIDA DE
LA IGLESIA Y DE CADA CRISTIANO
42. El Concilio Vaticano II, siguiendo la
Tradición, ha dado nueva luz sobre el papel de la Madre
de Cristo en la vida de la Iglesia. « La Bienaventurada Virgen, por el don...
de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus
singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La
Madre de Dios es tipo de la Iglesia, a saber: en el orden de la fe, de la
caridad y de la perfecta unión con Cristo ».117 Ya hemos visto anteriormente
como María permanece, desde el comienzo, con los apóstoles a la espera de
Pentecostés y como, siendo « feliz la que ha creído », a través de las
generaciones está presente en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe y
como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5, 5).
María creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como
Virgen, creyó que concebiría y daría a luz un hijo: el « Santo », al cual
corresponde el nombre de « Hijo de Dios », el nombre de « Jesús » (Dios que
salva). Como esclava del Señor, permaneció perfectamente fiel a la persona y a
la misión de este Hijo. Como madre, « creyendo y obedeciendo, engendró en la
tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la
sombra del Espíritu Santo ».118
Por estos motivos María « con razón es honrada con especial culto por la
Iglesia; ya desde los tiempos más antiguos... es honrada con el título de Madre
de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden
con sus súplicas ».119 Este culto es del todo particular: contiene en sí y
expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la
Iglesía.120 Como virgen y madre, María es para la Iglesia un « modelo perenne
». Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es decir como
modelo o, más bien como « figura », María, presente en el misterio de Cristo,
está también constantemente presente en el misterio de la Iglesia. En efecto,
también la Iglesia « es llamada madre y virgen », y estos nombres tienen una
profunda justificación bíblica y teológica.121
43. La Iglesia « se hace también
madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad ».122 Igual que María
creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue revelada en la
anunciación, y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz,
así la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de
Dios, « por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal
a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios ».123 Esta
característica « materna » de la Iglesia ha sido expresada de modo
particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes, cuando escribía: «
¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado
en vosotros! » (Gál 4, 19). En estas palabras de san Pablo está contenido un
indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al
servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite
constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo
de la misma Madre del Hijo, que es el « primogénito entre muchos hermanos »
(Rom 8, 29).
Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia
maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a
su naturaleza sacramental, « contemplando su arcana santidad e imitando su
caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre ».124 Si la Iglesia es
signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad,
porque, vivificada por el Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia
humana a una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio
del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del
misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.
Al mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al
propio esposo: « también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe
prometida al Esposo ».125 La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como
resulta de las cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2 Co 11, 2) y de la expresión
joánica « la esposa del Cordero » (Ap 21, 9). Si la Iglesia como esposa
custodia « la fe prometida a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que en la
enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio (cf. Ef 5,
23-33), posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato
« por el Reino de los cielos », es decir de la virginidad consagrada a Dios
(cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor 11, 2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el
ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad
espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.
Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de
María, que guardaba y meditaba en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo
relacionado con su Hijo divino, está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a
indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia con el fin de dar en cada
época un testimonio fiel a todos los hombres.126
44. Ante esta ejemplaridad, la
Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: « Imitando a la
Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la
fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad ».127 Por consiguiente,
María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero el misterio
de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una
vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no
sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor
coopera a la generación y educación » de los hijos e hijas de la madre Iglesia.
La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el modelo y la figura
de la Madre de Dios, sino también con su « cooperación ». La Iglesia recibe
copiosamente de esta cooperación, es decir de la mediación materna, que es
característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la generación y
educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo « a
quien Dios constituyó como hermanos ».128
En ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno
amor.129 Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su
madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo » y al discípulo:
« Ahí tienes a tu madre » (Jn 19, 26-27). Son palabras que determinan el lugar
de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan —como he dicho ya—
su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de
lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en
el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los
nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel
Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de
Pentecostés.
Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el
pueblo cristiano en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de
la Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen,
se hace presente.
Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo
vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es
un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la
tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos
contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos
María guía a los fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a la maternidad la referencia
a la persona. La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible
entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun
cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada
uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada
hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la
madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor
materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad.
Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia » mantiene
la analogía con cuanto a en el orden de la naturaleza » caracteriza la unión de
la madre con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en
el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya
sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
Se puede decir además que en estas mismas palabras está indicado
plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de
Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la
Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo,
de todo cristiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo,
se la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del
hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El
Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los
pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de
Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado
posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol y evangelista,
después de haber recogido las palabras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y
a él mismo, añade: « Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa »
(Jn 19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al discípulo se
atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado. Y ya
que María fue dada como madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque
sea indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con la madre.
Y todo esto se encierra en la palabra « entrega ». La entrega es la respuesta
al amor de una persona y, en concreto, al amor de la madre.
La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta
de modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre
de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose
filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, « acoge entre sus
cosas propias » 130 a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de
su vida interior, es decir, en su « yo » humano y cristiano: « La acogió en su
casa » Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella «
caridad materna », con la que la Madre del Redentor « cuida de los hermanos de
su Hijo »,131 « a cuya generación y educación coopera » 132 según la medida del
don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta
también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función
de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo.
46. Esta relación filial, esta
entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se
puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María
sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: «
Haced lo que él os diga ». En efecto es él, Cristo, el único mediador entre
Dios y los hombres; es él « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 4, 6); es él a
quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre « no perezca, sino que
tenga vida eterna » (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la
primera « testigo » de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también
su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y todo
hombre, María es la primera que « ha creído », y precisamente con esta fe suya
de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como
hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y
avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la « inescrutable riqueza de
Cristo » (Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del
hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque «
Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».133
Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar
respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una
relación singular con la Madre del Redentor, tema que podrá profundizarse en
otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret
proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el
sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al
ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la
mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su
feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la
Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo
de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación
total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la
fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad de conjugar
la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
47. Durante el Concilio Pablo VI
proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo
el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores ».134 Más tarde, el
año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo del pueblo
de Dios », ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las
palabras « Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la
Iglesia continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de
Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas
de los redimidos ».135
El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima
Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la profundización de
la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra en relación
con la Constitución Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: « El
conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la
clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia ».136
María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como
aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en
la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva
maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a
todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la
Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo
VI— « encuentra en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta imitación
de Cristo ».137
Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la
Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella « mujer » que, desde los
primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación
del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en
la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella « dura
batalla contra el poder de las tinieblas » 138 que se desarrolla a lo largo de
toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial con la « mujer
vestida de sol » (Ap 12, 1),139 se puede afirmar que « la Iglesia en la
Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni
arruga »; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo
largo de su peregrinación terrena, « aún se esfuerzan en crecer en la santidad
».140 María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos —donde y como
quiera que vivan— a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con
la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado,
el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de la humanidad y
abogada de gracia.
3. EL SENTIDO DEL AÑO
MARIANO
48. Precisamente el vínculo especial
de la humanidad con esta Madre me ha movido a proclamar en la Iglesia, en el
período que precede a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de
Cristo, un Año Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado,
cuando Pío XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar la
santidad excepcional de la Madre de Cristo, expresada en los misterios de su
Inmaculada Concepción (definida exactamente un siglo antes) y de su Asunción a
los cielos.141
Ahora, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de
relieve la especial presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de
su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión fundamental que brota de la
mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan ya más de veinte años. El
Sínodo extraordinario de los Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha
exhortado a todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones del
Concilio. Se puede decir que en ellos —Concilio y Sínodo— está contenido lo que
el mismo Espíritu Santo desea « decir a la Iglesia » en la presente fase de la
historia.
