martes, 22 de septiembre de 2020

XC. MARÍA, MADRE DE DIOS

1063. –Según el nestorianismo, los actos y pasiones humanas de Cristo sólo eran atribuibles a la persona humana, que es su sujeto, y, en cambio, las propiedades divinas, como la eternidad, la creación y su omnipotencia, debían atribuirse al sujeto o persona divina.

Creían que dada su infinita trascendencia y dignidad, Dios no podía rebajarse ante lo humano. No se podía afirmar de Dios que, para salvar a los hombres, su mismo Hijo se hubiera hecho verdaderamente hombre. Había, por tanto, que distinguir en Cristo entre el Verbo y el hombre, entre el Hijo de Dios y el hijo de María, entre dos sujetos o personas. El primero no se había hecho hombre, sino que había pasado a morar en el hombre, de manera semejante a como se dice que Dios habita en el alma del justo. Cristo sería, por tanto, un hombre, una persona humana, que era sólo portador de Dios, y la Virgen María sería madre del hombre (antropotókos) o de Cristo (xristotókos), pero no madre de Dios (Theotókos).

Sostenían así que había en Cristo, además de dos naturalezas, la divina y la humana, dos personas, cada una con sus atributos o propiedades propias, unas humanas y otras divinas. En cambio, enseñaba la fe católica, tal como se definió en el Concilio de Efeso (431), que la naturaleza íntima de la Encarnación, o el modo que se realizó la unión de las dos naturalezas en Cristo, fue en la persona divina del Verbo. Cristo no es más que una sola persona, que es la divina del Verbo. Sin embargo, ¿si Cristo es una sola persona, la divina, a quien deben atribuirse sus propiedades humanas?

–Explica Santo Tomás, en la Suma teológica que: «Sólo a la hipóstasis son atribuidas las operaciones y las propiedades de la naturaleza y también las cosas que en el individuo pertenecen a la naturaleza. Decimos en efecto: «este hombre» razona, es visible, es animal racional. Por eso se le llama supuesto, porque es el «sujeto» de atribución de todas las cosas pertenecientes al hombre».

Nota seguidamente que, por consiguiente: «Si en Cristo se diese otra hipóstasis distinta de la del Verbo, resultaría que las realidades humanas –haber nacido de una virgen, haber padecido, etc.– no pertenecerían al Verbo, sino a otro sujeto» [1]. Las propiedades divinas y humanas son todas de la única persona de Cristo, que es la divina, y aunque lo predicado sea opuesto: «no importa diversidad de supuestos o hipóstasis, sino sólo de naturalezas» [2].

Es cierto que: «es imposible atribuir a un mismo sujeto cosas opuestas; y las propiedades pertenecientes a la naturaleza humana son contrarias a aquellas que son propias de Dios. En efecto, Dios es increado, inmutable y eterno; al contrario, la naturaleza humana es creada, temporal y mudable». Parece, por tanto, que: «las propiedades de la naturaleza humana no se pueden atribuir a Dios» [3].

Reconoce Santo Tomás que: «No es posible predicar de un mismo sujeto realidades opuestas, si se hace bajo idéntica razón, pero no si se hace bajo razones diversas». Justamente: «de esta manera es como se predican de Cristo cosas opuestas, esto es, no bajo la misma razón, sino en razón de la diversidad de sus naturalezas» [4].

Frente a los nestorianos que: «sostenían que los términos que se aplican a Cristo y que se refieren a su naturaleza humana no pueden predicarse de Dios, y que los que se aplican a la naturaleza divina no pueden predicarse del hombre», debe afirmarse, según lo dicho, que: «lo que se dice de Cristo, bien sea referente a su naturaleza divina, bien lo sea a su naturaleza humana, puede predicarse tanto de Dios como del hombre».

La razón de esta conclusión, que se llama la «comunicación de idiomas», o de propiedades, es porque: «teniendo las dos naturalezas la misma hipóstasis, al nombrar a la una y a la otra se designa siempre a esta única hipóstasis; y así ya se pronuncie la palabra «hombre», ya se pronuncie la palabra «Dios», es la hipóstasis de la naturaleza divina y de la naturaleza humana la que es siempre es significada».

Se puede, por ello, decir de Cristo, de la única y misma hipóstasis o persona, que: «Cristo es el Unigénito del Padre»; y también que: «Cristo murió». Además: «se puede atribuir al hombre lo que pertenece a la naturaleza divina, y a Dios lo que pertenece a la naturaleza humana», de manera que puede decirse: «El Verbo divino es hombre» o «Cristo-hombre es Dios». Sin embargo, siempre que lo que se diga de la naturaleza humana o divina, se haga por medio de la única persona de Cristo, porque no sería correcto decirlo de la naturaleza en cuanto tal.

No obstante, como explica Santo Tomás: «Ha de notarse que en toda proposición, en que una realidad es predicada de otra, no solamente se hace consideración del sujeto, sino también del modo de predicación». De manera que: «aunque entre las realidades atribuidas a Cristo no se haga distinción alguna, se hace, sin embargo, respecto del modo como le son atribuidas». Al predicarse que Cristo es hombre o es Dios se hace en cuanto la persona de Cristo tiene naturaleza humana o tiene naturaleza divina. «Así, lo que es propio de la naturaleza divina se predica de Cristo según esa misma naturaleza, y lo que es propio de la humana se atribuye a Cristo según esta naturaleza» [5].

