El Papa Francisco firmó la Carta Apostólica “Scripturae Sacrae affectus” este 30 de septiembre en el 16º centenario de la muerte de San Jerónimo.
“Una estima por la Sagrada Escritura, un amor vivo
y suave por la Palabra de Dios escrita es la herencia que san Jerónimo ha
dejado a la Iglesia a través de su vida y sus obras. Las expresiones, tomadas
de la memoria litúrgica del santo, nos ofrecen una clave de lectura
indispensable para conocer, en el XVI centenario de su muerte, su admirable
figura en la historia de la Iglesia y su gran amor por Cristo”, destacó el Papa.
A continuación, el texto completo de la Carta:
Una estima por la Sagrada Escritura, un amor vivo y suave por la Palabra
de Dios escrita es la herencia que san Jerónimo ha dejado a la Iglesia a través
de su vida y sus obras. Las expresiones, tomadas de la memoria litúrgica del
santo [1], nos ofrecen una clave de lectura indispensable para conocer, en el
XVI centenario de su muerte, su admirable figura en la historia de la Iglesia y
su gran amor por Cristo. Este amor se extiende, como un río en muchos cauces, a
través de su obra de incansable estudioso, traductor, exegeta, profundo
conocedor y apasionado divulgador de la Sagrada Escritura; fino intérprete de
los textos bíblicos; ardiente y en ocasiones impetuoso defensor de la verdad
cristiana; ascético y eremita intransigente, además de experto guía espiritual,
en su generosidad y ternura. Hoy, mil seiscientos años después, su figura sigue
siendo de gran actualidad para nosotros, cristianos del siglo XXI.
Introducción
El 30 de septiembre del año 420, Jerónimo concluía su vida terrena en
Belén, en la comunidad que fundó junto a la gruta de la Natividad. De este modo
se confiaba a ese Señor que siempre había buscado y conocido en la Escritura,
el mismo que como Juez ya había encontrado en una visión, cuando padecía
fiebre, quizá en la Cuaresma del año 375. En ese acontecimiento, que marcó un
viraje decisivo en su vida, un momento de conversión y cambio de perspectiva,
se sintió arrastrado a la presencia del Juez: «Interrogado
acerca de mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado
me dijo: “Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano”» [2]. San
Jerónimo, en efecto, había amado desde joven la belleza límpida de los textos
clásicos latinos y, en comparación, los escritos de la Biblia le parecían,
inicialmente, toscos e imprecisos, demasiado ásperos para su refinado gusto
literario.
Ese episodio de su vida favoreció la decisión de consagrarse totalmente
a Cristo y a su Palabra, dedicando su existencia a hacer que las palabras
divinas, a través de su infatigable trabajo de traductor y comentarista, fueran
cada vez más accesibles a los demás. Ese acontecimiento dio a su vida una orientación
nueva y más decidida: convertirse en servidor de la
Palabra de Dios, como enamorado de la “carne de la Escritura”. Así, en
la búsqueda continua que caracterizó su vida, revalorizó sus estudios juveniles
y la formación recibida en Roma, reordenando su saber en un servicio más maduro
a Dios y a la comunidad eclesial.
Por eso, san Jerónimo entra con pleno derecho entre las grandes figuras
de la Iglesia de la época antigua, en el periodo llamado el siglo de oro de la
patrística, verdadero puente entre Oriente y Occidente: fue amigo de juventud de Rufino de Aquilea, visitó a Ambrosio y
mantuvo una intensa correspondencia con Agustín. En Oriente conoció a
Gregorio Nacianceno, Dídimo el Ciego, Epifanio de Salamina. La tradición
iconográfica cristiana lo consagró representándolo, junto con Agustín, Ambrosio
y Gregorio Magno, entre los cuatro grandes doctores de la Iglesia de Occidente.
Mis predecesores también quisieron recordar su figura en diversas
circunstancias. Hace un siglo, con ocasión del decimoquinto centenario de su
muerte, Benedicto XV le dedicó la Carta encíclica Spiritus
Paraclitus (15 septiembre 1920), presentándolo al mundo como «doctor maximus explanandis Scripturis» [3]. En
tiempos más recientes, Benedicto XVI expuso su personalidad y sus obras en dos
catequesis sucesivas [4]. Ahora, en el decimosexto centenario de su
muerte, también yo deseo recordar a san Jerónimo y volver a proponer la
actualidad de su mensaje y de sus enseñanzas, a partir de su gran estima por
las Escrituras.
En este sentido, puede conectarse perfectamente, como guía segura y
testigo privilegiado, con la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos, dedicada a
la Palabra de Dios[5], y con la Exhortación apostólica Verbum
Domini (VD) de mi predecesor Benedicto XVI, publicada precisamente en la
fiesta del santo, el 30 de septiembre de 2010[6].
DE ROMA A BELÉN
La vida y el itinerario personal de san Jerónimo se consumaron por las
vías del imperio romano, entre Europa y Oriente. Nació alrededor del año 345 en
Estridón, frontera entre Dalmacia y Panonia, en el territorio de la actual
Croacia y Eslovenia, y recibió una sólida educación en una familia cristiana.
Según el uso de la época, fue bautizado en edad adulta, en los años en que
estudió retórica en Roma, entre el 358 y el 364. Precisamente en este periodo
romano se convirtió en un lector insaciable de los clásicos latinos, que
estudiaba bajo la guía de los maestros de retórica más ilustres de su tiempo.
Al finalizar los estudios emprendió un largo viaje a la Galia, que lo
llevó a la ciudad imperial de Tréveris, hoy Alemania. Allí entró en contacto,
por primera vez, con la experiencia monástica oriental difundida por san
Atanasio. De este modo maduró un deseo profundo que lo acompañó a Aquilea donde
inició con algunos de sus amigos «un coro de
bienaventurados» [7], un periodo de vida en común.
Hacia el año 374, pasando por Antioquía, decidió retirarse al desierto
de Calcis, para realizar, de forma cada vez más radical, una vida ascética, en
la que estaba reservado un amplio espacio al estudio de las lenguas bíblicas,
primero del griego y después del hebreo. Se confió a un hermano judío,
convertido al cristianismo, que lo introdujo en el conocimiento de la nueva
lengua hebrea y de los sonidos, que definió «palabras
fricativas y aspiradas» [8].
