1063. –Según el nestorianismo, los actos y pasiones humanas de Cristo sólo eran atribuibles a la persona humana, que es su sujeto, y, en cambio, las propiedades divinas, como la eternidad, la creación y su omnipotencia, debían atribuirse al sujeto o persona divina.
Creían que dada su infinita
trascendencia y dignidad, Dios no podía rebajarse ante lo humano. No se podía
afirmar de Dios que, para salvar a los hombres, su mismo Hijo se hubiera hecho
verdaderamente hombre. Había, por tanto, que distinguir en Cristo entre el
Verbo y el hombre, entre el Hijo de Dios y el hijo de María, entre dos sujetos
o personas. El primero no se había hecho hombre, sino que había pasado a morar
en el hombre, de manera semejante a como se dice que Dios habita en el alma del
justo. Cristo sería, por tanto, un hombre, una persona humana, que era sólo
portador de Dios, y la Virgen María sería madre del hombre (antropotókos) o de Cristo (xristotókos), pero no madre de Dios (Theotókos).
Sostenían así que había en
Cristo, además de dos naturalezas, la divina y la humana, dos personas, cada
una con sus atributos o propiedades propias, unas humanas y otras divinas. En
cambio, enseñaba la fe católica, tal como se definió en el Concilio de Efeso
(431), que la naturaleza íntima de la Encarnación, o el modo que se realizó la
unión de las dos naturalezas en Cristo, fue en la persona divina del Verbo.
Cristo no es más que una sola persona, que es la divina del Verbo. Sin embargo,
¿si Cristo es una sola persona, la divina, a
quien deben atribuirse sus propiedades humanas?
–Explica Santo Tomás, en la Suma teológica
que: «Sólo a la hipóstasis son atribuidas las operaciones y las propiedades de
la naturaleza y también las cosas que en el individuo pertenecen a la
naturaleza. Decimos en efecto: «este hombre» razona, es visible, es animal
racional. Por eso se le llama supuesto, porque es el «sujeto» de atribución de
todas las cosas pertenecientes al hombre».
Nota seguidamente que, por
consiguiente: «Si en Cristo se diese otra
hipóstasis distinta de la del Verbo, resultaría que las realidades humanas
–haber nacido de una virgen, haber padecido, etc.– no pertenecerían al Verbo,
sino a otro sujeto» [1].
Las propiedades divinas y humanas son todas de la única persona de Cristo, que
es la divina, y aunque lo predicado sea opuesto: «no
importa diversidad de supuestos o hipóstasis, sino sólo de naturalezas» [2].
Es cierto que: «es imposible atribuir a un mismo sujeto cosas opuestas;
y las propiedades pertenecientes a la naturaleza humana son contrarias a
aquellas que son propias de Dios. En efecto, Dios es increado, inmutable y
eterno; al contrario, la naturaleza humana es creada, temporal y mudable». Parece,
por tanto, que: «las propiedades de la naturaleza
humana no se pueden atribuir a Dios» [3].
Reconoce Santo Tomás que: «No es posible predicar de un mismo sujeto realidades
opuestas, si se hace bajo idéntica razón, pero no si se hace bajo razones
diversas». Justamente: «de esta manera es como se predican de Cristo cosas
opuestas, esto es, no bajo la misma razón, sino en razón de la diversidad de
sus naturalezas» [4].
Frente a los nestorianos que:
«sostenían que los términos que se aplican a Cristo y que se refieren a su
naturaleza humana no pueden predicarse de Dios, y que los que se aplican a la
naturaleza divina no pueden predicarse del hombre», debe afirmarse, según lo
dicho, que: «lo que se dice de Cristo, bien sea
referente a su naturaleza divina, bien lo sea a su naturaleza humana, puede
predicarse tanto de Dios como del hombre».
La razón de esta conclusión,
que se llama la «comunicación de idiomas», o
de propiedades, es porque: «teniendo las dos naturalezas la misma hipóstasis,
al nombrar a la una y a la otra se designa siempre a esta única hipóstasis; y
así ya se pronuncie la palabra «hombre», ya
se pronuncie la palabra «Dios», es la hipóstasis de
la naturaleza divina y de la naturaleza humana la que es siempre es
significada».
Se puede, por ello, decir de
Cristo, de la única y misma hipóstasis o persona, que: «Cristo
es el Unigénito del Padre»; y también que: «Cristo
murió». Además: «se puede atribuir al hombre
lo que pertenece a la naturaleza divina, y a Dios lo que pertenece a la
naturaleza humana», de manera que puede decirse: «El Verbo divino es hombre» o «Cristo-hombre
es Dios». Sin embargo, siempre que lo que se diga de la naturaleza
humana o divina, se haga por medio de la única persona de Cristo, porque no
sería correcto decirlo de la naturaleza en cuanto tal.
No obstante, como explica
Santo Tomás: «Ha de notarse que en toda
proposición, en que una realidad es predicada de otra, no solamente se hace
consideración del sujeto, sino también del modo de predicación». De
manera que: «aunque entre las realidades atribuidas
a Cristo no se haga distinción alguna, se hace, sin embargo, respecto del modo
como le son atribuidas». Al predicarse que Cristo es hombre o es Dios se
hace en cuanto la persona de Cristo tiene naturaleza humana o tiene naturaleza
divina. «Así, lo que es propio de la naturaleza
divina se predica de Cristo según esa misma naturaleza, y lo que es propio de
la humana se atribuye a Cristo según esta naturaleza» [5].