Santo Tomás cita, por ello, la siguiente ley que formuló San Agustín: «La regla para entender rectamente las Escrituras, cuando del Hijo hablan, es distinguir entre lo que se dice según la forma de Dios, en la que es igual al Padre, y la forma de siervo que asumió en el tiempo, en la que es al Padre inferior» [6]. Indica también, un poco más adelante, que estos modos de predicación no explícitos no presentan ningún problema porque: «con la ayuda de Dios, un lector prudente, diligente y piadoso, entenderá por qué y de qué modo se dice cada cosa» [7].

1064.¿La herejía nestoriana tiene también consecuencias prácticas?

El nestorianismo llevaba a una postura de afirmación de la autonomía y la autosuficiencia de lo humano. De ella se derivaba la actitud de buscar en lo natural la salvación, sin tener en cuenta la donación sobrenatural de Dios. En este sentido, coincidía con el pelagianismo, la doctrina herética, que tomaba su nombre del monje inglés Pelagio (360-422).

Como reacción contra el maniqueísmo –secta gnóstica materialista, determinista y pesimista ante lo natural–, y basándose en el optimismo naturalista de los estoicos y del fariseísmo judaico, Pelagio enseñó la autosuficiencia de la naturaleza humana. Afirmaba que el hombre es capaz de hacer todo bien, sin recibir influjo divino, que le permita querer y realizar buenas obras naturales y sobrenaturales

Del naturalismo optimista pelagiano se sigue que el hombre no necesita ninguna premoción, ni natural ni sobrenatural, como la gracia, que además serían incompatibles con su libertad. La gracia representaría solamente una ayuda, que además no sería imprescindible. La naturaleza humana, por medio de su inteligencia y voluntad, lo puede todo. Además, como consecuencia, la oración de petición o auxilio, no sería necesaria, porque no tiene sentido pedir a Dios lo que se tiene, o puede tenerse, por sí mismo.

El pelagianismo, aunque fue atacado por San Agustín con gran eficacia en varias obras y condenado en el XVI Concilio de Cartago, aprobado por el Papa San Zósimo, en el año 418, no desapareció definitivamente. En occidente, la herejía pelagiana, reapareció en una modificación suya, el llamado semipelagianismo, nacido en los monasterios franceses de San Víctor y Lerins. Surgió con el intento de buscar la postura media entre el pelagianismo y su condena.

En contraposición al pelagianismo rígido, los semipelagianos admitían la existencia del pecado original y la necesidad de la gracia. Sostenían que Dios confería la gracia a los hombres, pero a los que habían iniciado actos buenos. La gracia secundaba la acción humana completando el poder moral del hombre. También fue condenado. El II Concilio de Orange, en el año 529, aprobado por el Papa Bonifacio II, reprobó la herejía semipelagiana, asumiendo las doctrinas de San Agustín. Sin embargo, ha perdurado hasta nuestros días de un modo velado y difuso, pero muy extendido.

El pelagianismo perduró en Oriente, porque se vieron defendidos y acogidos por Nestorio y por su maestro, Teodoro de Mopsuestia. La conexión entre el pelagianismo, la herejía occidental, y el nestorianismo, la herejía oriental, se encontraba en la cristología nestoriana, porque desde ella se dejaba a Cristo hombre en pura persona humana, y así se vinculaba bien con la no necesidad de la gracia. La negación de la divinidad de Cristo iba unida con la negación de la necesidad absoluta de la gracia.

El punto en común de todas estas posiciones heréticas sobre la Encarnación era la devaluación de Cristo y de su gracia y, con ello, la afirmación de un optimismo antropológico, que suponían el rechazo del orden sobrenatural y una instalación en el natural. Consideraban que lo humano, sus bienes y actividades temporales y sociales, eran, por ello, así el camino necesario para la salvación. Con una postura completamente optimista ante lo natural, considerado autónomo frente lo sobrenatural, mantenían y ofrecían un ideal terreno y mundano.

Todo ello revela que de estas herejías se seguían muchas consecuencias teológicas prácticas erróneas. Entre las más importantes se podrían destacar la separación entre la naturaleza y la gracia, entre la razón y la fe, entre la sociedad de los hombres y la sociedad religiosa [8].

1065. –También como consecuencia de la tesis de Nestorio, la Virgen María sería madre de la persona humana. Sería «Madre del hombre», no de la persona divina, ni, por tanto, «Madre de Dios». ¿Cómo defiende el Aquinate que la Virgen María sea real y verdaderamente Madre de Dios?

–En el capítulo de la Suma contra gentiles, dedicado a los errores de Nestorio, nota Santo Tomás que: «Si alguien se dice hijo de tal madre, es porque ha tomado de ella el cuerpo, aunque el alma no le venga de la madre, sino del exterior». De manera parecida, el cuerpo de Cristo: «fue tomado de la Virgen Madre y vimos también que el cuerpo de aquel hombre era el cuerpo del Hijo natural de Dios, es decir, del Verbo de Dios. Por lo tanto, se dice convenientemente que la bienaventurada Virgen es madre del Verbo de Dios, y también de Dios, aunque la divinidad no se toma de la madre, pues no es necesario que el hijo tome de la madre todo lo que pertenece a su substancia, sino solamente el cuerpo».

