Si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón, sentirás la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro.
Por: Arzobispo de Chieti-Vasto, monseñor Bruno
Forte | Fuente: Catholic.net
CONFESARSE,
¿POR QUÉ?
Tratemos de comprender juntos qué es la confesión: si lo comprendes
verdaderamente, con la mente y con el corazón, sentirás la necesidad y la
alegría de hacer experiencia de este encuentro, en el que Dios, dándote su
perdón mediante el ministro de la Iglesia, crea en tí un corazón nuevo, pone en
ti un Espíritu nuevo, para que puedas vivir una existencia reconciliada con Él,
contigo mismo y con los demás, llegando a ser tú también capaz de perdonar y
amar, más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.
1. ¿POR QUÉ CONFESARSE?
Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo una que me hacen a
menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es una
pregunta que vuelve a plantearse de muchas formas: ¿por
qué ir a un sacerdote a decir los propios pecados y no se puede hacer
directamente con Dios, que nos conoce y comprende mucho mejor que cualquier
interlocutor humano? Y, de manera más radical: ¿por
qué hablar de mis cosas, especialmente de aquellas de las que me avergüenzo incluso
conmigo mismo, a alguien que es pecador como yo, y que quizá valora de modo
completamente diferente al mío mi experiencia, o no la comprende en absoluto?
¿Qué sabe él de lo que es pecado para mí? Alguno añade: y además, ¿existe
verdaderamente el pecado, o es sólo un invento de los sacerdotes para que nos
portemos bien?
A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y sin temor a que se
me desmienta: el pecado existe, y no sólo está mal
sino que hace mal. Basta mirar la escena cotidiana del mundo, donde se
derrochan violencia, guerras, injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas
(un ejemplo de este «boletín de guerra» no
los dan hoy las noticias en los periódicos, radio, televisión e Internet).
Quien cree en el amor de Dios, además, percibe que el pecado es amor replegado
sobre sí mismo («amor curvus», «amor cerrado», decían
los medievales), ingratitud de quien responde al amor con la indiferencia y el
rechazo. Este rechazo tiene consecuencias no sólo en quien lo vive, sino
también en toda la sociedad, hasta producir condicionamientos y
entrelazamientos de egoísmos y de violencias que se constituyen en auténticas «estructuras de pecado» (pensemos en las
injusticias sociales, en la desigualdad entre países ricos y pobres, en el
escándalo del hambre en el mundo...). Justo por esto no se debe dudar en
subrayar lo enorme que es la tragedia del pecado y cómo la pérdida de sentido
del pecado --muy diversa de esa enfermedad del alma que llamamos «sentimiento
de culpa»-- debilita el corazón ante el espectáculo del mal y las seducciones
de Satanás, el adversario que trata de separarnos de Dios.
2. LA EXPERIENCIA DEL PERDÓN
A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el mundo es malo y que
hacer el bien es inútil. Por el contrario, estoy convencido de que el bien
existe y es mucho mayor que el mal, que la vida es hermosa y que vivir
rectamente, por amor y con amor, vale verdaderamente la pena. La razón profunda
que me lleva a pensar así es la experiencia de la misericordia de Dios que hago
en mí mismo y que veo resplandecer en tantas personas humildes: es una experiencia que he vivido muchas veces, tanto
dando el perdón como ministro de la Iglesia, como recibiéndolo. Hace
años que me confieso con regularidad, varias veces al mes y con la alegría de
hacerlo. La alegría nace del sentirme amado de modo nuevo por Dios, cada vez
que su perdón me alcanza a través del sacerdote que me lo da en su nombre. Es
la alegría que he visto muy a menudo en el rostro de quien venía a confesarse:
no el fútil sentido de alivio de quien «ha vaciado
el saco» (la confesión no es un desahogo psicológico ni un encuentro
consolador, o no lo es principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro»,
tocados en el corazón por un amor que cura, que viene de arriba y nos
transforma. Pedir con convicción el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con
generosidad es fuente de una paz impagable: por ello, es justo y es hermoso
confesarse. Querría compartir las razones de esta alegría a todos aquellos a
los que logre llegar con esta carta.
3. ¿CONFESARSE CON UN
SACERDOTE?