En este contexto, el Año Mariano deberá promover también una nueva y
profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen
María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia, a la que se
refieren las consideraciones de esta Encíclica. Se trata aquí no sólo de la
doctrina de fe, sino también de la vida de fe y, por tanto, de la auténtica «
espiritualidad mariana », considerada a la luz de la Tradición y, de modo
especial, de la espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio.142 Además, la
espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente, encuentra una
fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas
comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones de la
tierra. A este propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y
maestros de la espiritualidad mariana, la figura de san Luis María Grignion de
Montfort, el cual proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos
de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo.143
Observo complacido cómo en nuestros días no faltan tampoco nuevas
manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.
49. Este Año comenzará en la
solemnidad de Pentecostés, el 7 de junio próximo. Se trata, pues, de recordar
no sólo que María « ha precedido » la entrada de Cristo Señor en la historia de
la humanidad, sino de subrayar además, a la luz de María, que desde el
cumplimiento del misterio de la Encarnación la historia de la humanidad ha
entrado en la « plenitud de los tiempos » y que la Iglesia es el signo de esta
plenitud. Como Pueblo de Dios, la Iglesia realiza su peregrinación hacia la
eternidad mediante la fe, en medio de todos los pueblos y naciones, desde el
día de Pentecostés. La Madre de Cristo, que estuvo presente en el comienzo del
« tiempo de la Iglesia », cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba
asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su Hijo, « precede »
constantemente a la Iglesia en este camino suyo a través de la historia de la
humanidad. María es también la que, precisamente como esclava del Señor,
coopera sin cesar en la obra de la salvación llevada a cabo por Cristo, su
Hijo.
Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo a recordar
todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la
Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, sino además a
preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación, ya que el
final del segundo Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.
50. Como ya ha sido recordado,
también entre los hermanos separados muchos honran y celebran a la Madre del
Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el
ecumenismo. De modo particular, deseo recordar todavía que, durante el Año
Mariano, se celebrará el Milenio del bautismo de San Vladimiro, Gran Príncipe
de Kiev (a. 988), que dio comienzo al cristianismo en los territorios de la
Rus' de entonces y, a continuación, en otros territorios de Europa Oriental; y
que por este camino, mediante la obra de evangelización, el cristianismo se
extendió también más allá de Europa, hasta los territorios septentrionales del
continente asiático. Por lo tanto, queremos, especialmente a lo largo de este
Año, unirnos en plegaria con cuantos celebran el Milenio de este bautismo,
ortodoxos y católicos, renovando y confirmando con el Concilio aquellos
sentimientos de gozo y de consolación porque « los orientales ... corren
parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen
Madre de Dios ».144 Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la
separación, acaecida algunas décadas más tarde (a. 1054), podemos decir que
ante la Madre de Cristo nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el
ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la
tierra, como anunciaba ya al comienzo del Año Nuevo: « Deseamos confirmar esta
herencia universal de todos los hijos y las hijas de la tierra ».145
Al anunciar el año de María, precisaba además que su clausura se
realizará el año próximo en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen
a los cielos, para resaltar así « la señal grandiosa en el cielo », de la que
habla el Apocalipsis. De este modo queremos cumplir también la exhortación del
Concilio, que mira a María como a un « signo de esperanza segura y de consuelo
para el pueblo de Dios peregrinante ». Esta exhortación la expresa el Concilio
con las siguientes palabras: « Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a la
Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en las
primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre
todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos,
interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los
que se honran con el nombre cristiano como los que aún ignoran al Salvador,
sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para
gloria de la Santísima e individua Trinidad ».146
CONCLUSIÓN
51. Al final de la cotidiana liturgia
de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a María: «
Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella
del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».
« Para asombro de la naturaleza ». Estas palabras de la antífona
expresan aquel asombro de la fe, que acompaña el misterio de la maternidad
divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido, en el corazón de todo lo
creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo de Dios, en el corazón
de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de todas
las cosas, en la « revelación de sí mismo » al hombre.147 Cuán claramente ha
superado todos los espacios de la infinita « distancia » que separa al creador
de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable, más aún es
inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo
hombre por medio de la Virgen de Nazaret.