Las madres de los hombres lo son de su persona, con una naturaleza compuesta de cuerpo y alma, pero sólo proporcionan, o conciben, el cuerpo, porque el alma es infundida directamente por Dios. Como todas las otras madres, María proporcionó el cuerpo de Cristo, y es, por tanto, madre de su persona, pero la persona que hay en él es la persona divina del Verbo, que posee una naturaleza divina, la única naturaleza de Dios. Por consiguiente, si María es Madre de una persona y esta persona es Dios, María es verdadera y propiamente Madre Dios. No importa que no haya concebido a Dios, para ser Madre de Dios, al igual que la madre de un hombre lo es de su persona, la de una persona humana, sin haber concebido su alma. La Virgen María es madre de Cristo, una persona que es divina, y es así Madre de la persona del Verbo, Madre de Dios.

Lo confirma la Escritura, porque: «dice San Pablo: «Dios envió a su Hijo, hecho de mujer» (Gal 4, 4), por cuyas palabras se muestra cómo ha de entenderse la misión del Hijo de Dios, puesto que se dice enviado es cuanto que es hecho de mujer. Y esto no podría ser verdadero si el Hijo de Dios no hubiese sido antes de ser hecho de mujer, puesto que lo que es enviado a algo necesariamente es antes de estar en aquello a que se envía».

En cambio, para Nestorio, Cristo: «aquel hombre, Hijo adoptivo, no fue antes de nacer de mujer. Por tanto, el dicho «Dios envió a su Hijo» no puede entenderse del Hijo adoptivo, sino que es preciso entenderlo del Hijo natural, esto es, de Dios, Verbo de Dios. Pero si uno es hecho de mujer se llama hijo de mujer. Luego, Dios, Verbo de Dios, es hijo de mujer».

Hay otra corroboración de la Escritura de la maternidad divina de la Virgen María, porque: «dice San Juan: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). No puede tener carne sino de mujer. Luego el Verbo fue hecho de mujer, esto es, de la Virgen Madre. La Virgen, pues, es madre del Verbo de Dios» [9].

En la Suma teológica, lo prueba con el siguiente argumento análogo: «El ser concebido y el nacer se atribuyen a la hipóstasis de acuerdo con aquella naturaleza en que es concebida y nace. Por consiguiente, habiendo sido asumida la naturaleza humana por la persona divina en el mismo inicio de la concepción, síguese que se puede decir que Dios verdaderamente fue concebido y nació de la Virgen».

Si, además: «se dice que una mujer es madre de una persona porque ésta ha sido concebida y ha nacido de ella, se seguirá de aquí que la bienaventurada Virgen pueda decirse verdadera Madre de Dios. Sólo se podría negar que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios en estas dos hipótesis: o que la humanidad hubiera estado sujeta a la concepción y al nacimiento antes que aquel hombre fuera Hijo de Dios, como afirmó el hereje Fotino; o que la humanidad no hubiera sido tomada en unidad de persona o hipóstasis por el Verbo de Dios, como enseñó Nestorio. Pero una cosa y otra son erróneas; luego es herético negar que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios» [10].

1066. –Se podría objetar: «Nunca en la Sagrada Escritura se lee que la bienaventurada Virgen sea Madre o progenitora de Dios, sino sólo «Madre de Cristo» o «Madre del Niño», luego no está bien dicho que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios» [11]. ¿Qué responde el Aquinate?

–A ello Santo Tomás contesta que: «Es ésta una objeción propuesta por Nestorio, la cual se resuelve considerando que, si bien en la Sagrada Escritura no se lee expresamente que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios, se lee, sin embargo, que «Jesucristo es verdadero Dios» como se sigue del versículo 1 Jn 5, 20 («Sabemos que el Hijo de Dios vino y que nos dio inteligencia para que conozcamos al verdadero Dios y permanezcamos en su verdadero Hijo, Éste es el verdadero Dios y vida eterna»); y que la bienaventurada Virgen es «Madre de Jesucristo», tal como también se sigue del versículo Mt 1, 18 («El nacimiento de Jesucristo fue así: estando desposada María, su madre, con José, antes de que viviesen juntos …»). Por tanto, necesariamente se sigue de las palabras de la Escritura que es Madre de Dios».

En la Sagrada Escritura: «se dice también que Cristo «procede de los judíos según la carne, quién está por encima de todas las cosas, es Dios bendito por los siglos» (Rm 9, 5). Pero no procede de los judíos sino mediante la bienaventurada Virgen, Luego aquel que «está sobre todas las cosas», y «es Dios bendito por los siglos», nació verdaderamente de la bienaventurada Virgen, como madre suya» [12].

1067. –Otra objeción de Nestorio contra la afirmación de la maternidad divina de la Virgen María, y que refiere el Aquinate es la siguiente: «Cristo se llama Dios por razón de la naturaleza divina; pero ésta no ha comenzado a existir al nacer de la Virgen; luego la bienaventurada Virgen no debe ser llamada Madre de Dios» [13]. ¿Cómo se puede resolver?