Me preguntas entonces: ¿por qué hay que confesar a
un sacerdote los propios pecados y no se puede hacer directamente a Dios? Ciertamente,
uno se dirige siempre a Dios cuando confiesa los propios pecados. Que sea, sin
embargo, necesario hacerlo también ante un sacerdote nos lo hace comprender el
mismo Dios: al enviar a su Hijo con nuestra carne,
demuestra querer encontrarse con nosotros mediante un contacto directo, que
pasa a través de los signos y los lenguajes de nuestra condición humana.
Así como Él ha salido de sí mismo por amor nuestro y ha venido a «tocarnos» con su carne, también nosotros estamos
llamados a salir de nosotros mismos por amor suyo e ir con humildad y fe a
quien puede darnos el perdón en su nombre con la palabra y con el gesto. Sólo
la absolución de los pecados que el sacerdote te da en el sacramento puede
comunicarte la certeza interior de haber sido verdaderamente perdonado y
acogido por el Padre que está en los cielos, porque Cristo ha confiado al
ministerio de la Iglesia el poder de atar y desatar, de excluir y de admitir en
la comunidad de la alianza (Cf. Mateo 18,17). Es Él quien, resucitado de la
muerte, ha dicho a los Apóstoles: «Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan 20,22-23). Por lo
tanto, confesarse con un sacerdote es muy diferente de hacerlo en el secreto
del corazón, expuesto a tantas inseguridades y ambigüedades que llenan la vida
y la historia. Tu solo no sabrás nunca verdaderamente si quien te ha tocado es
la gracia de Dios o tu emoción, si quien te ha perdonado has sido tú o ha sido
Él por la vía que Él ha elegido. Absuelto por quien el Señor ha elegido y
enviado como ministro del perdón, podrás experimentar la libertad que sólo Dios
da y comprenderás por qué confesarse es fuente de paz.
4. UN DIOS CERCANO A NUESTRA
DEBILIDAD
La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que se nos ofrece
en Jesús y que se nos transmite mediante el ministerio de la Iglesia. En este
signo eficaz de la gracia, cita con la misericordia sin fin, se nos ofrece el
rostro de un Dios que conoce como nadie nuestra condición humana y se le hace
cercano con tiernísimo amor. Nos lo demuestran innumerables episodios de la
vida de Jesús, desde el encuentro con la Samaritana a la curación del
paralítico, desde el perdón a la adúltera a las lágrimas ante la muerte del
amigo Lázaro... De esta cercanía tierna y compasiva de Dios tenemos inmensa
necesidad, como lo demuestra también una simple mirada a nuestra existencia: cada uno de nosotros convive con la propia debilidad,
atraviesa la enfermedad, se asoma a la muerte, advierte el desafío de las
preguntas que todo esto plantea el corazón. Por mucho que luego podamos
desear hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a todos, nos expone
continuamente al riesgo de caer en la tentación.
El Apóstol Pablo describió con precisión esta experiencia: «Hay en mí el deseo del bien, pero no la capacidad de
realizarlo; en efecto, yo no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero» (Romanos 7,18s). Es el conflicto interior del que nace la
invocación: «Quién me librará de este cuerpo que me
lleva a la muerte?» (Romanos 7, 24). A ella responde de modo especial el
sacramento del perdón, que viene a socorrernos siempre de nuevo en nuestra
condición de pecado, alcanzándonos con la potencia sanadora de la gracia divina
y transformando nuestro corazón y nuestros comportamientos. Por ello, la
Iglesia no se cansa de proponernos la gracia de este sacramento durante todo el
camino de nuestra vida: a través de ella Jesús,
verdadero médico celestial, se hace cargo de nuestros pecados y nos acompaña,
continuando su obra de curación y de salvación. Como sucede en cada
historia de amor, también la alianza con el Señor hay que renovarla sin
descanso: la fidelidad y el empeño siempre nuevo del corazón que se entrega y
acoge el amor que se le ofrece, hasta el día en que Dios será todo en todos.
5. LAS ETAPAS DEL ENCUENTRO
CON EL PERDÓN.