Si Él ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la
naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), se puede afirmar que ha predispuesto la «
divinización » del hombre según su condición histórica, de suerte que, después
del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de
su amor mediante la « humanización » del Hijo, consubstancial a El. Todo lo
creado y, más directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante
este don, del que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo: « Porque
tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16).
En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe,
se halla María, Madre soberana del Redentor, que ha sido la primera en
experimentar: « tú que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano a
tu Creador ».
52. En las palabras de esta antífona
litúrgica se expresa también la verdad del « gran cambio », que se ha
verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio
que pertenece a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los
primeros capítulos del Génesis hasta el término último, en la perspectiva del
fin del mundo, del que Jesús no nos ha revelado « ni el día ni la hora » (Mt
25, 13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer y el levantarse, entre
el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. La liturgia,
especialmente en Adviento, se coloca en el centro neurálgico de este cambio, y
toca su incesante « hoy y ahora », mientras exclama: « Socorre al pueblo que
sucumbe y lucha por levantarse».
Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las
naciones y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia
humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está por concluir: «
Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».
Esta es la invocación dirigida a María, « santa Madre del Redentor », es
la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María ha entrado en la
historia de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a María, evocando
el momento en el que se ha realizado este esencial cambio histórico, que
perdura irreversiblemente: el cambio entre el « caer » y el « levantarse ».
La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado
resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado a
cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en épocas
recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia. Pero el
cambio fundamental, cambio que se puede definir « original », acompaña siempre
el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos,
acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el « caer » y el « levantarse
», entre la muerte y la vida. Es también un constante desafío a las conciencias
humanas, un desafío a toda la conciencia histórica del hombre: el desafío a
seguir la vía del « no caer » en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y
del « levantarse », si ha caído.
Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios,
la Iglesia, por su parte, con toda la comunidad de los creyentes y en unión con
todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío contenido en las palabras
de la antífona sobre el « pueblo que sucumbe y lucha por levantarse » y se
dirige conjuntamente al Redentor y a su Madre con la invocación « Socorre ». En
efecto, la Iglesia ve —y lo confirma esta plegaria— a la Bienaventurada Madre
de Dios en el misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la ve
profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación
del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto eternamente
para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos
problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las
naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el
bien y el mal, para que « no caiga » o, si cae, « se levante ».
Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas
en esta Encíclica ayuden también a la renovación de esta visión en el corazón de
todos los creyentes.
Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están
destinadas las presentes consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la
bendición en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo,
solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado.
1 Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
52 y todo el cap. VIII, titulado « La bienaventurada Virgen María, Madre de
Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia ».
2 La expresión « plenitud de los tiempos » (pléroma
tou jrónou) es paralela a locuciones afines del judaísmo tanto bíblico (cf. Gn
29, 2l, 1 S 7, 12; Tb l4, 5) como extrabíblico, y sobre todo del N.T. (cf. Mc
1, l5; Lc 21, 24; Jn 7, 8; Ef l, 10). Desde el punto de vista formal, esta
expresión indica no sólo la conclusión de un proceso cronológico, sino sobre
todo la madurez o el cumplimiento de un período particularmente importante,
porque está orientado hacia la actuación de una espera, que adquiere, por tanto,
una dimensión escatológica. Según Ga 4, 4 y su contexto, es el acontecimiento
del Hijo de Dios quien revela que el tiempo ha colmado, por asi decir, la
medida; o sea, el período indicado por la promesa hecha a Abraham, así como por
la ley interpuesta por Moisés, ha alcanzado su culmen, en el sentido de que
Cristo cumple la promesa divina y supera la antigua ley.
3 Cf. Misal Romano, Prefacio del 8 de diciembre, en
la Inmaculada Concepión de Santa María Virgen; S. Ambrosio, De Institutione
Virginis, V, 93-94; PL 16, 342; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 68.