–A esta objeción del patriarca de Constantinopla, Nestorio, responde Santo Tomás con la cita de una epístola del doctor de la Iglesia San Cirilo, patriarca de Alejandría, que combatió sus tesis heréticas. Se dice en ella que: «como el alma del hombre nace con su propio cuerpo, y ambos se toman por una sola cosa; y si alguien se atreviera a decir que la madre lo es de la carne, pero no del alma, hablaría con excesiva superficialidad, algo semejante comprobamos haber sucedido en la generación de Cristo. El Verbo de Dios ha nacido de la substancia de Dios Padre; pero, por haber tomado carne verdaderamente, es necesario confesar que, según la carne, nació de mujer» [14].

Comenta seguidamente Santo Tomás: «En consecuencia, es necesario decir que la Santísima Virgen se llama Madre de Dios, no porque sea madre de la divinidad, sino porque, según la humanidad, es madre de la persona que tiene la divinidad y la humanidad» [15]. La Virgen María es Madre de Dios, aunque no sea madre de la divinidad o naturaleza divina, sino porque es madre de la persona de Cristo, que tiene la naturaleza divina y la naturaleza humana, y esta persona es la divina del Verbo. Como el término de la generación es la persona, María es madre de la persona divina, es Madre de Dios.

En el Concilio ecuménico de Efeso, en el año 431, contra los nestorianos, se incluyó el siguiente fragmento análogo de otra carta de San Cirilo de Alejandría a Nestorio: «No decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se hizo carne; pero tampoco que se trasmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; sino, más bien, que habiendo unido consigo el Verbo, según hipóstasis o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e incomprensible y fue llamado hijo del hombre».

Se afirma también en ella que: «las naturalezas que se juntan en verdadera unidad son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad»,

Se concluye así que en el nacimiento de Cristo: «no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne».

Después de leídas y aprobadas estas palabras, los padres conciliares: «de esta manera no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen» [16].

1068. –Todavía se podría replicar contra la definición dogmática de Efeso de la maternidad divina de María, que es consecuencia del otro dogma, también proclamado en este tercer concilio ecuménico, de la existencia en Cristo de una persona única y divina en dos naturalezas, que: «El nombre «Dios» es predicado común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; si, pues, la Santísima Virgen es Madre de Dios parece seguirse que lo será del Padre y del Espíritu Santo, lo mismo que del Hijo». Como esto no es admisible, tampoco lo parece que: «la bienaventurada Virgen no debe ser llamada Madre de Dios» [17]. ¿Qué responde el Aquinate?

–La dificultad queda resuelta, porque, recuerda Santo Tomás que: «Este nombre «Dios», aunque común a las tres personas, unas veces designa sólo la persona del Padre, otras se refiere únicamente a la persona del Hijo o a la del Espíritu Santo. De esta suerte, cuando se dice «la Santísima Virgen es Madre de Dios», el nombre «Dios» se refiere exclusivamente a la persona encarnada del Hijo» [18].

No obstante, como consecuencia de su maternidad divina, la Santísima Virgen tiene una especial relación con la Santísima Trinidad, que Santo Tomás caracteriza como «afinidad» [19], Por ello, a la Virgen María se le debe un culto de «hiperdulía» o de veneración, superior al culto de dulía o de simple veneración, que corresponde a los santos, pero inferior a la de Dios, latría, que implica la adoración, y que sólo se debe a Dios.

Esta excelencia en su culto a la Virgen María se explica, porque, como también sostiene Santo Tomás, como consecuencia de su maternidad divina, tiene «cierta dignidad infinita». Explica que: «La humanidad de Cristo por estar unida a Dios; la bienaventuranza creada, por ser goce de Dios; y la Santísima Virgen, por ser madre de Dios, obtienen del bien infinito que es Dios, una cierta dignidad infinita» [20].

Queda patentizada esta eminente dignidad de la maternidad divina, como advierte Garrigou Lagrange: «si se considera que es la razón por la cual se le ha concedido a la Santísima Virgen la plenitud de gracia, y es la medida y el fin, y es, por lo tanto, superior a cualquier otra gracia».

De manera que, como explica seguidamente el fiel tomista dominico: «si desde el primer instante recibió esta plenitud de gracia, fue para que pudiese concebir santamente al Hombre-Dios, diciendo con las más perfecta conformidad su «fiat» en el día de la Anunciación, a pesar de todas las penas y sufrimientos anunciados al Mesias».

Fue también: «para que ella lo conciba, permaneciendo virgen, para que rodee a su hijo de los cuidados más maternales y más santos; para que se le uniese, como sólo una santa madre puede hacerlo, con una perfecta conformidad de voluntad, durante su vida oculta, durante su vida apostólica y durante su vida dolorosa; y para que diga heroicamente su segundo «fiat» al pie de la Cruz, con Él, por Él y en Él» [21].

1069. –¿La verdad revelada de la maternidad divina de María da razón de todos los dones y privilegios que se le concedieron?