Santo Tomás cita, por ello, la
siguiente ley que formuló San Agustín: «La regla
para entender rectamente las Escrituras, cuando del Hijo hablan, es distinguir
entre lo que se dice según la forma de Dios, en la que es igual al Padre, y la
forma de siervo que asumió en el tiempo, en la que es al Padre inferior» [6].
Indica también, un poco más adelante, que estos modos de predicación no explícitos
no presentan ningún problema porque: «con la ayuda
de Dios, un lector prudente, diligente y piadoso, entenderá por qué y de qué
modo se dice cada cosa» [7].
1064. –¿La herejía nestoriana tiene también
consecuencias prácticas?
–El nestorianismo
llevaba a una postura de afirmación de la autonomía y la autosuficiencia de lo
humano. De ella se derivaba la actitud de buscar en lo natural la salvación,
sin tener en cuenta la donación sobrenatural de Dios. En este sentido,
coincidía con el pelagianismo, la doctrina herética, que tomaba su nombre del
monje inglés Pelagio (360-422).
Como reacción contra el
maniqueísmo –secta gnóstica materialista, determinista y pesimista ante lo
natural–, y basándose en el optimismo naturalista de los estoicos y del
fariseísmo judaico, Pelagio enseñó la autosuficiencia de la naturaleza humana.
Afirmaba que el hombre es capaz de hacer todo bien, sin recibir influjo divino,
que le permita querer y realizar buenas obras naturales y sobrenaturales
Del naturalismo optimista
pelagiano se sigue que el hombre no necesita ninguna premoción, ni natural ni
sobrenatural, como la gracia, que además serían incompatibles con su libertad.
La gracia representaría solamente una ayuda, que además no sería
imprescindible. La naturaleza humana, por medio de su inteligencia y voluntad,
lo puede todo. Además, como consecuencia, la oración de petición o auxilio, no
sería necesaria, porque no tiene sentido pedir a Dios lo que se tiene, o puede
tenerse, por sí mismo.
El pelagianismo, aunque fue
atacado por San Agustín con gran eficacia en varias obras y condenado en el XVI
Concilio de Cartago, aprobado por el Papa San Zósimo, en el año 418, no
desapareció definitivamente. En occidente, la herejía pelagiana, reapareció en
una modificación suya, el llamado semipelagianismo, nacido en los monasterios
franceses de San Víctor y Lerins. Surgió con el intento de buscar la postura
media entre el pelagianismo y su condena.
En contraposición al
pelagianismo rígido, los semipelagianos admitían la existencia del pecado
original y la necesidad de la gracia. Sostenían que Dios confería la gracia a
los hombres, pero a los que habían iniciado actos buenos. La gracia secundaba
la acción humana completando el poder moral del hombre. También fue condenado.
El II Concilio de Orange, en el año 529, aprobado por el Papa Bonifacio II,
reprobó la herejía semipelagiana, asumiendo las doctrinas de San Agustín. Sin
embargo, ha perdurado hasta nuestros días de un modo velado y difuso, pero muy
extendido.
El pelagianismo perduró en
Oriente, porque se vieron defendidos y acogidos por Nestorio y por su
maestro, Teodoro de Mopsuestia. La conexión entre el pelagianismo, la
herejía occidental, y el nestorianismo, la herejía oriental, se encontraba en
la cristología nestoriana, porque desde ella se dejaba a Cristo hombre en pura
persona humana, y así se vinculaba bien con la no necesidad de la gracia. La
negación de la divinidad de Cristo iba unida con la negación de la necesidad
absoluta de la gracia.
El punto en común de todas
estas posiciones heréticas sobre la Encarnación era la devaluación de Cristo y
de su gracia y, con ello, la afirmación de un optimismo antropológico, que suponían
el rechazo del orden sobrenatural y una instalación en el natural. Consideraban
que lo humano, sus bienes y actividades temporales y sociales, eran, por ello,
así el camino necesario para la salvación. Con una postura completamente
optimista ante lo natural, considerado autónomo frente lo sobrenatural,
mantenían y ofrecían un ideal terreno y mundano.
Todo ello revela que de estas
herejías se seguían muchas consecuencias teológicas prácticas erróneas. Entre
las más importantes se podrían destacar la separación entre la naturaleza y la
gracia, entre la razón y la fe, entre la sociedad de los hombres y la sociedad
religiosa [8].
1065. –También como consecuencia de la tesis de
Nestorio, la Virgen María sería madre de la persona humana. Sería «Madre del
hombre», no de la persona divina, ni, por tanto, «Madre de Dios». ¿Cómo
defiende el Aquinate que la Virgen María sea real y verdaderamente Madre de
Dios?
–En el capítulo de la Suma contra gentiles, dedicado a los errores
de Nestorio, nota Santo Tomás que: «Si alguien se
dice hijo de tal madre, es porque ha tomado de ella el cuerpo, aunque el alma
no le venga de la madre, sino del exterior». De manera parecida, el
cuerpo de Cristo: «fue tomado de la Virgen Madre y
vimos también que el cuerpo de aquel hombre era el cuerpo del Hijo natural de
Dios, es decir, del Verbo de Dios. Por lo tanto, se dice convenientemente que
la bienaventurada Virgen es madre del Verbo de Dios, y también de Dios, aunque
la divinidad no se toma de la madre, pues no es necesario que el hijo tome de
la madre todo lo que pertenece a su substancia, sino solamente el cuerpo».