Jerónimo eligió y vivió el desierto, con la consiguiente vida eremítica,
en su significado más profundo: como lugar de las elecciones existenciales
fundamentales, de intimidad y encuentro con Dios, donde a través de la
contemplación, las pruebas interiores y el combate espiritual llegó al
conocimiento de la fragilidad, con una mayor conciencia de los límites propios
y ajenos, reconociendo la importancia de las lágrimas [9]. Así, en el desierto,
experimentó concretamente la presencia de Dios, la necesaria relación del ser
humano con Él, su consolación misericordiosa. A este respecto, me gusta
recordar una anécdota, de tradición apócrifa. Jerónimo le dijo al Señor: “¿Qué quieres de mí?” Y Él le respondió: “Todavía no me has dado todo”. “Pero, Señor, yo te di esto, esto y esto…” —“Falta una cosa” —“¿Qué
cosa?” —“Dame tus pecados, para que pueda tener
la alegría de perdonarlos otra vez” [10].
Volvemos a encontrarlo en Antioquía, donde fue ordenado sacerdote por el
obispo Paulino, después en Constantinopla, hacia el año 379, donde conoció a
Gregorio Nacianceno y prosiguió sus estudios; se dedicó a traducir del griego
al latín importantes obras (las homilías de Orígenes y la crónica de Eusebio),
respiró el clima del Concilio celebrado en esa ciudad en el año 381. En esos
años, su pasión y su generosidad se revelaron en el estudio. Una bendita
inquietud lo guiaba y lo volvía incansable y apasionado en la búsqueda: «Cuántas veces me desanimé, cuántas desistí para empezar
de nuevo en mi empeño de aprender», conducido por la “amarga semilla” de semejantes estudios para poder
recoger “dulces frutos” [11].
En el año 382 Jerónimo volvió a Roma y se puso a disposición del papa
Dámaso quien, valorando sus grandes cualidades, lo nombró su estrecho
colaborador. Aquí Jerónimo se dedicó a una actividad incesante, sin olvidar la
dimensión espiritual. En el Aventino, gracias al apoyo de mujeres
aristocráticas romanas, deseosas de elecciones evangélicas radicales, como
Marcela, Paula y su hija Eustoquio, creó un cenáculo fundado en la lectura y el
estudio riguroso de la Escritura. Jerónimo fue exegeta, docente, guía
espiritual. En ese tiempo comenzó una revisión de las anteriores traducciones
latinas de los Evangelios, y quizá también de otras partes del Nuevo
Testamento; continuó su trabajo como traductor de homilías y comentarios
escriturísticos de Orígenes, desplegó una intensa actividad epistolar, se
confrontó públicamente con autores heréticos, a veces con excesos e
intransigencias, pero siempre movido sinceramente por el deseo de defender la
verdadera fe y el depósito de las Escrituras.
Este periodo intenso y prolífico se interrumpió con la muerte del papa
Dámaso. Se vio obligado a dejar Roma y, seguido por algunos amigos y mujeres
deseosas de continuar la experiencia espiritual y el estudio bíblico que habían
comenzado, partió hacia Egipto —donde conoció al gran teólogo Dídimo el Ciego—
y Palestina, para establecerse definitivamente en Belén en el año 386. Retomó
sus estudios filológicos, arraigados en los lugares físicos que habían sido
escenario de esas narraciones.
La importancia que daba a los lugares santos se evidencia no sólo por la
elección de vivir en Palestina, desde el año 386 hasta su muerte, sino también
por el servicio a las peregrinaciones. Precisamente en Belén, lugar
privilegiado para él, cerca de la gruta de la Natividad fundó dos monasterios “gemelos”, masculino y femenino, con albergues
para acoger a los peregrinos venidos ad loca sancta, manifestando así su
generosidad para alojar a cuantos llegaban a aquella tierra para ver y tocar
los lugares de la historia de la salvación, uniendo de este modo la búsqueda
cultural a la espiritual [12].
Poniéndose a la escucha, Jerónimo se encontró a sí mismo en la Sagrada
Escritura, como también el rostro de Dios y de los hermanos, y afinó su
predilección por la vida comunitaria. De ahí su deseo de vivir con los amigos,
como en los tiempos de Aquilea, y de fundar comunidades monásticas,
persiguiendo el ideal cenobítico de vida religiosa que ve al monasterio como “lugar de entrenamiento” donde formar personas
«que se hayan hecho los más insignificantes de todos para merecer ser los
primeros», felices en la pobreza y capaces de enseñar con el propio estilo de
vida. De hecho, consideraba formativo vivir «bajo
la disciplina de un solo padre y en compañía de muchos hermanos» para
aprender la humildad, la paciencia, el silencio y la mansedumbre, consciente de
que «a la verdad no le gustan los rincones ni le
hacen falta los chismosos» [13]. Además, confiesa que comenzó a «sentir […] nostalgia de las celdas del monasterio y a
echar de menos la similitud de aquellas hormigas con los monjes, entre los
cuales se trabaja en común y, aunque nada sea propiedad de cada cual, todos lo
tienen todo» [14].
Jerónimo no encontró en el estudio un deleite efímero centrado en sí
mismo, sino un ejercicio de vida espiritual, un medio para llegar a Dios y, de
este modo, su formación clásica se reordenó también en un servicio más maduro a
la comunidad eclesial. Pensemos en la ayuda que dio al papa Dámaso, en la
enseñanza que dedicó a las mujeres, especialmente para el hebreo, desde el
primer cenáculo en el Aventino, hasta hacer entrar a Paula y Eustoquio en «las discrepancias de los traductores» [15] y,
algo inaudito para ese tiempo, permitirles que pudieran leer y cantar los
Salmos en la lengua original [16].
Una cultura, la suya, puesta al servicio y confirmada como necesaria
para todo evangelizador. Así le recordaba al amigo Nepociano: «La palabra del
presbítero está inspirada por la lectura de las Escrituras. No te quiero ni
declamador, ni deslenguado, ni charlatán, sino conocedor del misterio e
instruido en los designios de tu Dios. Hablar con engolamiento o
precipitadamente para suscitar admiración ante el vulgo ignorante es propio de
hombres incultos. El hombre de frente altanera se lanza con frecuencia a
interpretar lo que ignora, y si logra convencer a los demás, se arroga para sí
mismo el saber» [17].