–Al tratar en la Suma teológica, la vida de Jesús o «la consideración de cuanto el Hijo de Dios encarnado hizo y padeció en su naturaleza humana», el primer tema que estudia es la santificación de María, privilegio que se deriva de su maternidad divina. El problema que plantea es «si la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, fue santificada antes de su nacimiento del seno materno» [22].

Su respuesta es afirmativa por dos motivos. El primero, porque: «la Iglesia celebra la Natividad de la bienaventurada Virgen, y la Iglesia no celebra fiesta sino de los santos; luego la bienaventurada Virgen fue santa en su nacimiento, luego santificada en el seno materno» [23].

El segundo, porque: «con razón creemos que la que engendró al «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14), recibió mayores privilegios de gracia que todos los otros. Por donde leemos: «Díjole el ángel: Dios te salve, llena de gracia» (Lc 1, 28)». Además: «Sabemos por la Escritura que otros recibieron este privilegio por ser santificados en el seno materno, como Jeremías, a quien dice el Señor: «Antes que salieras del seno materno te santifique» (Jer 1, 5); y San Juan Bautista, de quien se dice: «será lleno del Espíritu Santo aun desde el seno materno» (Lc 1, 15. Por donde razonablemente creemos que la bienaventurada Virgen fue santificada antes de nacer del seno materno» [24].

Precisa, por una parte, que: ««la santificación de que tratamos no es otra que la limpieza del pecado original, pues la santidad es «la limpieza perfecta», según se dice Dionisio (Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, c. 12, 2)» [25].

Por otra, que la Virgen María fue concebida con el pecado original, pero antes de nacer quedó limpia del mismo por su santificación por la gracia. Defiende su posición, con la aceptación de la habitual entre los teólogos de la baja edad media, por diferir la animación, o el momento de recibir el alma espiritual, de la concepción. Sostiene, por ello, que: «La bienaventurada Virgen contrajo de cierto el pecado original, pero fue purificada de él antes de nacer del seno materno. Esto se halla indicado en Job, donde se habla de la noche del pecado original: «espere la luz (es decir, a Cristo) y no la vea» (Job 3, 9), porque «nada manchado hay en Él» (Sab 7, 25), «ni el nacimiento de la aurora», esto es, de la bienaventurada Virgen, que en su nacimiento estuvo exenta del pecado original».

Creía que debía afirmarse que, en su concepción, la Virgen tenía que estar manchada por el pecado original, porque así lo exigía el dogma de la redención y justificación universal de Jesucristo. «Si el alma de la bienaventurada Virgen no hubiera estado nunca manchada con el pecado original, sería en detrimento de la dignidad de Cristo, salvador universal de todos. Y así, después de Cristo, que no necesitó de salvador, por serlo Él de todos, la pureza de la bienaventurada Virgen fue la mayor, pues Cristo en ningún modo contrajo el pecado original, antes fue santo en su misma concepción, según lo que se dice San Lucas: «Lo que de ti nacerá será santo, llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35)» [26].

1070. –Si la Santísima Virgen, como dice el Aquinate, fue concebida con el pecado original, aunque no nació con él, ¿quitado el pecado original, le quedó la pena del fomes o «concupiscencia desordenada del apetito sensitivo» [27]?

Recuerda Santo Tomás que se dice en el Cantar de los cantares: »Eres toda hermosa, amiga mía, y no hay mancha en ti» (Cant 4, 7). Pero el «fomes» implica mancha, al menos de la carne. Luego en la Santísima Virgen no existió el «fomes» [28].

Ello se puede explicar, porque: «totalmente fue quitado el «fomes» por la primera santificación, o bien, si quedó, que quedó aherrojado. Pudiera entenderse lo primero en el sentido que le fuera concedida a la bienaventurada Virgen, por la abundancia de la gracia que sobre ella descendió, el que tal fuese la disposición de las fuerzas naturales que nunca se moviesen en ella sin consentimiento de la razón, como aconteció en Cristo, de quien consta no haber existido el «fomes peccati», y como sucedió en Adán antes del pecado por virtud de la justicia original. En este sentido la gracia de la santificación habría tenido en la Virgen, el mismo vigor de la justicia original».

En opinión de Santo Tomás esta primera posibilidad no puede aceptarse, porque: «aunque esta afirmación parece convenir a la dignidad de la Virgen Madre, menoscaba en algo a la dignidad de Cristo, sin cuya virtud nadie se libra de la primera condenación».

Reconoce que por la fe en la venida del Mesías, en el Antiguo Testamento fue posible la salvación, sin embargo: «aunque por la fe de Cristo, aun antes de su Encarnación, algunos hayan sido libres de aquella condenación según el espíritu, más no parece que debió ser que alguno se librare de la misma condenación según la carne, sino después de su Encarnación en la que debió aparecer por vez primera semejante inmunidad de condenación».

Por ello: «como antes de la inmortalidad de la carne de Cristo resucitado nadie alcanzó la inmortalidad del cuerpo, asimismo no parece conveniente que antes de la carne de Cristo, en la que no hubo pecado alguno, la carne de la Virgen, su Madre o de cualquier otro fuera exenta del «fomes», llamado «ley de la carne o ley de los miembros» (Rm 7, 23-25)».

