El Papa Francisco presidió este 23 de enero una Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano por el Domingo de la Palabra de Dios, instituida por el mismo Pontífice en el Motu Proprio Aperuit Illis del 30 de septiembre de 2019.
En su homilía, el Santo Padre invitó volver a colocar la Palabra de Dios
“en el centro de la pastoral y de la vida de la
Iglesia” a escucharla, a rezar con ella para ponerla en práctica.
“Hermanas y hermanos, la Palabra de Dios nos
cambia. La rigidez no nos cambia, nos esconde. Y la Palabra de Dios nos cambia
penetrando en el alma como una espada. Porque, si por una parte consuela,
revelándonos el rostro de Dios, por otra parte, provoca y sacude, mostrándonos
nuestras contradicciones. Nos mete en crisis. No nos deja tranquilos, si quien
paga el precio de esta tranquilidad es un mundo desgarrado por la injusticia y
quienes sufren las consecuencias son siempre los más débiles. Siempre pagan
los más débiles”, advirtió el Papa.
A continuación, la homilía
completa del Papa Francisco:
En la primera Lectura y en el Evangelio encontramos dos gestos
paralelos: el sacerdote Esdras tomó el libro de la ley de Dios, lo abrió y lo
proclamó delante de todo el pueblo; Jesús, en la sinagoga de Nazaret, abrió
el volumen de la Sagrada Escritura y leyó un pasaje del profeta Isaías
delante de todos. Son dos escenas que nos comunican una realidad fundamental:
en el centro de la vida del pueblo santo de Dios y del camino de la fe no
estamos nosotros, con nuestras palabras; en el centro está Dios con su
Palabra.
Todo comenzó con la Palabra que Dios nos dirigió. En Cristo, su
Palabra eterna, el Padre «nos eligió antes de la
creación del mundo» (Ef 1,4). Con su Palabra creó el universo: «Él lo dijo y así sucedió» (Sal 33,9).
Desde la antigüedad nos habló por medio de los profetas (cf. Hb 1,1);
por último, en la plenitud del tiempo, nos envió su misma Palabra, el Hijo
unigénito (cf. Ga 4,4). Por esto, al finalizar la lectura de Isaías,
Jesús en el Evangelio anuncia algo inaudito: «Esta
lectura se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). Se ha cumplido; la Palabra
de Dios ya no es una promesa, sino que se ha realizado. En Jesús se hizo
carne. Por obra del Espíritu Santo habitó entre nosotros
y quiere hacernos su morada, para
colmar nuestras expectativas y sanar nuestras heridas.
Hermanas y hermanos, tengamos la
mirada fija en Jesús, como la gente en la sinagoga de
Nazaret (cf. v. 20), -lo miraban, era uno de ellos, cuál novedad, qué hará
este, de quien se habla mucho- y acojamos su Palabra. Meditemos hoy dos
aspectos de ella que están unidos entre sí: la
Palabra revela a Dios y el otro aspecto la
Palabra nos lleva al hombre. Está al centro revela a Dios y nos
lleva al hombre.
En primer lugar, la Palabra
revela a Dios. Jesús, al comienzo de su misión, comentando ese
pasaje específico del profeta Isaías, anuncia una opción concreta: ha venido para liberar a los pobres y oprimidos
(cf. v. 18). De este modo, precisamente por medio de las Escrituras, nos revela
el rostro de Dios como el de Aquel que se hace cargo de nuestra pobreza y le
preocupa nuestro destino.
No es un tirano que se encierra en el cielo -esa imagen de Dios fea, no
es así-, sino un Padre que sigue nuestros pasos. No es un frío observador
indiferente e imperturbable -un dios matemático, no-, sino Dios con nosotros,
que se apasiona con nuestra vida, Dios que tiene pasión y se apasiona hasta
llorar nuestras mismas lágrimas. No es un dios neutral e indiferente, sino el
Espíritu amante del hombre, que nos defiende, nos aconseja, toma partido a
nuestro favor, se involucra y se compromete con nuestro dolor. Siempre está
presente allí.