Justo porque fue deseado por un Dios profundamente «humano», el encuentro con
la misericordia que nos ofrece Jesús se produce en varias etapas, que respetan
los tiempos de la vida y del corazón. Al inicio, está la escucha de la buena
noticia, en la que te alcanza la llamada del Amado: «El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la
Buena Nueva» (Marcos 1,15). A través de esta voz el Espíritu Santo actúa
en ti, dándote dulzura para consentir y creer en la Verdad. Cuando te vuelves
dócil a esta voz y decides responder con todo el corazón a Quien te llama,
emprendes el camino que te lleva al regalo más grande, un don tan valioso que
le lleva a Pablo a decir: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con
Dios! » (2 Corintios 5, 20).
La reconciliación es precisamente el sacramento del encuentro con Cristo que,
mediante el ministerio de la Iglesia, viene a socorrer la debilidad de quien ha
traicionado o rechazado la alianza con Dios, lo reconcilia con el Padre y con
la Iglesia, lo recrea como criatura nueva en la fuerza del Espíritu Santo. Este
sacramento es llamado también de la penitencia, porque en él se expresa la
conversión del hombre, el camino del corazón que se arrepiente y viene a
invocar el perdón de Dios. El término confesión --usado normalmente-- se
refiere en cambio al acto de confesar las propias culpas ante el sacerdote pero
recuerda también la triple confesión que hay que hacer para vivir en plenitud
la celebración de la reconciliación: la confesión de alabanza («confessio laudis»), con la que hacemos memoria
del amor divino que nos precede y nos acompaña, reconociendo sus signos en
nuestra vida y comprendiendo mejor así la gravedad de nuestra culpa; la
confesión del pecado, con la que presentamos al Padre nuestro corazón humilde y
arrepentido, reconociendo nuestros pecados («confessio
peccati»); la confesión de fe, por último, con la que nos abrimos al
perdón que libera y salva, que se nos ofrece con la absolución («confessio fidei»). A su vez, los gestos y las
palabras en las que expresaremos el don que hemos recibido confesarán en la
vida las maravillas realizadas en nosotros por la misericordia de Dios.
6. LA FIESTA DEL ENCUENTRO
En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida en una gran variedad
de formas, comunitarias e individuales, que sin embargo han mantenido todas la
estructura fundamental del encuentro personal entre el pecador arrepentido y el
Dios vivo, a través de la mediación del ministerio del obispo o del sacerdote.
A través de las palabras de la absolución, pronunciadas por un hombre pecador
que, sin embargo, ha sido elegido y consagrado para el ministerio, es Cristo
mismo el que acoge al pecador arrepentido y lo reconcilia con el Padre y en el
don del Espíritu Santo, lo renueva como miembro vivo de la Iglesia.
Reconciliados con Dios, somos acogidos en la comunión vivificante de la
Trinidad y recibimos en nosotros la vida nueva de la gracia, el amor que sólo
Dios puede infundir en nuestros corazones: el sacramento del perdón renueva,
así, nuestra relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en
cuyo nombre se nos da la absolución de las culpas. Como muestra la parábola del
Padre y los dos hijos, el encuentro de la reconciliación culmina en un banquete
de platos sabrosos, en el que se participa con el traje nuevo, el anillo y los
pies bien calzados (Cf. Lucas15,22s): imágenes que expresan todas la alegría y
la belleza del regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente, para usar las
palabras del padre de la parábola, «comamos y
celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la
vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15, 24). ¡Qué hermoso pensar que aquél hijo podemos ser cada uno
de nosotros!
7. LA VUELTA A LA CASA DEL
PADRE
En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una «vuelta a casa»
(este es propiamente el sentido de la palabra «teshuvá»,
que el hebreo usa para decir «conversión»). Mediante
la toma de conciencia de tus culpas, te das cuenta de estar en el exilio,
lejano de la patria del amor: adviertes malestar,
dolor, porque comprendes que la culpa es una ruptura de la alianza con el
Señor, un rechazo de su amor, es «amor no amado», y por ello es también fuente
de alienación, porque el pecado nos desarraiga de nuestra verdadera morada, el
corazón del Padre. Es entonces cuando hace falta recordar la casa en la
que nos esperan: sin esta memoria del amor no podríamos nunca tener la
confianza y la esperanza necesarias para tomar la decisión de volver a Dios.