Por esta razón, debe irse a la segunda posibilidad, ya que: «parece mejor decir que, mediante la santificación en el seno materno, no le fue quitado a la bienaventurada Virgen el «fomes» en cuanto a su esencia, sino que quedó aherrojado. Y esto no por obra de su razón, como en los santos, porque no tuvo, desde luego, el uso de la razón durante su existencia en el seno materno –que esto fue especial privilegio de Cristo–, sino por la abundancia de la gracia que recibió en la santificación, y más perfectamente, por la divina providencia, que impidió todo movimiento desordenado en la parte sensitiva».

No siempre lo tuvo, porque: «después, en la misma concepción de Cristo, en quien debió brillar primeramente la inmunidad del pecado, se debe creer que se produjo en la Madre la supresión total del «fomes», por la redundancia de la gracia del hijo en la Madre. Y esto está figurado en Ezequiel (43, 2), donde se dice: «He aquí que la gloria del Dios de Israel entraba por la vía oriental», es decir por la bienaventurada Virgen, «y la tierra», esto es, su carne «resplandecía por su gloria», a saber de la gloria de Cristo» [29].

El «fomes», por tanto, al igual que el pecado original, aunque en distintos momentos, en la bienaventurada Virgen, fue quitado «para que se asemejase a su Hijo «de cuya plenitud recibía la gracia» (Jn 1, 16)». De manera que Cristo, aunque asumió «la muerte y las otras penalidades, que no inclinan al pecado», sin embargo, «no tomó el «fomes». En cambio, en la Virgen según lo explicado «fue primero ligado el «fomes» y luego quitado, pero no quedó con esto exenta de la muerte ni de las otras penalidades» [30], que también son penas del pecado original.

1071. –El papa Pío IX definió el 8 de diciembre de 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción. Se dice en la definición: «con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en virtud a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano» [31]. ¿Qué doctrina contiene?

–Como explica el tomista Garrigou-Lagrange: «se afirma en esta definición que María fue preservada del pecado original, «en virtud de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano» (…) No se puede, pues, admitir, como lo sostenían algunos teólogos en el siglo XIII, que María es inmaculada en el sentido de que no necesitó la redención, y que su primera gracia es independiente de los méritos futuros de su Hijo», y que, Santo Tomás no admitió nunca.

Según la definición: «María fue rescatada por los méritos de su Hijo y del modo más perfecto, por una redención, no sólo liberadora del pecado original ya contraído, sino por una redención preservadora». Aun en el orden humano, el que nos preserva de un golpe mortal es nuestro salvador, más ampliamente y mejor, que el que nos cura sólo de las heridas causadas por el golpe».

De manera que: «María, hija de Adán, descendiente suya por vía de generación natural, debía incurrir en la mancha hereditaria», aunque, sólo hasta su nacimiento, tal como explica Santo Tomás. «Y hubiese incurrido de hecho en ella, si Dios no hubiese decidido desde toda la eternidad otorgarle este privilegio singular de la preservación en virtud de los méritos futuros de su Hijo» [32].

No obstante, debe advertirse que: «esta inmunidad de María difiere bastante de la del Salvador, pues Jesús no fue rescatado en lo más mínimo, por los méritos de nadie, ni por los suyos; fue preservado del pecado original y de todo pecado por doble motivo; primero, por su unión hipostática o personal de su humanidad al Verbo, en el mismo instante en que su alma santa fue creada, pues ningún pecado, sea original o actual y personal puede atribuirse al Verbo hecho carne; segundo, por su concepción virginal, realizada por obra del Espíritu Santo, Jesús no desciende de Adán por vía de generación natural. Esto es propio y privativo suyo».

Por último, la definición: «propone esta doctrina como revelada, y contenida, por lo tanto, al menos implícitamente en el depósito de la revelación, es decir, en la Sagrada Escritura o en la Tradición, o en las dos fuentes» [33]. Se encuentra la salutación del ángel Gabriel a la Santísima: «Dios te salve, llena eres (estás) de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres» [34].

Advierte Garrigou que: «Si María hubiese contraído el pecado original, la plenitud de gracia hubiese estado «restringida», en el sentido de que no hubiese abarcado toda su vida. La Iglesia, interpretando las palabras de la salutación angélica a la luz de la Tradición y con la asistencia del Espíritu Santo, vio en ellas, implícitamente revelado, el privilegio de la Inmaculada Concepción, no como el efecto en la causa que puede existir sin él, sino como una parte en el todo y la parte está actualmente, en el todo, anunciada implícitamente al menos» [35].

1072.¿Cómo se explica que el Aquinate no afirmara esta razón para poder sostener que el pecado original, ni, por tanto el «fomes» estuvieron nunca en la Virgen María?

–Respecto a la posición de Santo Tomás sobre el privilegio de la Inmaculada Concepción, también explica Garrigou-Lagrange que: «en los siglos XII y XIII, grandes doctores, como S. Bernardo, S. Anselmo, Pedro Lombardo, Hugo de S. Víctor, S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Santo Tomás, fueron poco favorables al privilegio porque no habían considerado el instante mismo de la animación o de la creación del alma de María, y no distinguieron con precisión, con la idea de «redención preservadora», que María, que debía incurrir en la mancha hereditaria, no incurrió de hecho. No han distinguido entre «debería contraer» y «contrajo el pecado» [36].

