viernes, 18 de septiembre de 2020

EL MISTERIO DE LA LITURGIA

Nos pone en contacto con el misterio que existe en el corazón de todas las cosas y de cada ser humano. 

Por: Antonio Rivero L.C. | Fuente: Catholic.net

CUANDO HABLAMOS DE LITURGIA, ¿QUÉ QUEREMOS DECIR?

Si vamos a la etimología griega, la palabra liturgia significa obra (ergon) del pueblo (leiton, adjetivo derivado de laos, que significa pueblo). Por tanto, podríamos decir que la liturgia es obra del pueblo, obra pública dedicada a Dios. En palabras más simples diríamos que la liturgia es el culto espiritual o servicio sagrado a Dios de cada uno de nosotros, que formamos su pueblo.

Hoy ya entendemos la liturgia como el culto oficial de la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, a la Santísima Trinidad, para adorarle, agradecerle, implorarle perdón y pedirle gracias y favores.

Desde el comienzo del movimiento litúrgico, hasta nuestros días, se han propuesto muchas definiciones de liturgia y todavía no existe una que sea admitida unánimemente, dada la riqueza encerrada en dicho misterio. Sin embargo, todos los autores admiten que el concepto de liturgia incluye los siguientes elementos: la presencia de Cristo Sacerdote, la acción de la Iglesia y del Espíritu Santo, la historia de la salvación continuada y actualizada a través de signos eficaces, que son los sacramentos, y la santificación del culto.

Según esto se podría considerar la liturgia como la acción sacerdotal de Jesucristo, continuada en y por la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo, por medio de la cual el Señor actualiza su obra salvífica a través de signos eficaces, dando así culto perfectísimo a Dios y comunicando a los hombres la salvación, aquí y ahora.

Un gran teólogo de nuestro tiempo define así la liturgia: “La liturgia es la celebración de los sagrados misterios de nuestra redención por la Iglesia, en la que perdura viva la persona de Cristo, vivos los acontecimientos salvíficos del origen, activa la presencia de su gracia reconciliadora y fiel la promesa, mediante los signos que él eligió y que la comunidad realiza, presidida por la palabra de los apóstoles y animada por el Santo Espíritu de Jesús...La liturgia es la anamnesia de una comunidad que en obediencia a su Señor hace memoria de todo lo que él dijo y padeció; de lo que Dios hizo con él por nosotros. La Iglesia se une así a lo que fue la gesta salvífica de Cristo y continúa adherida e identificada con la intercesión que, como sacerdote eterno, Él sigue ofreciendo al Padre por nosotros, mientras peregrinamos en este mundo”.

En este contexto ya podemos apreciar lo que es la liturgia en la Iglesia. La liturgia no es sino la celebración de ese proceso de la redención en el mundo y del mundo. La liturgia es la “fuente y culmen de la vida cristiana”, como la llamó el concilio Vaticano II, porque en la celebración litúrgica es donde se verifica y tiene su más explícita expresión, ese modelo de iniciativa y respuesta, de la acción divina y la cooperación humana. En cuanto fuente, la liturgia es punto de partida que nos impulsa a que, saciados con los sacramentos pascuales, sigamos caminando hacia la santidad mediante una vida recta y honesta, dando gloria a Dios con nuestras palabras y nuestras acciones delante de los hombres. En cuanto culmen, la liturgia es punto de llegada, es decir, toda la actividad de la Iglesia tiende a dar gloria a Dios.

Si se preguntara a los católicos la razón por la que asisten a misa los domingos, muchos probablemente dirían que porque es algo muy importante para ellos, o porque les gusta cómo habla el sacerdote que celebra, o porque los católicos tienen la obligación de asistir.