Esta es «la buena noticia» (v. 18)
que Jesús proclama ante la mirada sorprendida de todos: Dios es cercano y
quiere cuidar de mí, de ti, de todos. Y este es el rasgo de Dios: cercanía, Él mismo se define así y dice al pueblo en el
Deuteronomio ¿cuál pueblo tiene a su dios cercano a ellos como yo te soy
cercano a ti? El Dios cercano. Con esta cercanía que es compasiva y
tierna quiere aliviarte de las cargas que te aplastan, quiere caldear el frío
de tus inviernos, quiere iluminar tus días oscuros, quiere sostener tus
pasos inciertos. Y lo hace
con su Palabra, con la que te habla para volver a encender la esperanza en
medio de las cenizas, de las cenizas de tus miedos, para hacer que vuelvas a
encontrar la alegría en los laberintos de tus tristezas, para llenar de
esperanza la amargura de tus soledades. Te hace ir, pero no en un laberinto, te
hace ir en el camino para encontrarlo más cada día.
Hermanos, hermanas, preguntémonos: ¿llevamos
en el corazón esta imagen liberadora de Dios -del Dios cercano, del Dios
compasivo, del Dios tierno- o pensamos que sea un juez riguroso, un rígido
aduanero de nuestra vida? ¿Nuestra fe genera esperanza y alegría o -me
pregunto- está todavía determinada por el miedo? ¿Una fe con miedo? ¿Qué
rostro de Dios anunciamos en la Iglesia, el Salvador que libera y
cura o el Temible que aplasta bajo los sentimientos de culpa?
Para convertirnos al Dios verdadero, Jesús nos indica de dónde debemos
partir: de la Palabra. Ella, contándonos la historia del amor que Dios tiene por nosotros, nos libera de los
miedos y de los conceptos erróneos sobre Él, que apagan la alegría de la fe. La Palabra derriba los falsos ídolos,
desenmascara nuestras proyecciones, destruye las representaciones demasiado
humanas de Dios y nos muestra su rostro verdadero, su misericordia. La Palabra
de Dios nutre y renueva la fe, ¡volvamos a ponerla
en el centro de la oración y de la vida espiritual! Al centro la
Palabra que nos revela cómo es Dios, la Palabra que nos hace cercanos a Dios.
Y ahora, el segundo aspecto: la Palabra nos lleva al hombre. Nos lleva a Dios y nos lleva al
hombre. Justamente cuando descubrimos que Dios es amor compasivo, vencemos la
tentación de encerrarnos en una religiosidad sacra, que se reduce a un culto
exterior, que no toca ni transforma la vida. Esta es idolatría, idolatría
escondida, idolatría refinada, pero es idolatría. La Palabra nos impulsa a
salir fuera, fuera de nosotros mismos para ponernos en camino al encuentro de
los hermanos con la única fuerza humilde del amor liberador de Dios.
En la sinagoga de Nazaret Jesús nos revela precisamente esto: Él es enviado para ir al encuentro de los pobres -que somos todos
nosotros- y liberarlos. No vino a entregar una serie de normas o a
oficiar alguna ceremonia religiosa, sino que descendió a las calles del mundo
para encontrarse con la humanidad herida, para acariciar los rostros marcados
por el sufrimiento, para sanar los corazones quebrantados, para liberarnos de
las cadenas que nos aprisionan el alma. De este modo nos revela cuál es el culto que más agrada a Dios: hacernos cargo del prójimo. Debemos volver a esto, en un momento que en
la Iglesia existen las tentaciones de la rigidez, que es una perversión, y se
cree que encontrar a Dios es ser más rígido, más rígido, con más normas, las
cosas correctas, las cosas claras, no es así. Cuando nosotros veamos propuestas
rígidas, propuestas de rigidez, pensemos inmediatamente esto es un ídolo, no es
Dios, nuestro Dios no es así.
Hermanas y hermanos, la Palabra de Dios nos cambia.
La rigidez no nos cambia, nos esconde. Y la Palabra de Dios nos cambia
penetrando en el alma como una espada (cf. Hb 4,12). Porque, si por una
parte consuela, revelándonos el rostro de Dios, por otra parte, provoca y
sacude, mostrándonos nuestras contradicciones. Nos mete en crisis. No nos deja
tranquilos, si quien paga el precio de esta tranquilidad es un mundo desgarrado
por la injusticia y quienes sufren las consecuencias son siempre los más
débiles. Siempre pagan los más débiles.