Hasta su muerte en el año 420, Jerónimo transcurrió en Belén el periodo
más fecundo e intenso de su vida, completamente dedicado al estudio de la
Escritura, comprometido en la monumental obra de traducción de todo el Antiguo
Testamento a partir del original hebreo. Al mismo tiempo, comentaba los libros
proféticos, los salmos, las obras paulinas, escribía subsidios para el estudio
de la Biblia. El trabajo valioso que se encuentra en sus obras es fruto del
diálogo y la colaboración, desde la copia y el análisis de los manuscritos
hasta su reflexión y discusión: Para estudiar «los
libros divinos yo nunca he confiado en mis propias fuerzas ni he tenido como
maestra mi propia opinión, sino que he solido preguntar incluso sobre aquellas
cosas que yo creía saber, ¡cuánto más sobre aquellas de las que yo estaba
dudoso!» [18]. Por eso, consciente de sus propios límites, pedía
auxilio continuamente en la oración de intercesión, para que la traducción de
los textos sagrados estuviera hecha «con el mismo
espíritu con que fueron escritos los libros» [19], sin olvidar traducir
también otras obras de autores como Orígenes, indispensables para el trabajo
exegético, para «procurar materiales a quienes
quieran adelantar en el conocimiento de las cosas» [20].
El estudio de Jerónimo se reveló como un esfuerzo realizado en la
comunidad y al servicio de la comunidad, modelo de sinodalidad también para
nosotros, para nuestro tiempo y para las diversas instituciones culturales de
la Iglesia, con vistas a que sean siempre «lugar
donde el saber se vuelve servicio, porque sin el saber nacido de la
colaboración y que se traduce en la cooperación no hay desarrollo humano
genuino e integral» [21]. El fundamento de esa comunión es la Escritura,
que no podemos leer por nuestra cuenta: «La Biblia
ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la
inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios
podemos entrar realmente, con el “nosotros”, en el núcleo de la verdad que Dios
mismo quiere comunicarnos» [22].
La vigorosa experiencia de vida de Jerónimo, alimentada por la Palabra
de Dios, hizo que se convirtiera en guía espiritual, a través de una intensa
correspondencia epistolar. Se hizo compañero de viaje, convencido de que «ningún arte se aprende sin maestro», como escribe
a Rústico: «Todo lo que pretendo insinuarte,
tomándote de la mano, todo lo que pretendo inculcarte, como el experto marino
que ha pasado por muchos naufragios lo haría con un remero bisoño» [23].
Desde aquel rincón tranquilo del mundo acompañaba a la humanidad en una época
de grandes cambios, marcada por acontecimientos como el saqueo de Roma del año
410, que lo afectó profundamente.
Confiaba en sus cartas las polémicas doctrinales, siempre en defensa de
la recta fe, revelándose como hombre de relaciones vividas con fuerza y con
dulzura, involucrado totalmente, sin formas edulcoradas, experimentando que «el amor no tiene precio» [24]. Así vivía sus afectos, con ímpetu
y sinceridad. Esta implicación en las situaciones en las que vivía y actuaba se
constata también con el hecho de que ofrecía su trabajo de traducción y crítica
como munus amicitiae. Era un don ante todo para los amigos, a quienes
destinaba y dedicaba sus obras, y a quienes les pedía que las leyeran con ojos
amigables más que críticos, y luego para los lectores, sus contemporáneos y los
de todos los tiempos [25].
Dedicó los últimos años de su vida a la lectura orante personal y
comunitaria de la Escritura, a la contemplación, al servicio a los hermanos a
través de sus obras. Todo esto en Belén, junto a la gruta donde la Virgen dio a
luz al Verbo, consciente de que es «dichoso aquel
que porta en su pecho la cruz, la resurrección y el lugar del nacimiento de
Cristo y el de la ascensión. Dichoso aquel que tiene a Belén en su corazón, y
en cuyo corazón Cristo nace a diario» [26].
LA CLAVE SAPIENCIAL DE SU RETRATO
Para una plena comprensión de la personalidad de san Jerónimo es
necesario conjugar dos dimensiones características de su existencia como
creyente. Por un lado, su absoluta y rigurosa consagración a Dios, con la
renuncia a cualquier satisfacción humana, por amor a Cristo crucificado
(cf. 1 Co 2,2; Flp 3,8.10); por otro lado, el esfuerzo de
estudio asiduo, dirigido exclusivamente a una comprensión del misterio del
Señor cada vez más profunda. Es precisamente este doble testimonio ofrecido de
modo admirable por san Jerónimo, el que se propone como modelo, sobre todo,
para los monjes, quienes viven de ascesis y oración, con vistas a que se
dediquen al trabajo asiduo de la investigación y del pensamiento; después, para
los estudiosos, que deben recordar que el saber sólo es válido religiosamente
si está fundado en el amor exclusivo a Dios, y expoliado de toda ambición
humana y aspiración mundana.
Tales dimensiones fueron incorporadas en el campo de la historia del
arte, donde la presencia de san Jerónimo es frecuente: grandes maestros de la
pintura occidental nos han dejado sus representaciones. Podríamos organizar las
diversas tipologías iconográficas en dos líneas distintas. Una lo define sobre
todo como monje y penitente, con un cuerpo marcado por el ayuno, retirado en
zonas desérticas, de rodillas o postrado en tierra, en muchos casos apretando
una piedra en la mano derecha para golpearse el pecho, y con los ojos vueltos
al Crucificado. En esta línea se sitúa la conmovedora obra maestra de Leonardo
da Vinci conservada en la Pinacoteca Vaticana. Otro modo de representar a
Jerónimo es el que lo muestra vestido como un estudioso, sentado en su
escritorio, dedicado a la traducción y al comentario de la Sagrada Escritura,
rodeado de libros y pergaminos, consagrado a la misión de defender la fe a
través del pensamiento y la escritura. Albrecht Dürer, por citar otro ejemplo
ilustre, lo representó más de una vez en esta actitud.
