El sentido cristiano del sufrimiento humano
Por: Padre Guillermo Juan Morado | Fuente: Autores
católicos
1. “Curó a muchos enfermos de diversos males”, anota,
refiriéndose a Jesús, el evangelista San Marcos (cf Marcos 1, 34). Jesucristo
se manifiesta así como médico de las almas y de los cuerpos (cf Catecismo de la
Iglesia Católica, 1421). Las curaciones son signos de la llegada del reino de
Dios; de un acontecimiento que comporta la salvación integral para el hombre
entero.
La curación de las enfermedades anticipan una sanación más radical, que tiene
lugar por la Pascua de Cristo. El Señor, que “tomó
nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (Mateo 8, 17),
venció en la Cruz al mal y al pecado, triunfando sobre las consecuencias del
pecado: sobre la enfermedad, sobre el sufrimiento, sobre la muerte. Todos estos
aspectos sombríos de la condición humana han sido asumidos y redimidos por el
Hijo de Dios hecho hombre.
Esta apropiación del sufrimiento por parte del Redentor permite contemplar la
enfermedad con una mirada nueva, porque los caminos del dolor han sido ya
explorados por el Hijo de Dios, que los ha convertido en caminos de vida. El
sufrimiento, la enfermedad y el dolor tienen, desde la Cruz, un sentido, una
razón de ser, una finalidad: son ocasión propicia
para unirse a la pasión redentora del Salvador. Contemplando la Cruz, el
hombre sabe que jamás sufre solo, ni muere solo; tiene la posibilidad de morir
con Cristo para resucitar con Él, uniendo el propio padecer a la ofrenda del
Señor que se entrega por la salvación del mundo. El sufrimiento se transforma
así en amor; en un amor que vence al mal.
Juan Pablo II escribió en el año 1984, con el título Salvifici doloris, una
carta apostólica sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano. El Papa dio
testimonio, durante los años de su enfermedad, de la verdad de cuanto había
escrito en ese texto. Realmente, la mejor encíclica de Juan Pablo II fue su
propia vida; fue el modo de asumir su enfermedad y su muerte. Con su ejemplo
puso de manifiesto que es posible “aceptar nuestro
propio sufrimiento y unirlo al sufrimiento de Cristo. De este modo, ese
sufrimiento se funde con el amor redentor y, en consecuencia, se transforma en
una fuerza contra el mal en el mundo” (Benedicto XVI, “Discurso”, 22 de
Diciembre de 2005).
2. A pesar de los progresos de la medicina, la
enfermedad – física o psíquica - , el dolor y el sufrimiento acompañan al
hombre. Son, además de herencia del pecado, muestras de nuestra caducidad y
contingencia. En carne propia, o en la experiencia de personas cercanas, todos
hemos podido saludar a estos compañeros de viaje. Como Job, cada uno de
nosotros, en los momentos de angustia, podría quizá exclamar: “al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré? Se alarga la
noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Mis días corren más que la
lanzadera...” (cf Job 7, 1-4.6-7).
Cristo nos da la esperanza de saber que la enfermedad y el sufrimiento no
serán, como no lo fue la Cruz, lo definitivo. Cristo nos da la posibilidad de
transformarlos en ofrenda de amor. Y Cristo nos pide que estemos al lado del
que sufre, sabiendo que cada vez que nos acercamos a un enfermo, nos estamos
acercando al mismo Señor. “Venid, benditos de mi
Padre, porque estaba enfermo y me visitasteis” (cf Mateo 25, 36).
3. La Iglesia continúa, con la fuerza del
Espíritu Santo, la obra de Jesucristo de curar y salvar. De modo particular a
través de los sacramentos de curación; el sacramento de la Penitencia y el
sacramento de la Unción de los Enfermos.
Debemos dejarnos curar por Cristo, como se dejó curar por Él la suegra de Simón
y tantos otros enfermos. Debemos ansiar que, en la confesión personal,
Cristo-Médico se incline sobre nuestra dolencia para restaurarnos y devolvernos
a la comunión fraterna (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1484). Debemos
valorar la Unción de los Enfermos como sacramento especialmente destinado a
reconfortar a los atribulados por la enfermedad (cf Catecismo de la Iglesia
Católica, 1511). No podemos olvidar las palabras del apóstol Santiago, que
siguen teniendo plena vigencia:
“¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los
presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre
del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se
levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados” (Santiago
5, 14-15).
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