4 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 58.
5 Pablo VI, Carta Enc. Christi Matri (15 de
septiembre de 1966): AAS 58 (1966) 745–749; Exhort. Apost. Signum magnum (13 de
mayo de 1967): AAS 59 (1967) 465-475; Exhort. Apost. Marialis cultus (2 de
febrero de 1974): AAS 66 (1974) 113-168.
6 El Antiguo Testamento ha anunciado de muchas
maneras el misterio de María: cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem I,
8-9: S. Ch. 80, 103-107.
7 Cf. Enseñanzas, VI/2 (1983), 225 s., Pío IX,
Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854): Pii IX P. M. Acta ,
pars I, 597-599.
8 Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 22.
9 Conc. Ecum. Ephes.: Conciliorum Oecumenicorum
Decreto, Bologna 1973 (3), 41-44; 59-61 (DS 250-264), cf. Conc. Ecum.
Calcedon.: o.c., 84-87 (DS 300-303).
10 Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
11 Const dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52.
12 Cf. ibid., 58.
13 Ibid., 63; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec.
Luc., II, 7:CSEL, 32/4, 45; De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341.
14 Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
64.
15 Ibid., 65.
16 « Elimina este astro del sol que ilumina el
mundo y ¿dónde va el día? Elimina a María, esta estrella del mar, sí, del mar
grande e inmenso ¿qué permanece sino una vasta niebla y la sombra de muerte y
densas nieblas?: S. Bernardo, In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 6:
S. Bernardi Opera, V, 1968, 279; cf. In laudibus Virginis Matris Homilia II,
17: Ed. cit., IV, 1966, 34 s.
17 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.
18 Ibid., 63.
19 Sobre la predestinación de Maria, cf. S. Juan
Damasceno, Hom. in Nativitatem, 7; 10: S. Ch. 80, 65; 73; Hom. in Dormitionem
I, 3: S. Ch. 80, 85: « Es ella, en efecto, que, elegida desde las generaciones
antiguas, en virtud de la predestinación y de la benevolencia del Dios y Padre
que te ha engendrado a ti (oh Verbo de Dios) fuera del tiempo sin salir de sí
mismo y sin alteración alguna, es ella que te ha dado a luz, alimentado con su
carne, en los últimos tiempos ... ».
20 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
21 Sobre esta expresión hay en la tradición
patrística una interpretación amplia y variada: cf. Orígenes, In Lucam
homiliae, VI, 7: S. Ch. 87, 148; Severiano De Gabala, In mundi creationem,
Oratio VI, 10: PG 56, 497 s.; S. Juan Crisóstomo (pseudo), In Annuntiationem
Deiparae et contra Arium impium, PG 62, 765 s.; Basilio De Seleucia, Oratio 39,
In Sanctissimaé Deiparae Annuntiationem, 5: PG 85, 441-446; Antipatro De Ostra,
Hom. II, In Sanctissimae Deiparae Annuntiationem, 3-11: PG, 1777-1783; S.
Sofronio de Jerusalén, Oratio II, In Sanctissimae Deiparae Annnuntiationem,
17-19: PG 87/3, 3235-3240; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 7: S. Ch.
80, 96-101; S. Jerónimo, Epistola 65, 9: PL 22, 628; S. Ambrosio, Expos. Evang.
sec. Lucam, II, 9: CSEL 34/4, 45 s.; S. Agustín, Sermo 291, 4-6: PL 38, 1318
s.; Enchiridion, 36, 11: PL 40, 250; S. Pedro Crisólogo, Sermo 142: PL 52, 579
s.; Sermo 143: PL 52, 583; S. Fulgencio De Ruspe, Epistola 17, VI, 12: PL 65,
458; S. Bernardo, In laudibus Virginis Matris, Homilía III , 2-3: S. Bernardi
Opera, IV, 1966, 36-38.