Con la humildad de quien sabe que no es digno de ser llamado «hijo», podemos decidirnos a ir a llamar a la
puerta de la casa del Padre: ¡qué sorpresa
descubrir que está en la ventana escrutando el horizonte porque espera desde
hace mucho tiempo nuestro retorno! A nuestras manos abiertas, al corazón
humilde y arrepentido responde la oferta gratuita del perdón con el que el
Padre nos reconcilia consigo, «convirtiéndonos» de
alguna manera a nosotros mismos: « Estando él
todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le
besó efusivamente» (Lucas 15,20). Con extraordinaria ternura, Dios nos
introduce de modo renovado en la condición de hijos, ofrecida por la alianza
establecida en Jesús.
8. EL ENCUENTRO CON CRISTO,
MUERTO Y RESUCITADO POR NOSOTROS
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la alegría
del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado, que, a través de su
Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su Espíritu en nuestros corazones.
Este encuentro se realiza mediante el itinerario que lleva a cada uno de
nosotros a confesar nuestras culpas con humildad y dolor de los pecados y a
recibir con gratitud plena de estupor el perdón. Unidos a Jesús en su muerte de
Cruz, morimos al pecado y al hombre viejo que en él ha triunfado. Su sangre,
derramada por nosotros nos reconcilia con Dios y con los demás, abatiendo el
muro de la enemistad que nos mantenía prisioneros de nuestra soledad sin esperanza
y sin amor. La fuerza de su resurrección nos alcanza y transforma: el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una
fe nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto a
nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda
nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se
ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia, liberada del
peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y renovada en la potencia de
su Amor victorioso. Liberados por el Señor Jesús, estamos llamados a vivir como
Él libres del miedo, de la culpa y de las seducciones del mal, para realizar
obras de verdad, de justicia y de paz.
9. LA VIDA NUEVA DEL ESPÍRITU
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios (Cf.
Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida nueva,
comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el Espíritu
es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu empuja al pecador perdonado a
expresar en la vida la paz recibida, aceptando sobre todo las consecuencias de
la culpa cometida, la llamada «pena», que es
como el efecto de la enfermedad representada por el pecado, y que hay que
considerarla como una herida que curar con el óleo de la gracia y la paciencia
del amor que hemos de tener hacia nosotros mismos. El Espíritu, además, nos
ayuda a madurar el firme propósito de vivir un camino de conversión hecho de
empeños concretos de caridad y de oración: el signo penitencial requerido por
el confesor sirve justamente para expresar esta elección. La vida nueva, a la
que así renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la belleza y la
fuerza del perdón invocado y recibido siempre de nuevo («perdón»
quiere decir justamente don renovado: ¡perdonar
es dar infinitamente!) Te pregunto entonces: ¿por
qué prescindir de un regalo tan grande? Acércate a la confesión con
corazón humilde y contrito y vívela con fe: te cambiará la vida y dará paz a tu
corazón. Entonces, tus ojos se abrirán para reconocer los signos de la belleza
de Dios presentes en la creación y en la historia y te surgirá del alma el
canto de alabanza.
Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres ministro del perdón,
querría dirigir una invitación que me nace del corazón: está siempre pronto --a tiempo y a destiempo--, a anunciar a todos la misericordia y a dar a quien te lo
pide el perdón que necesita para vivir y morir. Para aquella persona, ¡podría
tratarse de la hora de Dios en su vida!
10. ¡DEJÉMONOS RECONCILIAR
CON DIOS!
La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también en la mía: lo
expreso sirviéndome de dos voces distintas. La primera, es la de Friedrich
Nietzsche, que, en su juventud, escribió palabras apasionadas, signo de la necesidad
de misericordia divina que todos llevamos dentro: «Una
vez más, antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo,
elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del
corazón he consagrado altares, para que cada hora tu voz me vuelva a llamar…
Quiero conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y
como tempestad sacudas mi vida, tú que eres inalcanzable y sin embargo
semejante a mí! Quiero conocerte y también servirte» («Scritti giovanili»,
«Escritos Juveniles» I, 1, Milán 1998, 388). La otra voz es la que se
atribuye a san Francisco de Asís, que expresa la verdad de una vida renovada
por la gracia del perdón:
Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que
allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el
perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay
error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá
donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo
ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que
yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto
comprender, ser amado, cuanto amar.