Las madres de los hombres lo
son de su persona, con una naturaleza compuesta de cuerpo y alma, pero sólo
proporcionan, o conciben, el cuerpo, porque el alma es infundida directamente
por Dios. Como todas las otras madres, María proporcionó el cuerpo de Cristo, y
es, por tanto, madre de su persona, pero la persona que hay en él es la persona
divina del Verbo, que posee una naturaleza divina, la única naturaleza de Dios.
Por consiguiente, si María es Madre de una persona y esta persona es Dios,
María es verdadera y propiamente Madre Dios. No importa que no haya concebido a
Dios, para ser Madre de Dios, al igual que la madre de un hombre lo es de su
persona, la de una persona humana, sin haber concebido su alma. La Virgen María
es madre de Cristo, una persona que es divina, y es así Madre de la persona del
Verbo, Madre de Dios.
Lo confirma la Escritura,
porque: «dice San Pablo: «Dios envió a su Hijo,
hecho de mujer» (Gal 4, 4), por cuyas
palabras se muestra cómo ha de entenderse la misión del Hijo de Dios, puesto
que se dice enviado es cuanto que es hecho de mujer. Y esto no podría ser
verdadero si el Hijo de Dios no hubiese sido antes de ser hecho de mujer,
puesto que lo que es enviado a algo necesariamente es antes de estar en aquello
a que se envía».
En cambio, para Nestorio,
Cristo: «aquel hombre, Hijo adoptivo, no fue antes
de nacer de mujer. Por tanto, el dicho «Dios envió a su Hijo» no puede
entenderse del Hijo adoptivo, sino que es preciso entenderlo del Hijo natural,
esto es, de Dios, Verbo de Dios. Pero si uno es hecho de mujer se llama hijo de
mujer. Luego, Dios, Verbo de Dios, es hijo de mujer».
Hay otra corroboración de la
Escritura de la maternidad divina de la Virgen María, porque: «dice San Juan: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,
14). No puede tener carne sino de mujer. Luego el
Verbo fue hecho de mujer, esto es, de la Virgen Madre. La Virgen, pues, es
madre del Verbo de Dios» [9].
En la Suma teológica, lo prueba con el siguiente
argumento análogo: «El ser concebido y el nacer se
atribuyen a la hipóstasis de acuerdo con aquella naturaleza en que es concebida
y nace. Por consiguiente, habiendo sido asumida la naturaleza humana por la
persona divina en el mismo inicio de la concepción, síguese que se puede decir
que Dios verdaderamente fue concebido y nació de la Virgen».
Si, además: «se dice que una mujer es madre de una persona porque
ésta ha sido concebida y ha nacido de ella, se seguirá de aquí que la
bienaventurada Virgen pueda decirse verdadera Madre de Dios. Sólo se podría
negar que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios en estas dos hipótesis: o
que la humanidad hubiera estado sujeta a la concepción y al nacimiento antes
que aquel hombre fuera Hijo de Dios, como afirmó el hereje Fotino; o que la
humanidad no hubiera sido tomada en unidad de persona o hipóstasis por el Verbo
de Dios, como enseñó Nestorio. Pero una cosa y otra son erróneas; luego es
herético negar que la bienaventurada Virgen sea Madre de Dios» [10].
1066. –Se podría objetar: «Nunca en la Sagrada Escritura
se lee que la bienaventurada Virgen sea Madre o progenitora de Dios, sino sólo
«Madre de Cristo» o «Madre del Niño», luego no está bien dicho que la
bienaventurada Virgen sea Madre de Dios» [11]. ¿Qué
responde el Aquinate?
–A ello Santo Tomás contesta
que: «Es ésta una objeción propuesta por Nestorio, la cual se resuelve
considerando que, si bien en la Sagrada Escritura no se lee expresamente que la
bienaventurada Virgen sea Madre de Dios, se lee, sin embargo, que «Jesucristo es verdadero Dios» como se sigue del
versículo 1 Jn 5, 20 («Sabemos que el Hijo de Dios
vino y que nos dio inteligencia para que conozcamos al verdadero Dios y
permanezcamos en su verdadero Hijo, Éste es el verdadero Dios y vida eterna»);
y que la bienaventurada Virgen es «Madre de
Jesucristo», tal como también se sigue del versículo Mt 1, 18 («El nacimiento de Jesucristo fue así: estando desposada
María, su madre, con José, antes de que viviesen juntos …»). Por tanto,
necesariamente se sigue de las palabras de la Escritura que es Madre de Dios».
En la Sagrada Escritura: «se dice también que Cristo «procede de los judíos según
la carne, quién está por encima de todas las cosas, es Dios bendito por los
siglos» (Rm 9, 5). Pero no procede de los judíos sino mediante la bienaventurada
Virgen, Luego aquel que «está sobre todas las cosas», y «es Dios bendito por
los siglos», nació verdaderamente de la bienaventurada Virgen, como madre suya» [12].
1067. –Otra objeción de Nestorio contra la afirmación de
la maternidad divina de la Virgen María, y que refiere el Aquinate es la
siguiente: «Cristo se llama Dios por razón de la naturaleza divina; pero ésta
no ha comenzado a existir al nacer de la Virgen; luego la bienaventurada Virgen
no debe ser llamada Madre de Dios» [13].
¿Cómo se puede resolver?