22 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
23 ibid., 53.
24 Cf. Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de
diciembre de 1856): Pii IX P. M. Acta, pars I, 616; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesía Lumen gentium, 53.
25 Cf. S.
Germán. Cost., In Anntiationem SS. Deiparae Hom.: PG 98, 327 s.; S. Andrés
Cret., Canon in B. Mariae Natalem, 4: PG 97, 1321 s.; In Nativitatem B. Mariae,
I: PG 97, 811 s.; Hom. in Dormitionem S. Mariae 1: PG 97, 1067 s.
26 Liturgia de las Horas, del 15 de Agosto, en la
Asunción de la Bienaventurada Virgen María, Himno de las I y II Vísperas; S.
Pedro Damián, Carmina et preces, XLVII: PL 145, 934.
27 Divina Comedia, Paraíso XXXIII, 1; cf. Liturgia
de las Horas, Memoria de Santa María en sábado, Himno II en el Officio de
Lectura.
28 Cf. S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3:
PL 40, 398; Sermo 25, 7: PL 16, 937 s.
29 Const. dogm. sobre la divina revelación Dei
Verbum, 5.
30 Este es un tema clásico, ya expuesto por S.
Ireneo: « Y como por obra de la virgen desobediente el hombre fue herido y,
precipitado, murió, así también por obra de la Virgen obediente a la palabra de
Dios, el hombre regenerado recibió, por medio de la vida, la vida ... Ya que
era conveniente y justo ... que Eva fuera « recapitulada » en María, con el fin
de que la Virgen, convertida en abogada de la virgen, disolviera y destruyera
la desobediencia virginal por obra de la obediencia virginal »; Expositio
doctrinae apostolicae, 33: S. Ch. 62, 83-86; cf. también Adversus Haereses, V,
19, 1: S. Ch. 153, 248-250.
31 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 5.
32 Ibid., 5; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium , 56.
33 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 56.
34 Ibid., 56.
35 Cf. ibid., 53; S. Agustín, De Sancta
Virginitate, III, 3: PL 40, 398; Sermo 215, 4: PL 38, 1074; Sermo 196, I: PL
38, 1019; De peccatorum meritis et remissione, I, 29, 57: PL 44, 142; Sermo 25,
7: PL 46, 937 s.; S. León Magno, Tractatus 21; De natale Domini, I: CCL 138,
86.
36 Cf. Subida del Monte Carmelo, L. II, cap. 3,
4-6.
37 Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
58.
38 Ibid., 58.
39 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm.
sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
40 Sobre la participación o « compasión » de María
en la muerte de Cristo, cf. S. Bernardo, In Dominica infra octavam Assumptionis
Sermo, 14: S. Bernardi Opera, V, 1968, 273.
41 S. Ireneo, Adversus Haereses, III, 22, 4: S. Ch.
211, 438-444; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56, nota 6.
42 Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
56 y los Padres citados en las notas 8 y 9.
43 « Cristo es verdad, Cristo es carne, Cristo
verdad en la mente de María, Cristo carne en el seno de María »: S. Agustín, Sermo
25 (Sermones inediti), 7: PL 46, 938.
44 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.
45 Ibid., 61.
46 Ibid., 62.
47 Es conocido lo que escribe Orígenes sobre la
presencia de María y de Juan en el Calvario: « Los Evangelios son las primicias
de toda la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios;
ninguno puede percibir el significado si antes no ha posado la cabeza sobre el
pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre »: Comm. in Ioan.,
1, 6: PG 14, 31; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., X, 129-131: CSEL,
32/4, 504 s.
48 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 54
y 53; este último texto conciliar cita a S. Agustín, De Sancta Virgintitate,
VI, 6: PL 40, 399.
49 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
50 Cf. S. León Magno, Tractatus 26, de natale
Domini, 2: CCL 138, 126.
51 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.
52 S. Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51: CCL 48,
650.
53 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 8.