Son éstos los frutos de la reconciliación, invocada y acogida por Dios, que
auguro a todos vosotros que me leéis. Con este augurio, que se hace oración, os
abrazo y bendigo uno a uno.
PARA EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Prepárate a la confesión si es posible a plazos regulares y no demasiado
lejanos en el tiempo, en un clima de oración, respondiendo a estas preguntas
bajo la mirada de Dios, eventualmente verificándolo con quien pueda ayudarte a
caminar más rápido en la vía del Señor:
1. «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Dt 5,7). «Amarás
al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt
22,37). ¿Amo así al Señor? ¿Le doy el primer lugar
en mi vida? ¿Me empeño en rechazar todo ídolo que puede interponerse entre
Él y yo, ya sea el dinero, el placer, la
superstición o el poder? ¿Escucho con fe su Palabra? ¿Soy perseverante en la
oración?
2. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Dt 5,11). ¿Respeto el nombre santo de Dios? ¿Abuso al referirme a
Él ofendiéndole o sirviéndome de Él en lugar de servirlo? ¿Bendigo a Dios en
cada uno de mis actos? ¿Me remito sin reservas a su voluntad sobre mí,
confiando totalmente en Él? ¿Me confío con humildad y confianza a la guía y a
la enseñanza de los pastores que el Señor ha dado a su Iglesia? ¿Me empeño en
profundizar y nutrir mi vida de fe?
3. «Santificarás las fiestas» (cf. Dt 5,12-15). ¿Vivo
la centralidad del domingo, empezando por su centro que es la celebración de la
eucaristía, y los otros días consagrados al Señor para alabarlo y darle gracias
para confiarme a Él y reposar en Él? ¿Participo con fidelidad y empeño en la
liturgia festiva, preparándome a ella con la oración y esforzándome en obtener
fruto durante toda la semana? ¿Santifico el día de fiesta con algún gesto de
amor hacia quien lo necesita?
4. «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). ¿Amo
y respeto a quienes me han dado la vida? ¿Me esfuerzo por comprenderles y
ayudarles, sobre todo en su debilidad y sus límites?
5. «No matar»
(Dt 5,17). ¿Me esfuerzo por respetar y
promover la vida en todas sus etapas y en todos sus aspectos? ¿Hago todo lo que
está en mi poder por el bien de los demás? ¿He hecho mal a alguien con la
intención explícita de hacerlo? «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39).
¿Cómo vivo la caridad hacia el prójimo? ¿Estoy atento y disponible, sobre todo
hacia los más pobres y los más débiles? ¿Me amo a mí mismo, sabiendo aceptar
mis límites bajo la mirada de Dios?
6. «No cometerás actos impuros» (cf.
Dt 5,18). «No desearás la mujer de tu prójimo» (Dt
5,21). ¿Soy casto en pensamientos y actos? ¿Me esfuerzo en amar con gratuidad,
libre de la tentación de la posesión y de los celos? ¿Respeto siempre y en todo
la dignidad de la persona humana? ¿Trato mi cuerpo y el cuerpo de los demás
como templo del Espíritu Santo?
7. «No robar»
(Dt 5,19). «No desear los bienes ajenos» (Dt
5,21). ¿Respeto los bienes de la creación? ¿Soy honesto en el trabajo y en mis
relaciones con los demás? ¿Respeto el fruto de trabajo de los demás? ¿Soy
envidioso del bien de los otros? ¿Me esfuerzo en hacer a los otros felices o
pienso sólo en mi felicidad?
8. «No pronunciar falso testimonio» (Dt
5,20). ¿Soy sincero y leal en cada palabra y
acción? ¿Testimonio siempre y sólo la verdad? ¿Trato de dar confianza y actúo
en modo de merecerla?
9. ¿Me esfuerzo en seguir a Jesús en la vía de mi entrega a Dios y a los
demás? ¿Trato
de ser como Él humilde, pobre y casto?
10. ¿Encuentro al Señor fielmente en los sacramentos, en la comunión
fraterna y en el servicio a los más pobres? ¿Vivo la esperanza en la vida eterna, mirando cada cosa a
la luz del Dios que llega y confiando siempre en sus promesas?








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