Tampoco tuvo en cuenta el argumento llamado de la conveniencia, que: «había sido esbozado anteriormente por Eadmero (1060-1126, discípulo de San Anselmo) y (que) tiene evidentemente raíces profundas en la Tradición». Según esta razón: «conviene que el perfecto Redentor ejerza una redención soberana, por lo menos con respecto a la persona de María, que debe asociársele más íntimamente que ninguna otra en la obra de la redención de la humanidad. La redención suprema no es la liberación del pecado ya contraído, sino la preservadora de toda mancha (…). Es, pues, conveniente en sumo grado que el perfecto Redentor haya preservado, por sus méritos, a su Madre de todo pecado original y también de toda falta actual».

Como se indica en la bula: «lo mismo que el deshonor de los padres repercute en sus hijos y no convenía que el perfecto Redentor hubiese tenido una Madre concebida en el pecado». Además: «como el Verbo procede eternamente de un Padre santo por excelencia, convenía que en la tierra naciese de una Madre a la que jamás hubiese faltado del resplandor de la santidad» [37]. Podría parecer que «sólo Cristo es inmaculado», pero debe precisarse que: «sólo Cristo lo es por sí mismo, y por el doble título de la unión hipostática y de su concepción virginal: María lo es por los méritos de su Hijo» [38].

Nota, por último, Garrigou-Lagrange que: «Se puede hablar de tres períodos en sus pensamiento sobre la Inmaculada Concepción. En el primero: «afirma el privilegio, (I Sent., d. 44, q. 1, a. 3, ad 3), por el motivo, probablemente, de la tradición clara y manifiesta de la fiesta de la Concepción en muchas Iglesias y por el piadoso fervor de su admiración por la santidad perfecta de la Madre de Dios» [39].

El segundo corresponde al pensamiento ya expuesto de la Suma teológica. Sin embargo, aunque por las dificultades que encuentra cambia de opinión: «los principios aducidos por Santo Tomás no concluyen del todo contra el privilegio, y subsisten perfectamente si se admite la redención preservadora» [40].

En el último período, parece ser que Santo Tomás, tal como revelan la mayoría de los manuscritos de la Exposición del saludo del Ángel o Avemaría y ciertos indicios del Compendio teológico, ya «al fin de su vida, llegó, después de reflexionar, a la afirmación del privilegio que había sostenido en el principio de su carrera teológica. Por lo menos seriamente probable que así fue» [41].

1073. –¿Con su santificación desde su concepción, la Virgen María obtuvo la plenitud de todas las gracias?

–Afirma Santo Tomás la plenitud de la gracia que recibió la Santísima Virgen, mayor, por tanto, que la de los ángeles y bienaventurados, y desde su concepción inmaculada, y argumenta: ««En todo orden de cosas, cuanto algo está más cerca del principio de un orden cualquiera, más participa los efectos de ese principio. De donde infiere Dionisio (Pseudo-Dionisio, La jerarquía celeste, c. 4, 1), que los ángeles, por estar más cerca de Dios, participan en mayor medida que los hombres de las excelencias divinas».

En el orden de la gracia, se advierte que: «Cristo es el principio de la gracia: como autor, por su divinidad; como instrumento, por su humanidad. Por esto se dice: «La gracia y la verdad vino por Jesucristo» (Jn 1, 17)». Además: «La bienaventurada Virgen María gozó de la suprema proximidad de Cristo según la humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió obtener de Cristo una plenitud de gracias superior a la de los demás» [42].

Sobre la plenitud de la gracia de la Virgen María indica que, por una parte, aunque siempre llena de gracia, por no ser su plenitud absoluta, como la de Cristo, sino relativa a su situación, podía crecer, en el sentido que: «hubo en la bienaventurada Virgen triple perfección de gracia. La primera, dispositiva, por la cual se hacía idónea para ser Madre de Cristo, y está fue la perfección de la santificación; la segunda perfección le vino a la bienaventurada Virgen de la presencia del Hijo de Dios, encerrado en su seno; la tercera es la perfección del fin, que posee en la gloria» [43].

Por otra, la plenitud de la gracia implicaba la plenitud de todas las virtudes infusas, teologales y morales, de los dones del Espíritu Santo y de los carismas o gracias gratis dadas. De manera que: «No se puede dudar sobre que la bienaventurada Virgen haya recibido de modo excelente, ya el don de sabiduría, ya el don de los milagros y hasta el carisma de la de profecía».

Sin embargo: «no los recibió para tener el uso de todas estas y otras gracias semejantes como las tuvo Cristo, sino de un modo acomodado a su condición». Así, es patente que: «Tuvo el uso de la sabiduría en la contemplación, según se dice: «Y María conservaba todos estos sucesos y los meditaba en su corazón» (Lc 2, 19). Pero no tuvo el don de las sabiduría para enseñar (…) El uso del don de milagros no le competía a ella mientras viviera, porque entonces la doctrina de Cristo necesitaba ser confirmada con milagros, y así solo a Cristo y a sus discípulos, que eran los portadores de su doctrina, convenía el hacer milagros. Por lo cual, del mismo San Juan Bautista se escribe que «No hizo ningún milagro» (Jn 10, 41), para que así todos prestasen atención a Cristo. Pero la bienaventurada Virgen tuvo el don de profecía, como consta por el cántico que compuso: «Alaba mi alma al Señor» (Lc 1, 46)» [44].