54 Ibid., 9.
55 Ibid., 9.
56 Ibid., 8.
57 Ibid., 9.
58 Ibid., 65.
59 Ibid., 59.
60 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm.
sobre la divina revelacion Dei Verbum,5.
61 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 63.
62 Cf. ibid.,
9.
63 Cf. ibid.,
65.
64 Ibid., 65.
65 Ibid., 65.
66 Cf. ibid.,
13.
67 Cf. ibid.,
13.
68 Cf. ibid., 13.
69 Cfr. Misal Romano, fórmula de la consagración
del cáliz en las Plegarias Eucarísticas.
70 Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 1.
71 Ibid., 13.
72 Ibid., 15.
73 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decr. sobre el
ecumenismo Unitatis redintegratio, 1.
74 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68,
69. Sobre la Santísima Virgen María, promotora de la unidad de los cristianos y
sobre el culto de María en Oriente, cf. León XIII, Carta Enc. Adiutricem populi
(5 de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV, 300-312.
75 Cf. Conc Ecum. Vat. II, Decr. sobre el
ecumenismo Unitatis redintegratio, 20.
76 Ibid., 19.
77 Ibid., 14.
78 Ibid., 15.
79 Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., sobre la
Iglesia Lumen gentium, 66.
80 Conc. Ecum. Calced., Definitio fidei:
Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973 (3), 86 (DS 301)
81 Cf. el Weddâsê Mâryâm (Alabanzas de María), que
está a continuación del Salterio etíope y contiene himnos y plegarias a María
para cada día de la semana. Cf. también el Matshafa Kidâna Mehrat (Libro del
Pacto de Misericordia); es de destacar la importancia reservada a María en los
Himnos así como en la liturgia etíope.
82 Cf. S. Efrén, Hymn. de Nativitate: Scriptores
Syri, 82: CSCO, 186.
83 Cf.. S. Gregorio De Narek, Le livre des prières:
S. Ch. 78, 160-163; 428-432.
84 Conc. Ecum. Niceno II: Conciliorum Oecumenicorum
Decreta, Bologna 1973 (3), 135-138 (DS 600-609).
85 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 59.
86 Cf Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el
ecumenismo Unitatis redintegratio, 19.
87 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 8.
88 Ibid., 9.
89 Como es sabido, las palabras del Magníficat
contienen o evocan numerosos pasajes del Antiguo Testamento.
90 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 2.
91 Cf. por ejemplo S. Justino, Dialogus cum
Tryphone Iudaeo, 100: Otto II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses III, 22, 4: S.
Ch. 211, 439-449; Tertuliano, De carne Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904 s.
92 Cf. S. Epifanio, Panarion, III, 2;Haer. 78, 18:
PG 42, 727-730
93 Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (22 de marzo de 1986), 97.
94 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 60.
95 Ibid., 60.
96 Cf. Ia fómula de mediadora « ad Mediatorem » de
S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2: S. Bernardi Opera,
V, 1968, 263. María como puro espejo remite al Hijo toda gloria y honor que
recibe: Id., In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 12: ed. cit. , 283.
97 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 62.
98 Ibid., 62.
99 Ibid., 61.
100 Ibid.,
62.
101 Ibid., 61
102 Ibid., 61
103 Ibid., 62.
104 Ibid., 62.
105 Ibid., 62; también en su oración la Iglesia
reconoce y celebra la « función materna » de María, función « de intercesión y
perdón, de impetración y gracia, de reconciliación y paz » (cf. prefacio de la
Misa de la Bienaventurada Virgen María, Madre y Mediadora de gracia, en
Collectio Missarum de Beata Maria Virgine, ed. typ. 1987, I, 120.
106 Ibid.,
62.
107 Ibid.,
62; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 11; II, 2, 14: S. Ch. 80, 111
s.; 127-131; 157-161; 181-185; S. Bernardo, In Assumptione Beatae Mariae Sermo,
1-2: S Bernardi Opera, V, 1968, 228-238.