Los dos aspectos evocados anteriormente se encuentran unidos en el
lienzo de Caravaggio, en la Galería Borghese de Roma. En una única escena se
representa al anciano asceta, vestido ligeramente con un manto rojo, que tiene
un cráneo sobre la mesa, símbolo de la vanidad de las realidades terrenas; pero
al mismo tiempo también se manifiesta con vehemencia su cualidad de estudioso,
que tiene los ojos fijos en el libro, mientras su mano mete la pluma en el
tintero, como acto que caracteriza al escritor.
De manera análoga —que llamaría sapiencial— debemos comprender el doble
perfil del itinerario biográfico de Jerónimo. Cuando, como un verdadero «León
de Belén», exageraba en los tonos, lo hacía por la búsqueda de una verdad que
estaba dispuesto a servir incondicionalmente. Y como él mismo explica en el
primero de sus escritos, Vida de san Pablo, ermitaño de Tebas, los
leones son capaces de «desaforados rugidos», pero
también de lágrimas [27]. Por este motivo, las dos fisonomías
contrapuestas que aparecen en su figura son, en realidad, elementos con los que
el Espíritu Santo le permitió madurar su unidad interior.
AMOR POR LA SAGRADA ESCRITURA
El rasgo peculiar de la figura espiritual de san Jerónimo sigue siendo,
sin duda, su amor apasionado por la Palabra de Dios, transmitida a la Iglesia
en la Sagrada Escritura. Si todos los Doctores de la Iglesia —y en particular
los de la época cristiana primitiva— obtuvieron explícitamente de la Biblia el
contenido de sus enseñanzas, Jerónimo lo hizo de una manera más sistemática y
en algunos aspectos única.
En los últimos tiempos los exegetas han descubierto el genio narrativo y
poético de la Biblia, exaltado precisamente por su calidad expresiva. Jerónimo,
en cambio, lo que enfatizaba de las Escrituras era más bien el carácter humilde
con el que Dios se reveló, expresándose en la naturaleza áspera y casi
primitiva de la lengua hebrea, comparada con el refinamiento del latín
ciceroniano. Por tanto, no se dedicaba a la Sagrada Escritura por un gusto
estético, sino —como es bien conocido— sólo porque lo llevaba a conocer a
Cristo, porque ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo [28].
Jerónimo nos enseña que no sólo se deben estudiar los Evangelios, y que
no es solamente la tradición apostólica, presente en los Hechos de los
Apóstoles y en las Cartas, la que hay que comentar, sino que todo el Antiguo
Testamento es indispensable para penetrar en la verdad y la riqueza de Cristo [29].
Las mismas páginas del Evangelio lo atestiguan: nos hablan de Jesús como
Maestro que, para explicar su misterio, recurre a Moisés, a los profetas y a
los Salmos (cf. Lc 4,16-21; 24,27.44-47). Incluso la predicación de
Pedro y Pablo, en los Hechos, se fundamenta emblemáticamente en las antiguas
Escrituras; sin ellas, no puede entenderse plenamente la figura del Hijo de
Dios, el Mesías Salvador. El Antiguo Testamento no debe considerarse como un
vasto repertorio de citas que demuestran el cumplimiento de las profecías en la
persona de Jesús de Nazaret. En cambio, más radicalmente, sólo a la luz de las “figuras” veterotestamentarias es posible
comprender plenamente el significado del acontecimiento de Cristo, cumplido en
su muerte y resurrección. De ahí la necesidad de redescubrir, en la práctica
catequética y en la predicación, así como en las discusiones teológicas, el
aporte indispensable del Antiguo Testamento, que debe ser leído y asimilado
como alimento precioso (cf. Ez 3,1-11; Ap 10,8-11)[30].
La dedicación total de Jerónimo a las Escrituras se manifestó en una
forma de expresión apasionada, semejante a la de los antiguos profetas. De
ellos sacaba nuestro Doctor su fuego interior, que se convertía en palabra
impetuosa y explosiva (cf. Jr 5,14; 20,9;
23,29; Ml 3,2; Si 48,1; Mt 3,11; Lc 12,49),
necesaria para expresar el celo ardiente del servidor de la causa de Dios.
Siguiendo los pasos de Elías, Juan el Bautista e incluso el apóstol Pablo, el
desdén ante la mentira, la hipocresía y las falsas doctrinas enciende el
discurso de Jerónimo haciéndolo provocativo y aparentemente duro. La dimensión
polémica de sus escritos se comprende mejor si se lee como una especie de calco
y actualización de la tradición profética más auténtica. Jerónimo, por tanto,
es un modelo de testimonio inflexible de la verdad, que asume la severidad del
reproche para inducir a la conversión. En la intensidad de las locuciones e
imágenes se manifiesta la valentía del siervo que no quiere agradar a los
hombres sino sólo a su Señor (Ga 1,10), por quien ha consumido toda la
energía espiritual.
EL ESTUDIO DE LA SAGRADA ESCRITURA
El amor apasionado de san Jerónimo por las divinas Escrituras está
impregnado de obediencia. En primer lugar respecto a Dios, que se ha comunicado
con palabras que exigen una escucha reverente [31] y, en consecuencia,
también la obediencia a quienes en la Iglesia representan la tradición
interpretativa viva del mensaje revelado. Sin embargo, la «obediencia de la fe» (Rm 1,5; 16,26) no es
una mera recepción pasiva de lo que es conocido; al contrario, requiere el
compromiso activo de la investigación personal. Podemos considerar a san
Jerónimo como un “servidor” de la Palabra, fiel y
trabajador, completamente consagrado a favorecer en sus hermanos de fe una
comprensión más adecuada del «depósito» sagrado que les ha sido confiado (cf. 1
Tm 6,20; 2 Tm 1,14). Si no se entiende lo escrito por los
autores inspirados, la misma Palabra de Dios carece de eficacia
(cf. Mt 13,19) y el amor a Dios no puede surgir.
Ahora bien, las páginas bíblicas no siempre son accesibles de inmediato.