La Palabra pone en crisis esas justificaciones nuestras que siempre
hacen depender aquello que no funciona del otro o de los otros. Cuánto dolor
sentimos cuando vemos nuestros hermanos y hermanas morir en el mar porque no
los dejan desembarcar y esto, algunos, en el nombre de Dios. La Palabra de Dios
nos invita a salir al descubierto, a no escondernos detrás de la complejidad
de los problemas, detrás del “no hay nada que
hacer”, “es un problema de ellos, es un problema suyo” o del “¿qué puedo hacer yo?” Dejémoslo allí. Nos
exhorta a actuar, a unir el culto a Dios y el cuidado del hombre. Siempre allí.
Porque la Sagrada Escritura no nos ha sido dada para entretenernos, para
mimarnos en una espiritualidad angélica, sino para salir al encuentro de los
demás y acercarnos a sus heridas. He hablado de la rigidez, de aquel
pelagianismo moderno, que es una de las tentaciones de la Iglesia, y esta otra
es buscar una espiritualidad angélica, es un poco otra de las tentaciones de
hoy, los movimientos espirituales agnósticos, el agnosticismo que te propone
una palabra de dios que te mete en órbita y no te hace tocar la realidad.
La Palabra que se ha hecho carne (cf. Jn 1,14) quiere encarnarse en nosotros. No nos
aleja de la vida, sino que nos introduce en la vida, en las situaciones de
todos los días, en la escucha de los sufrimientos de los hermanos, del grito
de los pobres, de la violencia y las injusticias que hieren la sociedad y el
planeta, para no ser cristianos indiferentes sino laboriosos, cristianos
creativos, cristianos proféticos.
«Esta lectura que acaban de oír -dice Jesús- se
ha cumplido hoy» (Lc 4,21). La Palabra quiere encarnarse hoy, en el tiempo que vivimos, no en un
futuro ideal. Una mística francesa del siglo pasado, que eligió
vivir el Evangelio en las periferias, escribió que la Palabra del
Señor no es «“letra muerta”, sino espíritu y vida. [...] Las
condiciones de la escucha que reclama de nosotros la Palabra del Señor son las
de nuestro “hoy”: las circunstancias de nuestra
vida cotidiana y las necesidades de nuestro prójimo» (M. Delbrêl, La alegría de creer, Sal Terrae, Santander
1997, 242-243).
Entonces, preguntémonos: ¿queremos imitar
a Jesús, ser ministros de liberación y de consolación para los demás?
Es decir, actuar la Palabra. ¿Somos una Iglesia
dócil a la Palabra? ¿Una Iglesia con capacidad de escuchar a los demás, que
se compromete a tender la mano para aliviar a los hermanos y las hermanas de
aquello que los oprime, para desatar los nudos de los temores, liberar a los
más frágiles de las prisiones de la pobreza, del cansancio interior y de la
tristeza que apaga la vida? ¿Queremos esto?
En esta celebración, algunos de nuestros hermanos y hermanas son instituidos lectores y catequistas. Están llamados a la tarea importante
de servir el Evangelio de Jesús, de anunciarlo para que su consuelo, su alegría
y su liberación lleguen a todos. Esta es también la misión de
cada uno de nosotros: ser anunciadores creíbles, profetas de la Palabra en el
mundo. Por eso, apasionémonos por la Sagrada Escritura. Dejémonos escrutar
interiormente por la Palabra, que revela la novedad de Dios y nos lleva a amar
a los demás sin cansarse. ¡Volvamos a poner la
Palabra de Dios en el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia! Así
seremos libres de todo pelagianismo rígido y seremos libres de las ilusiones,
de espiritualidad que te coloca en la órbita sin cuidar a los hermanos y
hermanas. ¡Volvamos a poner la Palabra de Dios en
el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia! Escuchémosla,
recemos con ella, pongámosla en práctica.
Redacción ACI Prensa
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