108 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
59; cf. Pío XII, Const. Apost. Munificentissimus Deus (1 de noviembre de 1950):
AAS 42 (1950) 769-771; S. Bernardo presenta a María inmersa en el esplendor de
la gloria del Hijo: In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 3: S. Bernardi
Opera, V, 1968, 263 s.
109 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 53.
110 Sobre este aspecto particular de la mediación
de María como impetradora de clemencia ante el Hijo Juez, cf. S. Bernardo, In
Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 1-2: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262
s.; León XIII, Cart. Enc. Octobri mense (22 de septiembre de 1891): Acta
Leonis, XI, 299-315.
111 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
55.
112 Ibid., 59.
113 Ibid., 36.
114 Ibid., 36.
115 A propósito de María Reina, cf. S. Juan
Damasceno, Hom. in Nativitatem, 6, 12; Hom. in Dormitionem, I, 2, 12, 14; II,
11; III, 4: S. Ch. 80, 59 s.; 77 s.; 83 s.; 113 s.; 117; 151 s.; 189-193.
116 Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 62
117 Ibid., 63.
118 Ibid., 63.
119 Ibid., 66.
120 Cf. S. Ambrosio, De Institutione Virginis, XIV,
88-89: PL 16, 341; S. Agustín, Sermo 215, 4: PL 38, 1074; De Sancta
Virginitate, II, 2; V, 5; VI, 6: PL 40, 397; 398 s.; 399; Sermo 191, II, 3: PL
38, 1010 s.
121 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen Gentium, 63.
122 Ibid., 64.
123 Ibid.,
64.
124 Ibid.,
64.
125 Ibid.,
64.
126 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 8; S. Buenaventura, Comment. in Evang. Lucae, Ad
Claras Aquas, VII, 53, n. 40; 68, n. 109.
127 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 64.
128 Ibid., 63.
129 Ibid., 63.
130 Como es bien sabido, en el texto griego la
expresión «eis ta ídia» supera el límite de una acogida de María por parte del
discípulo, en el sentido del mero alojamiento material y de la hospitalidad en
su casa; quiere indicar más bien una comunión de vida que se establece entre
los dos en base a las palabras de Cristo agonizante. Cf. S. Agustín, In Ioan.
Evang. tract. 119, 3: CCL 36, 659: « La tomó consigo, no en sus heredades, porque
no poseía nada propio, sino entre sus obligaciones que atendía con premura ».
131 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 62.
132 Ibid., 63.
133 Conc. Ecum. Vat II, Const past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22.
134 Cf. Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de
1964: AAS 56 (1964) 1015.
135 Pablo VI, Solemne Profesión de Fe (30 de junio
de 1968), 15: AAS 60 (1968) 438 s.
136 Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964:
AAS 56 (1964) 1015.
137 Ibid.,
1016.
138 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. past.
sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 37.
139 Cf. S.
Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo: S. Bernardi Opera, V,
1968, 262-274.
140 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 65.
141 Cf. Cart. Enc. Fulgens corona (8 de septiembre
de 1953): AAS 45 (1953) 577-592. Pío X con la Cart. Enc. Ad diem illum (2 de
febrero de 1904), con ocasión del 50 aniversario de la definición dogmática de
la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, había proclamado un
Jubileo extraordinario de algunos meses de duración: Pii X P. M. Acta, I,
147-166.
142 Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 66-67.
143 Cf. S. Luis María Grignion de Montfort, Traité
de la vraie dévotion á la sainte Vierge. Junto a este Santo se puede colocar
también la figura de S. Alfonso María de Ligorio, cuyo segundo contenario de su
muerte se conmemora este año: cf. entre sus obras, Las glorias de María.
144 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium ,
69.
145 Homilía del 1 de enero de 1987.
146 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium,
69.
147 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 2: « Por esta revelación Dios invisible habla a
los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía ».
POR WALTER SÁNCHEZ
SILVA | ACI Prensa
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