Por último, nota también que la Santísima Virgen fue impecable. Se prueba porque: «fue por Dios elegida para ser Madre de Dios, y no hay duda que Dios la hizo por su gracia idónea para semejante misión, según lo que el ángel le dijo: «Hallaste gracia ante Dios, y he aquí que concebirás…» (Lc 1, 30)».

Sin embargo, la Virgen: «no hubiera sido idónea si alguna vez hubiera pecado, Ya porque el honor de los padres redunda en los hijos, según aquello: «Gloria de los hijos son sus padres» (Prov 17, 6). De donde también, por el contrario, la ignominia de la madre redundaría en el Hijo. Ya porque tuvo una afinidad singular con Cristo, que en ella se encarnó. Se lee en la Escritura: «¿Qué concordia puede existir entre Cristo y Belial?» (2 Cor 6, 15). Ya finalmente, porque el Hijo de Dios, que es la «Sabiduría divina» (1 Cor 1, 24), habitó en ella de una manera especial, y no sólo en su alma, sino también en su seno. Y en la Sabiduría se dice: «La sabiduría no entrará en el alma que obra el mal, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado» [45].

Parece que la santificación de la Virgen en el seno materno no sea exclusiva, porque: «se dice de Jeremías: «Antes de que salieras del vientre, te santifiqué» (Jer 1, 5). Y de Juan Bautista leemos: «Estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre» (Lc 1, 15)». Precisa Santo Tomás que: «La bienaventurada Virgen que fue elegida por Dios para madre suya, alcanzó una gracia de santificación superior a la de Juan Bautista y a la de Jeremías, elegidos para prefigurar de modo especial la santificación de Cristo. Señal de esto es que a la Santísima Virgen le fue concedido no pecar jamás ni mortal ni venialmente; en cambio, a los otros santificados se cree que les fue otorgado no pecar mortalmente, mediante la protección de la gracia divina» [46].

Eudaldo Forment

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 2, a. 3, in c.

[2] Ibíd., III, q. 2, a. 3, ad 1.

[3] Ibíd., III, q. 16, a. 4, ob. 1.

[4] Ibíd., III, q. 16, a. 4, ad 1.

[5] Ibíd., III, q. 16, a. 4, in c.

[6] San Agustín, La Trinidad, I, c. 11, n. 22.

[7] Ibíd., I, c. 13, n. 28.

[8] Véase: Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004.

[9] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 34.

[10] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 35, a. 4, in c.

[11] Ibíd., III, q. 35, a. 4, ob. 1.

[12] Ibíd.,  III, q. 35, a. 4, ad 1.

[13] Ibíd., III, q. 35, a. 4, ob. 2.

[14] San Cirilo de Alejandría, Epístola I. A los monjes de Egipto, PG, 77, 9-40, 21.

[15] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 35, a. 4, ad 2.

[16] Dz.-Sch., 250.

[17] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 35, a. 4, ob 3.

[18] Ibíd., III, q. 35, a. 4, ad 3.

[19] Ibíd., II-II, q. 103, a. 4, ad 2.

[20] Ibíd., I, q. 25, a. 6, ad 4.

[21] Reginald Garrigou-Lagrange, O.P., La madre del Salvador, Mariología, Buenos Aires, Ediciones Desclée de Brouwer, 1954,  pp. 27-28.

[22] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 27, introd.

[23] Ibíd., III, q. 27, a. 1, sed c.

[24] Ibíd., III, q. 27, a. 1, in c.

[25] Ibíd., III, q. 27, a. 2, in c.

[26] Ibíd., III, q. 27, a. 2, ad 2.

[27] Ibíd., III, q. 27, a. 3, in c.

[28] Ibíd., III, q. 27, a. 3, sed c.

[29] Ibíd., III, q. 27, a. 3, in c.

[30] Ibíd., III, q, 27, a. 3, ad 1.

[31] Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 18 (Dz-Sch, 2803)

[32] Reginald Garrigou-Lagrange, O.P., La Madre del Salvador y nuestra vida interior. Mariología, Buenos Aires, Ediciones Desclée de Brouwer, 1954, 3ª ed., p. 43.

[33] Ibíd., p. 44.

[34] Lc 1, 28.

[35] Reginald Garrigou-Lagrange, O.P., La Madre del Salvador y nuestra vida interior. Mariología, op. cit., p. 47.

[36] Ibíd., 49-50.

[37] Ibíd., p. 51.

[38] Ibíd., p. 52.

[39] Ibíd., pp. 53-54.

[40] Ibíd., p. 55.

[41] Ibíd., p. 58.

[42] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 27, a. 5, in c.

[43] Ibíd., III, q. 27, a. 5, in c.

[44] Ibíd., III, q. 27, a. 5, ad 3.

[45] Ibíd., III, q. 27, a. 4, in c.

[46] Ibíd., III, q. 27, a. 6, ad 1.

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