Como se dice en Isaías (29,11), incluso para aquellos que saben “leer” —es decir, que han tenido una formación
intelectual suficiente— el libro sagrado aparece “sellado”,
cerrado herméticamente a la interpretación. Por tanto, es necesario que
intervenga un testigo competente para proporcionar la llave liberadora, la de
Cristo Señor, único capaz de desatar los sellos y abrir el libro
(cf. Ap 5,1-10), para revelar la prodigiosa efusión de la gracia
(cf. Lc 4,17-21). Muchos entonces, incluso entre los cristianos
practicantes, declaran abiertamente que no saben leer (cf. Is 29,12),
no por analfabetismo, sino porque no están preparados para el lenguaje bíblico,
sus modos expresivos y las tradiciones culturales antiguas, por lo que el texto
bíblico resulta indescifrable, como si estuviera escrito en un alfabeto
desconocido y en una lengua poco comprensible.
Se vuelve necesario, por tanto, la mediación del intérprete, ejerciendo
su función “diaconal”, al ponerse al
servicio de quienes no pueden comprender el sentido de lo escrito
proféticamente. La imagen que se puede evocar, a este respecto, es la del
diácono Felipe, impulsado por el Señor para ir en ayuda del eunuco que está
leyendo un pasaje de Isaías en su carroza (53,7-8), pero sin poder comprender
su significado: «¿Crees entender lo que estás
leyendo?», pregunta Felipe; y el eunuco responde: «¿Cómo voy a entender si nadie me lo explica?» (Hch 8,30-31)[32].
Jerónimo es nuestro guía sea porque, como lo hizo Felipe
(cf. Hch 8,35), lleva a quien lee al misterio de Jesús, sea también
porque asume responsable y sistemáticamente las mediaciones exegéticas y
culturales necesarias para una lectura correcta y fecunda de la Sagrada
Escritura [33]. La competencia en las lenguas en las que se transmitió la
Palabra de Dios, el cuidadoso análisis y evaluación de los manuscritos, la
investigación arqueológica precisa, además del conocimiento de la historia de
la interpretación, en definitiva, todos los recursos metodológicos que estaban
disponibles en su época histórica los supo utilizar armónica y sabiamente, para
orientar hacia una comprensión correcta de la Escritura inspirada.
Una dimensión tan ejemplar de la actividad de san Jerónimo es muy
importante incluso en la Iglesia de hoy. Como nos enseña la Dei Verbum, si
la Biblia es «como el alma de la sagrada teología» [34] y
la columna vertebral espiritual de la práctica religiosa cristiana [35], es
indispensable que el acto interpretativo de la misma esté sostenido por
competencias específicas.
A este propósito sirven ciertamente los centros especializados para la
investigación bíblica —como el Pontificio Instituto Bíblico en Roma y L’École
Biblique y el Studium Biblicum Franciscanum en Jerusalén— y patrística —como el
Augustinianum en Roma—, pero también las Facultades de Teología deben
esforzarse para que la enseñanza de la Sagrada Escritura esté programada de tal
manera que se asegure a los estudiantes una capacidad interpretativa
competente, tanto en la exégesis de los textos como en la síntesis de la
teología bíblica. La riqueza de las Escrituras es desafortunadamente ignorada o
minimizada por muchos, porque no se les han proporcionado las bases esenciales
del conocimiento. Por tanto, junto a un incremento de los estudios
eclesiásticos dirigidos a sacerdotes y catequistas, que valoricen de manera más
adecuada la competencia en la Sagrada Escritura, se debe promover una formación
extendida a todos los cristianos, para que cada uno sea capaz de abrir el libro
sagrado y extraer los frutos inestimables de sabiduría, esperanza y vida [36].
Aquí quisiera recordar lo que expresó mi predecesor en la Exhortación
apostólica Verbum Domini: «La sacramentalidad
de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo
bajo las especies del pan y del vino consagrados. […] Sobre la actitud que se
ha de tener con respecto a la Eucaristía y la Palabra de Dios, dice san
Jerónimo: “Nosotros leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio
es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza.
Y cuando él dice: ‛Quien no come mi carne y bebe mi sangre’ (Jn 6,53),
aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio
[eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la
palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios”» [37].
Lamentablemente, en muchas familias cristianas nadie se siente capaz
—como en cambio está prescrito en la Torá (cf. Dt 6,6)— de dar a
conocer a sus hijos la Palabra del Señor, con toda su belleza, con toda su
fuerza espiritual. Por eso quise establecer el Domingo de la Palabra de Dios [38], animando
a la lectura orante de la Biblia y a la familiaridad con la Palabra de Dios [39].
Todas las demás manifestaciones de la religiosidad se enriquecerán así de
sentido, estarán orientadas por una jerarquía de valores y se dirigirán a lo
que constituye la cumbre de la fe: la adhesión
plena al misterio de Cristo.
LA VULGATA
El “fruto más dulce de la ardua siembra” [40] del
estudio del griego y el hebreo, realizado por Jerónimo, es la traducción del
Antiguo Testamento del hebreo original al latín. Hasta ese momento, los
cristianos del imperio romano sólo podían leer la Biblia en griego en su
totalidad. Mientras que los libros del Nuevo Testamento se habían escrito en
griego, para los del Antiguo existía una traducción completa, la
llamada Septuaginta (es decir, la versión de los Setenta) realizada
por la comunidad judía de Alejandría alrededor del siglo II a.C. Para los
lectores de lengua latina, sin embargo, no había una versión completa de la
Biblia en su propio idioma, sino sólo algunas traducciones, parciales e
incompletas, que procedían del griego. Jerónimo, y después de él sus
seguidores, tuvieron el mérito de haber emprendido una revisión y una nueva
traducción de toda la Escritura. Con el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo
comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su
retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios,
directamente del hebreo; una obra que duró años.
Para completar este trabajo de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de
sus conocimientos de griego y hebreo, así como de su sólida formación latina, y
utilizó las herramientas filológicas que tenía a su disposición, en particular
las Hexaplas de Orígenes. El texto final combinó la continuidad en
las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo,
sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero
monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al
lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de
Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos
como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata [41]. La Europa
medieval aprendió a leer, orar y razonar en las páginas de la Biblia traducidas
por Jerónimo. «La Sagrada Escritura se ha
convertido así en una especie de “inmenso vocabulario” (P. Claudel) y de
“Atlas iconográfico” (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos»
[42]. La literatura, las artes e incluso el lenguaje popular se han
inspirado constantemente en la versión jeronimiana de la Biblia, dejándonos
tesoros de belleza y devoción.