Sin embargo, si reflexionamos un poco, tendremos que decir que la razón por la que vamos a misa es porque Dios nos ha llamado a reunirnos junto a Él en su Iglesia, para darle gloria, agradecerle, implorarle ayuda y pedirle perdón. Por eso podemos decir que la liturgia es la celebración de un pueblo reunido en nombre del Señor, que nos hizo hermanos, hijos del mismo Padre, miembros del mismo cuerpo, ramas del mismo árbol.

En la sociedad contemporánea, en la que hay gente que cree en todo tipo de cosas o simplemente ya no cree en nada, la fe que nos lleva a la iglesia el domingo, mientras un vecino poda el jardín y otro lee el periódico o mira una película, puede darnos un sentido vivo de vocación o llamado. No es que seamos mejores o peores que nuestros vecinos, sino que nosotros, por razones misteriosas que sólo Dios conoce, hemos sido elegidos y llamados para conocerlo a Él y sus obras, para amarle sobre todas las cosas y servirle de todo corazón en nuestro día a día.

Aun reconociendo nuestras infidelidades personales y comunitarias, nos reunimos para la celebración litúrgica, y seguimos siendo lo que somos: un pueblo llamado por Dios a ser su testigo y su ayuda en la historia humana. Somos el Cuerpo de Cristo, sus brazos y piernas, pies y manos, para el mundo que Él ama.


El papa Pío XII nos dice que la liturgia es el culto del Cuerpo de Cristo completo, cabeza y miembros. En la liturgia, somos llamados juntos a la presencia del Padre, que es el Padre de todos. Nos reunimos en Cristo, porque sin Cristo no podemos presentarnos ante el Padre. Y nos reunimos por el Espíritu de Cristo, que se derrama en nuestros corazones para que formemos “un cuerpo, un espíritu, en Cristo”. ¡Llamados a la presencia del Padre, en Cristo, por el Espíritu!

Así, la reunión de la asamblea es un signo y un símbolo de lo que Dios hace y de su obra. La obra de Dios en la historia es reunir en uno a los hijos de Dios, que están dispersos, superar las divisiones, proporcionar un lugar para los que carecen de casa y están solos, para apoyar a los que soportan cargas demasiado pesadas, y crear un oasis de comunidad en medio de un mundo dolorosamente dividido en los que tienen casi todo y los que carecen de todo.

Ahí, en la comunidad cristiana, podemos descubrir que todos pertenecemos a la misma humanidad y dejar de lado las diferencias. La reunión de los creyentes en una celebración litúrgica es la anticipación del día en que se establezca el Reino de Dios en su plenitud, cuando ya no exista la discriminación por razón de sexo, raza o riqueza; donde no habrá hambre ni sed, ni desconfianza ni violencia, competencia o abuso de poder, porque todas las cosas estarán sujetas a Cristo, y Dios reinará sobre su pueblo santo en paz y para siempre. Cada celebración litúrgica es –debería ser- un trozo de cielo en la tierra.

En palabras del Vaticano II: “Por eso, al edificar día a día a los que están dentro para ser templo santo en el Señor y morada de Dios en el Espíritu hasta llegar a la medida de la plenitud de la edad de Cristo, la liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo, y presenta así la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones para que debajo de él se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y un solo Pastor” (Concilio Vaticano II, en la Constitución “Sacrosanctum Concilium” n. 2).

La liturgia, pues, nunca puede ser un asunto privado, individualista, donde cada quien reza sus devociones privadas, encerrado en sí mismo. Es la Iglesia, la comunidad eclesial la que celebra la liturgia. La liturgia es una acción de todos los cristianos. Nadie es espectador de ella; nadie es espectador en ella. Todos deben participar “activa, plena y conscientemente en ella”, como nos dice el concilio Vaticano II .