–A esta objeción del patriarca
de Constantinopla, Nestorio, responde Santo Tomás con la cita de una epístola
del doctor de la Iglesia San Cirilo, patriarca de Alejandría, que combatió sus
tesis heréticas. Se dice en ella que: «como el alma
del hombre nace con su propio cuerpo, y ambos se toman por una sola cosa; y si
alguien se atreviera a decir que la madre lo es de la carne, pero no del alma,
hablaría con excesiva superficialidad, algo semejante comprobamos haber
sucedido en la generación de Cristo. El Verbo de Dios ha nacido de la
substancia de Dios Padre; pero, por haber tomado carne verdaderamente, es
necesario confesar que, según la carne, nació de mujer» [14].
Comenta seguidamente Santo
Tomás: «En consecuencia, es necesario decir que la
Santísima Virgen se llama Madre de Dios, no porque sea madre de la divinidad,
sino porque, según la humanidad, es madre de la persona que tiene la divinidad
y la humanidad» [15].
La Virgen María es Madre de Dios, aunque no sea madre de la divinidad o
naturaleza divina, sino porque es madre de la persona de Cristo, que tiene la
naturaleza divina y la naturaleza humana, y esta persona es la divina del
Verbo. Como el término de la generación es la persona, María es madre de la
persona divina, es Madre de Dios.
En el Concilio ecuménico de
Efeso, en el año 431, contra los nestorianos, se incluyó el siguiente fragmento
análogo de otra carta de San Cirilo de Alejandría a Nestorio: «No decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se
hizo carne; pero tampoco que se trasmutó en el hombre entero, compuesto de alma
y cuerpo; sino, más bien, que habiendo unido consigo el Verbo, según hipóstasis
o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e
incomprensible y fue llamado hijo del hombre».
Se afirma también en ella que:
«las naturalezas que se juntan en verdadera unidad
son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la
diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la
divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y
Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad»,
Se concluye así que en el
nacimiento de Cristo: «no nació primeramente un
hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino
que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal,
como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne».
Después de leídas y aprobadas
estas palabras, los padres conciliares: «de esta
manera no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen» [16].
1068. –Todavía se podría replicar contra la definición
dogmática de Efeso de la maternidad divina de María, que es consecuencia del
otro dogma, también proclamado en este tercer concilio ecuménico, de la
existencia en Cristo de una persona única y divina en dos naturalezas, que: «El
nombre «Dios» es predicado común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; si,
pues, la Santísima Virgen es Madre de Dios parece seguirse que lo será del
Padre y del Espíritu Santo, lo mismo que del Hijo». Como esto no es admisible,
tampoco lo parece que: «la bienaventurada Virgen no debe ser llamada Madre de
Dios» [17].
¿Qué responde el Aquinate?
–La dificultad queda resuelta,
porque, recuerda Santo Tomás que: «Este nombre
«Dios», aunque común a las tres personas, unas veces designa sólo la persona
del Padre, otras se refiere únicamente a la persona del Hijo o a la del
Espíritu Santo. De esta suerte, cuando se dice «la Santísima Virgen es Madre de
Dios», el nombre «Dios» se refiere exclusivamente a la persona encarnada del
Hijo» [18].
No obstante, como consecuencia
de su maternidad divina, la Santísima Virgen tiene una especial relación con la
Santísima Trinidad, que Santo Tomás caracteriza como «afinidad» [19],
Por ello, a la Virgen María se le debe un culto de «hiperdulía»
o de veneración, superior al culto de dulía o de simple veneración, que
corresponde a los santos, pero inferior a la de Dios, latría, que implica la
adoración, y que sólo se debe a Dios.
Esta excelencia en su culto a
la Virgen María se explica, porque, como también sostiene Santo Tomás, como
consecuencia de su maternidad divina, tiene «cierta dignidad infinita». Explica
que: «La humanidad de Cristo por estar unida a
Dios; la bienaventuranza creada, por ser goce de Dios; y la Santísima Virgen,
por ser madre de Dios, obtienen del bien infinito que es Dios, una cierta
dignidad infinita» [20].
Queda patentizada esta
eminente dignidad de la maternidad divina, como advierte Garrigou Lagrange: «si se considera que es la razón por la cual se le ha
concedido a la Santísima Virgen la plenitud de gracia, y es la medida y el fin,
y es, por lo tanto, superior a cualquier otra gracia».
De manera que, como explica
seguidamente el fiel tomista dominico: «si desde el
primer instante recibió esta plenitud de gracia, fue para que pudiese concebir
santamente al Hombre-Dios, diciendo con las más perfecta conformidad su «fiat» en
el día de la Anunciación, a pesar de todas las penas y sufrimientos anunciados
al Mesias».
Fue también: «para que ella lo conciba, permaneciendo virgen, para que
rodee a su hijo de los cuidados más maternales y más santos; para que se le
uniese, como sólo una santa madre puede hacerlo, con una perfecta conformidad
de voluntad, durante su vida oculta, durante su vida apostólica y durante su
vida dolorosa; y para que diga heroicamente su segundo «fiat» al pie de la
Cruz, con Él, por Él y en Él» [21].
1069. –¿La verdad revelada de la maternidad divina de
María da razón de todos los dones y privilegios que se le concedieron?
–Al tratar en la Suma teológica, la vida de Jesús o «la consideración de cuanto el Hijo de Dios encarnado hizo
y padeció en su naturaleza humana», el primer tema que estudia es la
santificación de María, privilegio que se deriva de su maternidad divina. El
problema que plantea es «si la bienaventurada
Virgen, Madre de Dios, fue santificada antes de su nacimiento del seno materno» [22].