En relación a este hecho indiscutible, el Concilio de Trento estableció
el carácter «auténtico» de la Vulgata en el
decreto Insuper, rindiendo homenaje al uso secular que la Iglesia había
hecho de ella y certificando su valor como instrumento de estudio, predicación
y discusión pública [43]. Sin embargo, no pretendía minimizar la
importancia de las lenguas originales, como no dejaba de recordar Jerónimo, ni
mucho menos prohibir nuevos trabajos de traducción integral en el futuro. San
Pablo VI, asumiendo el mandato de los Padres del Concilio Vaticano II, quiso
que la revisión de la traducción de la Vulgata se completara y se pusiera a
disposición de toda la Iglesia. Así es como san Juan Pablo II, en la
Constitución apostólica Scripturarum thesaurus [44], promulgó en 1979
la edición típica llamada Neovulgata.
LA TRADUCCIÓN COMO INCULTURACIÓN
Con su traducción, Jerónimo logró “inculturar”
la Biblia en la lengua y la cultura latina, y esta obra se convirtió en un
paradigma permanente para la acción misionera de la Iglesia. En efecto, «cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación,
el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del
Evangelio» [45], y de este modo se establece una especie de
circularidad: así como la traducción de Jerónimo está en deuda con la lengua y
la cultura de los clásicos latinos, cuyas huellas son claramente visibles, así
ella, con su lengua y su contenido simbólico y de imágenes, se ha convertido a
su vez en un elemento creador de cultura.
El trabajo de traducción de Jerónimo nos enseña que los valores y las
formas positivas de cada cultura representan un enriquecimiento para toda la
Iglesia. Los diferentes modos en que la Palabra de Dios se anuncia, se
comprende y se vive con cada nueva traducción enriquecen la Escritura misma,
puesto que —según la conocida expresión de Gregorio Magno— crece con el lector [46],
recibiendo a lo largo de los siglos nuevos acentos y nueva sonoridad. La
inserción de la Biblia y del Evangelio en las diferentes culturas hace que la
Iglesia se manifieste cada vez más como «sponsa
ornata monilibus suis» (Is 61,10). Y atestigua, al mismo tiempo,
que la Biblia necesita ser traducida constantemente a las categorías
lingüísticas y mentales de cada cultura y de cada generación, incluso en la
secularizada cultura global de nuestro tiempo [47].
Ha sido recordado, con razón, que es posible establecer una analogía
entre la traducción, como acto de hospitalidad lingüística, y otras formas de
hospitalidad [48]. Por eso, la traducción no es un trabajo que concierne
únicamente al lenguaje, sino que corresponde, de hecho, a una decisión ética
más amplia, que está relacionada con toda la visión de la vida. Sin traducción,
las diferentes comunidades lingüísticas no podrían comunicarse entre sí;
nosotros cerraríamos las puertas de la historia y negaríamos la posibilidad de
construir una cultura del encuentro [49]. En efecto, sin traducción no hay
hospitalidad y se fortalecen las acciones de hostilidad. El traductor es un
constructor de puentes. ¡Cuántos juicios
temerarios, cuántas condenas y conflictos surgen del hecho de ignorar el idioma
de los demás y de no esforzarnos, con tenaz esperanza, en esta prueba infinita
de amor que es la traducción!
Jerónimo también tuvo que oponerse al pensamiento dominante de su época.
Si en los albores del imperio romano, el saber griego era relativamente común,
en ese momento ya era una rareza. Sin embargo, llegó a ser uno de los mejores
conocedores de la lengua y literatura griega cristiana y se embarcó solo en un
viaje aún más arduo cuando se dedicó al estudio del hebreo. Como fue escrito,
si «los límites de mi lenguaje son los límites de
mi mundo» [50], podemos decir que le debemos al poliglotismo de san
Jerónimo una comprensión más universal del cristianismo y, al mismo tiempo, más
acorde con sus fuentes.
Con la celebración del centenario de la muerte de san Jerónimo, nuestra
mirada se vuelve hacia la extraordinaria vitalidad misionera expresada por la
traducción de la Palabra de Dios a más de tres mil idiomas. Muchos son los
misioneros a quienes debemos la preciosa labor de publicar gramáticas,
diccionarios y otras herramientas lingüísticas que ofrecen las bases de la
comunicación humana y son un vehículo del «sueño
misionero de llegar a todos» [51]. Es necesario valorar todo este
trabajo e invertir en él, contribuyendo a superar las fronteras de la
incomunicabilidad y de la falta de encuentro. Todavía queda mucho por hacer.
Como ha sido afirmado, no existe comprensión sin traducción [52]; no nos
comprenderemos a nosotros mismos, ni a los demás.
JERÓNIMO Y LA CÁTEDRA DE PEDRO
Jerónimo siempre tuvo una relación especial con la ciudad de Roma: Roma es el puerto espiritual al que regresó
continuamente; en Roma se formó el humanista y se forjó el cristiano; él
era homo romanus. Este vínculo se daba, de manera muy peculiar, en
la lengua de la Urbe, el latín, del que fue maestro y conocedor, pero estuvo
sobre todo vinculado a la Iglesia de Roma y, en especial, a la cátedra de
Pedro. La tradición iconográfica, de manera anacrónica, lo representaba con la
púrpura cardenalicia, para señalar su pertenencia al presbiterio de Roma junto
al papa Dámaso. Fue en Roma donde comenzó la revisión de la traducción; e
incluso cuando la envidia y la incomprensión lo obligaron a abandonar la
ciudad, siempre permaneció fuertemente vinculado a la cátedra de Pedro.