Otro aspecto de la liturgia: La liturgia es del presente, pero apunta hacia el futuro; es de este mundo, pero apunta hacia una realidad que trasciende la experiencia presente. Es del presente, porque celebra y hace real la presencia entre nosotros de Dios que salva al mundo y al hombre en Cristo, pero esa misma presencia nos hace penosamente conscientes de cuán lejos estamos del Reino de Dios. Es un llamado para vivir y actuar por los valores de Dios, que no son los valores de una sociedad que toma como un hecho la desigualdad, la competitividad, los prejuicios, la infidelidad, las tensiones internacionales y el consumismo sin fronteras. Los valores de Dios son el amor, la verdad, la paz y la gracia.

De esta manera, la liturgia es de este mundo, pero apunta hacia un modo de vivir en el mundo que reconoce su profundo significado. La liturgia aprovecha todos los elementos de la vida humana. Nos enseña a usar nuestro cuerpo y nuestra alma para manifestar la presencia de Dios, para darle culto y servirlo, y para llevar su Palabra y sanar a los demás.

Nos enseña a escuchar la voz de Dios en la voz de los otros y a recibir de manos de los demás los dones de Dios mismo. Nos enseña a vivir en la sociedad, gentes de diferente educación y raza, como hombres y mujeres entregados a fomentar la paz y la unidad y la ayuda mutua. Nos enseña a usar los bienes de la tierra, representados en la liturgia por el pan y el vino, el agua y el aceite, no para que los atesoremos y consumamos a solas egoístamente, sino como sacramentos del mismo Creador que hay que aceptar con agradecimiento, utilizar con reverencia y compartirlos con generosidad.

Sí, la liturgia es una expresión de nuestra fe y amor; pero también conforma y profundiza esa fe y amor. Nos enseña cómo vivir con fe y cómo amar más profundamente y con mayor verdad. Nos enseña que la fe, la esperanza y el amor se hacen vivos a medida que reconocemos y aceptamos la obra de Dios en el mundo. Sabemos que la liturgia comienza y termina con la señal de la cruz, porque la cruz es la señal del amor que Dios nos tiene y de la respuesta humana de Jesús a ese amor. Amó hasta el final, obediente hasta la muerte de cruz.

Así, la liturgia nos hace comprender que no hay amor sin sacrificio, ni vida excepto por la muerte. En la liturgia y en la vida nos identificamos con la muerte de Jesús, de modo que la vida de Jesús también se manifieste en nosotros. El corazón de la liturgia, corazón de todos los sacramentos, desde el bautismo hasta los ritos por los moribundos, es el Misterio Pascual, el misterio de la iniciativa de Dios y de nuestra respuesta como se revela en la muerte y resurrección del Señor. Por la liturgia, la Iglesia actualiza el Misterio Pascual de Cristo, para la salvación del mundo y alaba a Dios en nombre de toda la humanidad.

No solamente el pan y el vino se han de transformar en la liturgia, sino que también nosotros tenemos que transformarnos, asociándonos al sacrificio de Jesús, permitiendo que Dios suscite en nosotros constantemente una vida nueva, de modo que también la Iglesia se transforme para que el mundo evolucione según los designios de Dios para toda la humanidad.

En este sentido podemos decir que en la liturgia se unen la “lex orandi”
(oración), la “lex credendi” (dogma) y la “lex vivendi” (vida). No son separables, como veremos en la primera parte, la oración, el dogma y la vida, sino que se deben iluminar e interaccionar en reciprocidad.

La liturgia hace explícito lo que está escondido e implícito en la historia del hombre; nos recuerda lo que Dios ha hecho en el pasado, para que podamos reconocer al mismo Dios actuante en el presente, y nos recuerda los fines a los que el mundo y su historia se dirigen, la posesión eterna de Dios en el cielo. Nos pone en contacto con el misterio que existe en el corazón de todas las cosas y de cada ser humano.

La liturgia es, sin duda, el momento culminante de la vida de la Iglesia, de la actuación del Espíritu Santo y de la presencia del Cristo glorioso. La liturgia es la salvación celebrada, vivida.

Adentrémonos con fe y respeto en este misterio de la liturgia.

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