Su respuesta es afirmativa por
dos motivos. El primero, porque: «la Iglesia
celebra la Natividad de la bienaventurada Virgen, y la Iglesia no celebra
fiesta sino de los santos; luego la bienaventurada Virgen fue santa en su
nacimiento, luego santificada en el seno materno» [23].
El segundo, porque: «con razón creemos que la que engendró al «Unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14), recibió mayores
privilegios de gracia que todos los otros. Por donde leemos: «Díjole el ángel: Dios te salve, llena de gracia» (Lc
1, 28)». Además: «Sabemos
por la Escritura que otros recibieron este privilegio por ser santificados en
el seno materno, como Jeremías, a quien dice el Señor: «Antes que salieras del
seno materno te santifique» (Jer 1, 5); y San Juan Bautista, de quien se
dice: «será lleno del Espíritu Santo aun desde el
seno materno» (Lc 1, 15. Por donde
razonablemente creemos que la bienaventurada Virgen fue santificada antes de
nacer del seno materno» [24].
Precisa, por una parte, que: ««la santificación de que tratamos no es otra que la
limpieza del pecado original, pues la santidad es «la limpieza perfecta», según
se dice Dionisio (Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, c. 12, 2)» [25].
Por otra, que la Virgen María
fue concebida con el pecado original, pero antes de nacer quedó limpia del
mismo por su santificación por la gracia. Defiende su posición, con la
aceptación de la habitual entre los teólogos de la baja edad media, por diferir
la animación, o el momento de recibir el alma espiritual, de la concepción.
Sostiene, por ello, que: «La bienaventurada Virgen
contrajo de cierto el pecado original, pero fue purificada de él antes de nacer
del seno materno. Esto se halla indicado en Job, donde se habla de la noche del
pecado original: «espere la luz (es decir, a Cristo) y no la vea» (Job 3, 9),
porque «nada manchado hay en Él» (Sab 7, 25), «ni el nacimiento de la aurora»,
esto es, de la bienaventurada Virgen, que en su nacimiento estuvo exenta del
pecado original».
Creía que debía afirmarse que,
en su concepción, la Virgen tenía que estar manchada por el pecado original,
porque así lo exigía el dogma de la redención y justificación universal de
Jesucristo. «Si el alma de la bienaventurada Virgen
no hubiera estado nunca manchada con el pecado original, sería en detrimento de
la dignidad de Cristo, salvador universal de todos. Y así, después de Cristo,
que no necesitó de salvador, por serlo Él de todos, la pureza de la
bienaventurada Virgen fue la mayor, pues Cristo en ningún modo contrajo el
pecado original, antes fue santo en su misma concepción, según lo que se dice
San Lucas: «Lo que de ti nacerá será santo, llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35)» [26].
1070. –Si la Santísima Virgen, como dice el Aquinate,
fue concebida con el pecado original, aunque no nació con él, ¿quitado el
pecado original, le quedó la pena del fomes o «concupiscencia desordenada del
apetito sensitivo» [27]?
–Recuerda
Santo Tomás que se dice en el Cantar de los
cantares: »Eres toda hermosa, amiga mía,
y no hay mancha en ti» (Cant 4, 7). Pero el «fomes»
implica mancha, al menos de la carne. Luego en la Santísima Virgen no
existió el «fomes» [28].
Ello se puede explicar,
porque: «totalmente fue quitado el «fomes» por la
primera santificación, o bien, si quedó, que quedó aherrojado. Pudiera
entenderse lo primero en el sentido que le fuera concedida a la bienaventurada
Virgen, por la abundancia de la gracia que sobre ella descendió, el que tal
fuese la disposición de las fuerzas naturales que nunca se moviesen en ella sin
consentimiento de la razón, como aconteció en Cristo, de quien consta no haber
existido el «fomes peccati», y como sucedió en Adán antes del pecado por virtud
de la justicia original. En este sentido la gracia de la santificación habría
tenido en la Virgen, el mismo vigor de la justicia original».
En opinión de Santo Tomás esta
primera posibilidad no puede aceptarse, porque: «aunque
esta afirmación parece convenir a la dignidad de la Virgen Madre, menoscaba en
algo a la dignidad de Cristo, sin cuya virtud nadie se libra de la primera
condenación».
Reconoce que por la fe en la
venida del Mesías, en el Antiguo Testamento fue posible la salvación, sin
embargo: «aunque por la fe de Cristo, aun antes de
su Encarnación, algunos hayan sido libres de aquella condenación según el
espíritu, más no parece que debió ser que alguno se librare de la misma
condenación según la carne, sino después de su Encarnación en la que debió
aparecer por vez primera semejante inmunidad de condenación».
Por ello: «como antes de la inmortalidad de la carne de Cristo
resucitado nadie alcanzó la inmortalidad del cuerpo, asimismo no parece
conveniente que antes de la carne de Cristo, en la que no hubo pecado alguno,
la carne de la Virgen, su Madre o de cualquier otro fuera exenta del «fomes»,
llamado «ley de la carne o ley de los miembros» (Rm 7, 23-25)».
Por esta razón, debe irse a la
segunda posibilidad, ya que: «parece mejor decir
que, mediante la santificación en el seno materno, no le fue quitado a la
bienaventurada Virgen el «fomes» en cuanto a su esencia, sino que quedó
aherrojado. Y esto no por obra de su razón, como en los santos, porque no tuvo,
desde luego, el uso de la razón durante su existencia en el seno materno –que
esto fue especial privilegio de Cristo–, sino por la abundancia de la gracia
que recibió en la santificación, y más perfectamente, por la divina
providencia, que impidió todo movimiento desordenado en la parte sensitiva».