Para Jerónimo, la Iglesia de Roma era el terreno fértil donde la semilla
de Cristo da fruto abundante [53]. En una época agitada, en la que la túnica
inconsútil de la Iglesia se veía a menudo desgarrada por las divisiones entre los
cristianos, Jerónimo consideraba la cátedra de Pedro como un punto de
referencia seguro: «Yo, que no sigo más primacía
que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra
de Pedro. Sé que la Iglesia está edificada sobre esa roca». En medio de
las disputas contra los arrianos, escribió a Dámaso: «Quien
no recoge contigo, desparrama; es decir, el que no es de Cristo es del
anticristo» [54]. Por eso podía afirmar también: «El que se adhiera a la cátedra de Pedro es mío» [55].
Jerónimo a menudo se vio involucrado en discusiones ásperas a causa de
la fe. Su amor por la verdad y la ardiente defensa de Cristo quizá lo llevaron
a exagerar la violencia verbal en sus cartas y escritos. Sin embargo, vivía
orientado a la paz: «También nosotros queremos la
paz, y no sólo la queremos, sino que la pedimos suplicantes. Pero la paz de
Cristo, la paz verdadera, una paz sin enemistades, una paz que no lleve
escondida la guerra, una paz que no esclavice a los adversarios, sino que los
una como amigos» [56].
Nuestro mundo necesita más que nunca la medicina de la misericordia y la
comunión. Permítanme repetir una vez más: Demos un testimonio de comunión
fraterna que sea atractivo y luminoso [57]. «En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros»
(Jn 13,35). Es lo que pidió intensamente Jesús con su oración al Padre: «Para que todos sean uno […] en nosotros, para que el
mundo crea» (Jn 17,21).
AMAR LO QUE JERÓNIMO AMÓ
Como conclusión de esta Carta, quisiera hacer un nuevo llamamiento a
todos. Entre los muchos elogios que la posteridad le rinde a san Jerónimo está
el de no ser considerado solamente uno de los más grandes estudiosos de la “biblioteca” de la que el cristianismo se nutre a
lo largo del tiempo, comenzando por el tesoro de las Sagradas Escrituras; sino
que también se le puede aplicar lo que él mismo escribió sobre Nepociano: «Por la asidua lectura y la meditación prolongada, había
hecho de su corazón una biblioteca de Cristo» [58]. Jerónimo no escatimó
esfuerzos para enriquecer su biblioteca, en la que siempre vio un laboratorio
indispensable para la comprensión de la fe y la vida espiritual; y en esto
constituye un maravilloso ejemplo también para el presente. Pero, además, fue
más lejos. Para él, el estudio no se limitaba a sus primeros años juveniles de
formación, sino que era un compromiso constante, una prioridad de todos los
días de su vida. En definitiva, podemos decir que asimiló toda una biblioteca y
se convirtió en dispensador de conocimiento para muchos otros. Postumiano, que
en el siglo IV viajó a Oriente para descubrir los movimientos monásticos, fue
testigo ocular del estilo de vida de Jerónimo, con quien permaneció unos meses,
y lo describió de la siguiente manera: «Él es todo
en la lectura, todo en los libros; no descansa ni de día ni de noche; siempre
lee o escribe algo» [59].
En este sentido, a menudo pienso en la experiencia que puede tener un
joven hoy al entrar en una librería de su ciudad, o en una página de internet,
y buscar el sector de libros religiosos. Es un espacio que, cuando existe, en
la mayoría de los casos no sólo es marginal, sino carente de obras
sustanciales. Al examinar esos estantes, o esas páginas en la red, es difícil
para un joven comprender cómo la investigación religiosa pueda ser una aventura
emocionante que une pensamiento y corazón; cómo la sed de Dios haya encendido
grandes mentes a lo largo de los siglos hasta hoy; cómo la maduración de la
vida espiritual haya contagiado a teólogos y filósofos, artistas y poetas,
historiadores y científicos. Uno de los problemas actuales, no sólo de
religión, es el analfabetismo: escasean las
competencias hermenéuticas que nos hagan intérpretes y traductores creíbles de
nuestra propia tradición cultural. Deseo lanzar un desafío, de modo
particular, a los jóvenes: Vayan en busca de su
herencia. El cristianismo los convierte en herederos de un patrimonio
cultural insuperable del que deben tomar posesión. Apasiónense de esta
historia, que es de ustedes. Atrévanse a fijar la mirada en Jerónimo, ese joven
inquieto que, como el personaje de la parábola de Jesús, vendió todo lo que
tenía para comprar «la perla de gran valor» (Mt 13,46).
Verdaderamente, Jerónimo es la «biblioteca
de Cristo», una biblioteca perenne que dieciséis siglos después sigue
enseñándonos lo que significa el amor de Cristo, un amor que no se puede
separar del encuentro con su Palabra. Por esta razón, el centenario actual
representa una llamada a amar lo que Jerónimo amó, redescubriendo sus escritos
y dejándonos tocar por el impacto de una espiritualidad que puede describirse,
en su núcleo más vital, como el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento
más profundo del Dios de la Revelación. ¿Cómo no
escuchar, en nuestros días, lo que Jerónimo exhortaba incesantemente a sus
contemporáneos: «Lee muy a menudo las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el
texto sagrado se te caiga de las manos»? [60].
Un ejemplo luminoso es la Virgen María, evocada por Jerónimo sobre todo
como madre virginal, pero también en su actitud de lectora orante de la
Escritura. María meditaba en su corazón (cf. Lc 2,19.51) porque «era santa y había leído las Sagradas Escrituras, conocía
a los profetas y recordaba lo que el ángel Gabriel le había anunciado y lo que
se le había augurado por boca de los profetas. […] Veía a Aquel recién nacido,
que era su Hijo, su único Hijo, acostado y dando vagidos, en ese pesebre, pero
a quien en realidad estaba viendo allí acostado era al Hijo de Dios; y lo que
ella estaba viendo andaba comparándolo con cuanto había oído y leído» [61].
Encomendémonos a ella, que mejor que nadie puede enseñarnos a leer, meditar,
rezar y contemplar a Dios, que se hace presente en nuestra vida sin cansarse
jamás.
Roma, San Juan de Letrán, 30 de septiembre, memoria
de san Jerónimo, del año 2020, octavo de mi pontificado.
