No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él.
Por: De los sermones de San Bernardo | Fuente:
www.la-oracion.com
Dios, nuestro Salvador; hizo aparecer su
misericordia y su amor por los hombres. Demos gracias a Dios, pues por él
abunda nuestro consuelo en esta nuestra peregrinación, en éste nuestro
destierro, en ésta vida tan llena aún de miserias.
Antes de que apareciera la humanidad de nuestro
Salvador, la misericordia de Dios estaba oculta; existía ya, sin duda, desde el
principio, pues la misericordia del Señor es eterna, pero al hombre le era
imposible conocer su magnitud. Ya había sido prometida, pero el mundo aún no la
había experimentado y por eso eran muchos los que no creían en ella. Dios
había hablado, ciertamente, de muchas maneras por ministerio de los profetas. Y
había dicho: Sé muy bien lo que pienso hacer con
ustedes: designios de paz y no de aflicción. Pero, con todo, ¿qué podía responder el hombre, que únicamente
experimentaba la aflicción y no la paz? "¿Hasta cuándo - pensaba- irán
anunciando: «Paz, paz», cuando no hay paz?" Por ello los mismos
mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién ha dado fe a nuestra predicación? Pero
ahora, en cambio, los hombres pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan
sus ojos; ahora los testimonios de Dios se han hecho sobremanera dignos de fe,
pues, para que este testimonio fuera visible, incluso a los que tienen la vista
enferma, el Señor le ha puesto su tienda al sol.
Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida,
sino enviada; no es retrasada, sino concedida; no es profetizada, sino
realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así
como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en la
pasión, para que se derrame aquel precio de nuestro rescate, que él contiene;
un saco que, si bien es pequeño, está totalmente lleno. En efecto, un
niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad.
Esta plenitud de la divinidad se nos dio después que hubo llegado la plenitud
de los tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de
este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina;
pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su
misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el
Señor su amor a los hombres sino asumiendo nuestra propia carne? Pues
fue precisamente nuestra carne la que asumió, y no aquella carne de Adán que
antes de la culpa era inocente.
¿Qué cosa manifiesta tanto
la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué
amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que por nosotros se ha
hecho como la hierba débil del campo? Señor,
¿qué es el hombre para que le des importancia, para
que te ocupes de él? Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios
cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él.
No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes
que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir
por ti puedes concluir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te
manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su
humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, cuanto más se abajó
por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor. Dios, nuestro Salvador -dice
el Apóstol-, hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta misericordia y este
amor de Dios a los hombres! Nos ha dado una grande prueba de su amor al
querer que el nombre de Dios fuera añadido al título de hombre.
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