No siempre lo tuvo, porque: «después, en la misma concepción de Cristo, en quien
debió brillar primeramente la inmunidad del pecado, se debe creer que se
produjo en la Madre la supresión total del «fomes», por la redundancia de la
gracia del hijo en la Madre. Y esto está figurado en Ezequiel (43, 2), donde se
dice: «He aquí que la gloria del Dios de Israel entraba por la vía oriental»,
es decir por la bienaventurada Virgen, «y la tierra», esto es, su carne
«resplandecía por su gloria», a saber de la gloria de Cristo» [29].
El «fomes»,
por tanto, al igual que el pecado original, aunque en distintos
momentos, en la bienaventurada Virgen, fue quitado «para
que se asemejase a su Hijo «de cuya plenitud recibía la gracia» (Jn 1, 16)». De
manera que Cristo, aunque asumió «la muerte y las
otras penalidades, que no inclinan al pecado», sin embargo, «no tomó el «fomes». En cambio, en la Virgen según
lo explicado «fue primero ligado el «fomes» y luego
quitado, pero no quedó con esto exenta de la muerte ni de las otras
penalidades» [30],
que también son penas del pecado original.
1071. –El papa Pío IX definió el 8 de diciembre de 1854
el dogma de la Inmaculada Concepción. Se dice en la definición: «con la
autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y
Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada
por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por
todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue
preservada inmune de toda mancha de pecado original, en el primer instante de su
concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en virtud a
los méritos de Jesucristo, salvador del género humano» [31].
¿Qué doctrina contiene?
–Como explica el tomista
Garrigou-Lagrange: «se afirma en esta definición
que María fue preservada del pecado original, «en virtud de los méritos de
Jesucristo, salvador del género humano» (…) No
se puede, pues, admitir, como lo sostenían algunos teólogos en el siglo XIII,
que María es inmaculada en el sentido de que no necesitó la redención, y que su
primera gracia es independiente de los méritos futuros de su Hijo», y
que, Santo Tomás no admitió nunca.
Según la definición: «María fue rescatada por los méritos de su Hijo y del
modo más perfecto, por una redención, no sólo liberadora del pecado
original ya contraído, sino por una redención preservadora». Aun en el
orden humano, el que nos preserva de un golpe mortal es nuestro salvador, más
ampliamente y mejor, que el que nos cura sólo de las heridas causadas por el
golpe».
De manera que: «María, hija de Adán, descendiente suya por vía de
generación natural, debía incurrir en la mancha hereditaria», aunque, sólo
hasta su nacimiento, tal como explica Santo Tomás. «Y hubiese incurrido de
hecho en ella, si Dios no hubiese decidido desde toda la eternidad otorgarle
este privilegio singular de la preservación en virtud de los méritos
futuros de su Hijo» [32].
No obstante, debe advertirse
que: «esta inmunidad de María difiere bastante de
la del Salvador, pues Jesús no fue rescatado en lo más mínimo, por los méritos
de nadie, ni por los suyos; fue preservado del pecado original y de todo pecado
por doble motivo; primero, por su unión hipostática o personal de su humanidad
al Verbo, en el mismo instante en que su alma santa fue creada, pues ningún
pecado, sea original o actual y personal puede atribuirse al Verbo hecho carne;
segundo, por su concepción virginal, realizada por obra del Espíritu Santo,
Jesús no desciende de Adán por vía de generación natural. Esto es propio y
privativo suyo».
Por último, la definición: «propone esta doctrina como revelada, y contenida, por lo
tanto, al menos implícitamente en el depósito de la revelación, es decir, en la
Sagrada Escritura o en la Tradición, o en las dos fuentes» [33].
Se encuentra la salutación del ángel Gabriel a la Santísima: «Dios te salve,
llena eres (estás) de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas
las mujeres» [34].
Advierte Garrigou que: «Si María hubiese contraído el pecado original, la
plenitud de gracia hubiese estado «restringida», en el sentido de que no
hubiese abarcado toda su vida. La Iglesia, interpretando las palabras de la
salutación angélica a la luz de la Tradición y con la asistencia del Espíritu
Santo, vio en ellas, implícitamente revelado, el privilegio de la Inmaculada
Concepción, no como el efecto en la causa que puede existir sin él, sino como
una parte en el todo y la parte está actualmente, en el todo, anunciada
implícitamente al menos» [35].
1072. –¿Cómo se explica que el Aquinate no afirmara
esta razón para poder sostener que el pecado original, ni, por tanto el «fomes»
estuvieron nunca en la Virgen María?
–Respecto a la posición de
Santo Tomás sobre el privilegio de la Inmaculada Concepción, también explica
Garrigou-Lagrange que: «en los siglos XII y XIII,
grandes doctores, como S. Bernardo, S. Anselmo, Pedro Lombardo, Hugo de S.
Víctor, S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Santo Tomás, fueron poco favorables
al privilegio porque no habían considerado el instante mismo de la animación o
de la creación del alma de María, y no distinguieron con precisión, con la idea
de «redención preservadora», que María, que debía incurrir en la mancha
hereditaria, no incurrió de hecho. No han distinguido entre «debería contraer»
y «contrajo el pecado» [36].