Francisco
[1] «Deus qui beato Hieronymo presbitero
suavem et vivum Scripturae Sacrae affectum tribuisti, da, ut populus tuus verbo
tuo uberius alatur et in eo fontem vitae inveniet» (Collecta Missae Sancti
Hieronymi, Missale Romanum, editio typica tertia, Civitas Vaticana 2002).
Traducción en lengua española: «Oh, Dios, que concediste al presbítero san
Jerónimo un amor suave y vivo a la Sagrada Escritura, haz que tu pueblo se
alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la
vida» (Oración colecta Memoria litúrgica de san Jerónimo, Misal Romano,
Madrid 2017)
[2] Epistula (en adelante: Ep.) 22,
30: CSEL 54, 190.
[3] AAS 12 (1920), 385-423.
[4] Cf. Audiencias Generales 7 y 14 noviembre
2007: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (9 noviembre
2007), p. 12; ibíd. (16 noviembre 2007), p. 16.
[5] Sínodo de los Obispos, Mensaje al
Pueblo de Dios de la XII Asamblea general ordinaria (24 octubre
2008).
[6] Cf. AAS 102
(2010), 681-787.
[7] Chronicum 374: PL 27,
697-698.
[8] Ep.
125, 12: CSEL 56, 131.
[9] Cf. Ep. 122, 3: CSEL 56,
63.
[10] Cf. Homilía en la
Santa Misa, Domus Sanctae Marthae (10 diciembre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 diciembre
2015), p. 13. La anécdota se encuentra en A. Louf, Sotto la guida dello
Spirito, Qiqaion, Magnano (BI) 1990, 154-155.
[11] Cf. Ep.
125, 12: CSEL 56, 131.
[12] Cf. VD, 89: AAS 102 (2010), 761-762.
[13] Cf. Ep. 125,
9.15.19: CSEL 56, 128.133-134.139.
[14] Vita Malchi monachi captivi 7,
3: PL 23, 59-60; S. Jerónimo, Vidas de tres monjes: Obras
completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 631.
[15] Praef.
Esther 2: PL 28, 1505.
[16] Cf. Ep.
108, 26: CSEL 55, 344-345.
[17] Ep.
52, 8: CSEL 54, 428-429; cf. VD, 60: AAS 102 (2010), 739.
[18] Praef.
Paralipomenon LXX 1.10-15: SCh 592, 340.
[19] Praef.
in Pentateuchum: PL 28, 184.
[20] Ep. 80, 3: CSEL 55, 105.
[21] Mensaje con
motivo de la XXIV solemne Sesión pública de las Academias Pontificias (4
diciembre 2019): L’Osservatore Romano (6 diciembre 2019), p. 8.
[22] VD, 30: AAS 102 (2010), 709.
[23] Ep.
125, 15.2: CSEL 56, 133.120.
[24] Ep.
3, 6: CSEL 54, 18.
[25] Cf. Praef. Josue 1,
9-12: SCh 592, 316.
[26] Homilia in Psalmum 95: PL 26,
1181; cf. S. Jerónimo, Obras homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras
completas, edición bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 359.
[27] Cf. Vita S. Pauli primi eremitae,
16, 2: PL 23, 28; S. Jerónimo, Vida de tres monjes: Obras
completas, edición bilingüe, vol. II, ed. BAC, Madrid 2002, 615.
[28] Cf. In Isaiam
Prol.: PL 24, 17. S. Jerónimo, Comentario a Isaías (Libros
I-XII): Obras completas, edición bilingüe, vol. VIa, ed.
BAC, Madrid 2007, 5.
[29] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 14.
[30] Cf. ibíd.
[31] Cf. ibíd., 7.
[32] Cf. Ep. 53, 5: CSEL 54,
451; S. Jerónimo, Epistolario I (Cartas 1-85): Obras completas, edición
bilingüe, vol. Xa, ed. BAC, Madrid 2013, 505.
[33] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 12.
[34] Ibíd., 24.
[35] Cf. ibíd., 25.
[36] Cf. ibíd., 21.
[37] N. 56; cf. In
Psalmum 147: CCL 78, 337-338; S. Jerónimo, Obras
homiléticas. Comentario a los Salmos: Obras completas, edición
bilingüe, vol. I, ed. BAC, Madrid 1999, 635-636.
[38] Cf. Carta. ap. en forma de Motu
Proprio Aperuit illis (30
septiembre 2019).
[39] Cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium,
152.175: AAS 105 (2013), 1083-1084.1093.
[40] Cf. Ep. 52,3: CSEL 54,
417.
[41] Cf. VD, 72: AAS 102 (2010), 746-747.
[42] S. Juan Pablo II, Carta a
los artistas (4 abril 1999), 5: AAS 91 (1999),
1159-1160.
[43] Cf.
Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 1506.
[44] (25
abril 1979): AAS 71 (1979), 557-559.
[45] Exhort.
ap. Evangelii gaudium,
116: AAS 105 (2013), 1068.
[46] Homilia
in Ezech. I, 7: PL 76, 843D.
[47] Cf.
Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 116: AAS 105 (2013), 1068.
[48] Cf. P. Ricœur, Sur la traduction,
Bayard, París 2004.
[49] Cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium,
24: AAS 105 (2013), 1029-1030.
[50] L.
Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 5.6.
[51] Exhort.
ap. Evangelii gaudium,
31: AAS 105 (2013), 1033.
[52] Cf.
G. Steiner, After Babel. Aspects of language and translation, Oxford
University Press, Nueva York 1975.
[53] Cf. Ep.
15, 1: CSEL 54, 63.
[54] Ibíd.,
15, 2: CSEL 54, 62-64.
[55] Ibíd.,
16, 2: CSEL 54, 69.
[56] Ibíd.,
82, 2: CSEL 55, 109.
[57]Cf.
Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 99: AAS 105 (2013), 1061.
[58] Ep. 60, 10: CSEL 54, 561.
[59] Sulpicius Severus, Dialogus I,
9, 5: SCh 510, 136-138.
[60] Ep. 52, 7: CSEL 54, 426.
[61] Homilia de nativitate
Domini IV: PLSuppl. 2, 191; S. Jerónimo, Obras homiléticas.
Comentario a los Salmos: Obras completas, edición bilingüe, vol. I, ed.
BAC, Madrid 1999, 961.
Redacción ACI Prensa
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