Cuando le
pedimos al Espíritu Santo que sane nuestros recuerdos, no tenemos que pensar solo en lo que nos han hecho los demás. A veces
sufrimos más por lo que hemos hecho nosotros mismos. Los remordimientos son
recuerdos dolorosos de errores que hemos cometido; errores que nos llevan a
despreciarnos a nosotros mismos, y así nos hacen sentir indignos de vivir.
Si
no los curamos, los remordimientos no desaparecerán con el paso del tiempo.
Podremos disimularlos con la actividad o las distracciones; pero ni bien
tengamos un momento de soledad o de silencio, volverán a torturarnos. Y si
escapamos de la soledad, aparecerán igualmente, en medio de una conversación o
de un pasatiempo, impidiéndonos disfrutar de lo que estamos viviendo.
O
aparecerán en medio del trabajo y nos harán sentir que lo que hacemos no vale
la pena, porque ya no es posible modificar el pasado.
Esos
sentimientos quitan la alegría, el entusiasmo, la iniciativa. Son como una
mancha que parece arruinarlo todo. Pero no se puede volver atrás para borrar lo
que pasó.
Lo
mejor es pedirle al Espíritu Santo que nos ayude a
reconciliarnos con nosotros mismos, que nos dé su amor para
comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos con ternura. Porque de nada nos
sirve odiarnos y despreciarnos. Dios no quiere eso. Sólo quiere que entreguemos
nuestro pasado y marchemos hacia adelante con alegría y con ganas.
A veces es necesario pedir durante un
tiempo al Espíritu Santo, la gracia de perdonarnos a nosotros mismos, porque solo él puede tocar y sanar nuestras angustias más
profundas y él nos va liberando poco a poco, a medida que le abrimos nuestro
corazón.
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