Tampoco tuvo en cuenta el
argumento llamado de la conveniencia, que: «había
sido esbozado anteriormente por Eadmero (1060-1126, discípulo de San Anselmo) y
(que) tiene evidentemente raíces profundas en la Tradición». Según esta
razón: «conviene que el perfecto Redentor ejerza
una redención soberana, por lo menos con respecto a la persona de María, que
debe asociársele más íntimamente que ninguna otra en la obra de la redención de
la humanidad. La redención suprema no es la liberación del pecado ya contraído,
sino la preservadora de toda mancha (…). Es, pues, conveniente en sumo grado
que el perfecto Redentor haya preservado, por sus méritos, a su Madre de todo
pecado original y también de toda falta actual».
Como se indica en la bula: «lo mismo que el deshonor de los padres repercute en sus
hijos y no convenía que el perfecto Redentor hubiese tenido una Madre concebida
en el pecado». Además: «como el Verbo
procede eternamente de un Padre santo por excelencia, convenía que en la tierra
naciese de una Madre a la que jamás hubiese faltado del resplandor de la
santidad» [37].
Podría parecer que «sólo Cristo es inmaculado»,
pero debe precisarse que: «sólo Cristo lo es por sí
mismo, y por el doble título de la unión hipostática y de su concepción virginal:
María lo es por los méritos de su Hijo» [38].
Nota, por último,
Garrigou-Lagrange que: «Se puede hablar de tres
períodos en sus pensamiento sobre la Inmaculada Concepción. En el primero:
«afirma el privilegio, (I Sent., d. 44, q. 1, a. 3, ad 3), por el motivo,
probablemente, de la tradición clara y manifiesta de la fiesta de la Concepción
en muchas Iglesias y por el piadoso fervor de su admiración por la santidad
perfecta de la Madre de Dios» [39].
El segundo corresponde al
pensamiento ya expuesto de la Suma teológica.
Sin embargo, aunque por las dificultades que encuentra cambia de opinión: «los principios aducidos por Santo Tomás no concluyen del
todo contra el privilegio, y subsisten perfectamente si se admite la redención
preservadora» [40].
En el último período, parece
ser que Santo Tomás, tal como revelan la mayoría de los manuscritos de la Exposición del saludo del Ángel o Avemaría y ciertos indicios del Compendio teológico, ya «al fin
de su vida, llegó, después de reflexionar, a la afirmación del privilegio que
había sostenido en el principio de su carrera teológica. Por lo menos
seriamente probable que así fue» [41].
1073. –¿Con su santificación desde su concepción, la
Virgen María obtuvo la plenitud de todas las gracias?
–Afirma Santo Tomás la
plenitud de la gracia que recibió la Santísima Virgen, mayor, por tanto, que la
de los ángeles y bienaventurados, y desde su concepción inmaculada, y
argumenta: ««En todo orden de cosas, cuanto algo
está más cerca del principio de un orden cualquiera, más participa los efectos
de ese principio. De donde infiere Dionisio (Pseudo-Dionisio, La jerarquía
celeste, c. 4, 1), que los ángeles, por estar más cerca de Dios, participan
en mayor medida que los hombres de las excelencias divinas».
En el orden de la gracia, se
advierte que: «Cristo es el principio de la gracia:
como autor, por su divinidad; como instrumento, por su humanidad. Por esto se
dice: «La gracia y la verdad vino por Jesucristo» (Jn 1, 17)». Además: «La
bienaventurada Virgen María gozó de la suprema proximidad de Cristo según la
humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió
obtener de Cristo una plenitud de gracias superior a la de los demás» [42].
Sobre la plenitud de la gracia
de la Virgen María indica que, por una parte, aunque siempre llena de gracia,
por no ser su plenitud absoluta, como la de Cristo, sino relativa a su
situación, podía crecer, en el sentido que: «hubo
en la bienaventurada Virgen triple perfección de gracia. La primera,
dispositiva, por la cual se hacía idónea para ser Madre de Cristo, y está fue
la perfección de la santificación; la segunda perfección le vino a la
bienaventurada Virgen de la presencia del Hijo de Dios, encerrado en su seno;
la tercera es la perfección del fin, que posee en la gloria»
[43].
Por otra, la plenitud de la
gracia implicaba la plenitud de todas las virtudes infusas, teologales y
morales, de los dones del Espíritu Santo y de los carismas o gracias gratis
dadas. De manera que: «No se puede dudar sobre que
la bienaventurada Virgen haya recibido de modo excelente, ya el don de
sabiduría, ya el don de los milagros y hasta el carisma de la de profecía».
Sin embargo: «no los recibió para tener el uso de todas estas y otras
gracias semejantes como las tuvo Cristo, sino de un modo acomodado a su
condición». Así, es patente que: «Tuvo el
uso de la sabiduría en la contemplación, según se dice: «Y María conservaba
todos estos sucesos y los meditaba en su corazón» (Lc 2, 19). Pero no
tuvo el don de las sabiduría para enseñar (…) El uso del don de milagros no le
competía a ella mientras viviera, porque entonces la doctrina de Cristo
necesitaba ser confirmada con milagros, y así solo a Cristo y a sus discípulos,
que eran los portadores de su doctrina, convenía el hacer milagros. Por lo
cual, del mismo San Juan Bautista se escribe que «No
hizo ningún milagro» (Jn 10, 41), para que así todos prestasen atención
a Cristo. Pero la bienaventurada Virgen tuvo el don de profecía, como consta
por el cántico que compuso: «Alaba mi alma al
Señor» (Lc 1, 46)»
[44].
Por último, nota también que
la Santísima Virgen fue impecable. Se prueba porque: «fue
por Dios elegida para ser Madre de Dios, y no hay duda que Dios la hizo por su
gracia idónea para semejante misión, según lo que el ángel le dijo: «Hallaste
gracia ante Dios, y he aquí que concebirás…» (Lc 1, 30)».
Sin embargo, la Virgen: «no hubiera sido idónea si alguna vez hubiera pecado, Ya
porque el honor de los padres redunda en los hijos, según aquello: «Gloria de
los hijos son sus padres» (Prov 17, 6). De donde también, por el
contrario, la ignominia de la madre redundaría en el Hijo. Ya porque tuvo una
afinidad singular con Cristo, que en ella se encarnó. Se lee en la Escritura: «¿Qué concordia puede existir entre Cristo y Belial?» (2
Cor 6, 15). Ya finalmente, porque el Hijo de Dios, que es la «Sabiduría divina» (1 Cor 1, 24), habitó en ella
de una manera especial, y no sólo en su alma, sino también en su seno. Y en la
Sabiduría se dice: «La sabiduría no entrará en el
alma que obra el mal, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado» [45].
Parece que la santificación de
la Virgen en el seno materno no sea exclusiva, porque: «se
dice de Jeremías: «Antes de que salieras del vientre, te santifiqué» (Jer
1, 5). Y de Juan Bautista leemos: «Estará lleno del
Espíritu Santo desde el seno de su madre» (Lc 1, 15)». Precisa Santo Tomás que: «La bienaventurada Virgen que fue elegida por Dios para
madre suya, alcanzó una gracia de santificación superior a la de Juan Bautista
y a la de Jeremías, elegidos para prefigurar de modo especial la santificación
de Cristo. Señal de esto es que a la Santísima Virgen le fue concedido no pecar
jamás ni mortal ni venialmente; en cambio, a los otros santificados se cree que
les fue otorgado no pecar mortalmente, mediante la protección de la gracia
divina» [46].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III,
q. 2, a. 3, in c.
[2] Ibíd., III, q. 2, a. 3, ad 1.
[3] Ibíd., III, q. 16, a. 4, ob. 1.
[4] Ibíd., III, q. 16, a. 4, ad 1.
[5] Ibíd., III, q. 16, a. 4, in c.
[6] San Agustín, La Trinidad, I, c. 11, n. 22.
[7] Ibíd., I, c. 13, n. 28.
[8] Véase: Francisco Canals Vidal, Tomás de Aquino.
Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004.
[9] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles,
IV, c. 34.
[10] ÍDEM, Suma
teológica, III, q. 35, a. 4, in c.
[11] Ibíd., III, q.
35, a. 4, ob. 1.
[12] Ibíd.,
III, q. 35, a. 4, ad 1.
[13] Ibíd., III, q.
35, a. 4, ob. 2.
[14] San Cirilo de
Alejandría, Epístola I. A los monjes de Egipto, PG, 77, 9-40, 21.
[15] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 35, a. 4, ad 2.
[16] Dz.-Sch., 250.
[17] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 35, a. 4, ob 3.
[18] Ibíd., III,
q. 35, a. 4, ad 3.
[19] Ibíd.,
II-II, q. 103, a. 4, ad 2.
[20] Ibíd., I, q.
25, a. 6, ad 4.
[21] Reginald
Garrigou-Lagrange, O.P., La madre del Salvador, Mariología, Buenos
Aires, Ediciones Desclée de Brouwer, 1954, pp. 27-28.
[22] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 27, introd.
[23] Ibíd., III,
q. 27, a. 1, sed c.
[24] Ibíd., III,
q. 27, a. 1, in c.
[25] Ibíd., III,
q. 27, a. 2, in c.
[26] Ibíd., III,
q. 27, a. 2, ad 2.
[27] Ibíd., III,
q. 27, a. 3, in c.
[28] Ibíd., III,
q. 27, a. 3, sed c.
[29] Ibíd., III,
q. 27, a. 3, in c.
[30] Ibíd., III,
q, 27, a. 3, ad 1.
[31] Pío IX, Bula
Ineffabilis Deus, 18 (Dz-Sch, 2803)
[32] Reginald
Garrigou-Lagrange, O.P., La Madre del Salvador y nuestra vida interior.
Mariología, Buenos Aires, Ediciones Desclée de Brouwer, 1954, 3ª ed., p.
43.
[33] Ibíd., p. 44.
[34] Lc 1, 28.
[35] Reginald
Garrigou-Lagrange, O.P., La Madre del Salvador y nuestra vida interior.
Mariología, op. cit., p. 47.
[36] Ibíd., 49-50.
[37] Ibíd., p. 51.
[38] Ibíd., p. 52.
[39] Ibíd., pp.
53-54.
[40] Ibíd., p. 55.
[41] Ibíd., p. 58.
[42] Santo Tomás de
Aquino, Suma teológica, III, q. 27, a. 5, in c.
[43] Ibíd., III,
q. 27, a. 5, in c.
[44] Ibíd., III,
q. 27, a. 5, ad 3.
[45] Ibíd., III,
q. 27, a. 4, in c.
[46] Ibíd., III, q.
27, a. 6, ad 1.
No hay comentarios:
Publicar un comentario