Vivir en constante disponibilidad a las necesidades
ajenas es una forma de imitar a Jesús, quien siendo Dios, no vino a ser servido
sino a servir.
I. Como el discípulo ante el maestro, como el niño
junto a su madre, así ha de estar el cristiano en todas las ocupaciones ante
Cristo. El hijo aprende a hablar oyendo a su madre, esforzándose en copiar sus
palabras; de la misma forma, viendo obrar y actuar a Jesús, aprendemos a
conducirnos como Él.
La vida
cristiana es imitación de la del Maestro, pues Él se encarnó y os dio ejemplo
para que sigáis sus pasos [1]. San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a
imitar al Señor con estas otras palabras: Tened los
mismos sentimientos de Cristo Jesús [2]. Él es la causa ejemplar de toda
santidad, es decir, del amor a Dios Padre. Y esto no sólo por sus hechos, sino
por su ser, pues su modo de obrar era la expresión externa de su unión y amor
al Padre.
Nuestra
santidad no consiste tanto en una imitación externa de Jesús como en permitir
que nuestro ser más profundo se vaya configurando con el de Cristo. Despojaos
del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del hombre nuevo… [3], anima San
Pablo a los colosenses. Esta diaria renovación significa desear constantemente
limar nuestras costumbres, eliminar de nuestra vida los defectos humanos y
morales, lo que no es conforme con la vida de Cristo … ; pero, sobre todo,
procurar que nuestros sentimientos ante los hombres, ante las realidades
creadas, ante la tribulación, se parezcan cada día más a los que tuvo Jesús en
circunstancias similares, de tal manera que nuestra vida sea en cierto sentido
prolongación de la suya, pues Dios nos ha predestinado a ser semejantes a la
imagen de su Hijo [4].
La misma
gracia divina, en la medida en que correspondemos a la acción continua del
Espíritu Santo, nos hace semejantes a Dios. Seremos santos si Dios Padre, puede
afirmar de nosotros lo que un día dijo de Jesús: Éste es mi Hijo muy amado, en
quien, tengo puestas mis complacencias [5]. Nuestra santidad consistirá, pues,
en ser por la gracia lo que es Cristo por naturaleza: hijos de Dios.
El Señor
lo es todo para nosotros. «Este árbol es para mí
una planta de salvación eterna; de él me alimento, de él me sacio. Por sus
raíces me enraízo y por sus ramas me extiendo, su rocío me regocija y su
espíritu como viento delicioso me fertiliza. A su sombra he alzado mi tienda, y
huyendo de los grandes calores allí encuentro un abrigo lleno de rocío. Sus
hojas son mi follaje, sus frutos mis perfectas delicias, y yo gozo libremente
sus frutos, que me estaban reservados desde el principio. Él es en el hambre mi
alimento, en la sed mi fuente, y mi vestido en la desnudez, porque sus hojas
son espíritu de vida: lejos de mí desde ahora las hojas de la higuera. Cuando
temo a Dios, Él es mi protección; y cuando vacilo, mi apoyo; cuando combato, mi
premio; y cuando triunfo, mi trofeo. Es para mí el sendero estrecho y el
sendero angosto» [6]. Nada deseo fuera de Él.
II. El Evangelio [7] nos relata la petición que
hicieron Santiago y Juan a Jesús de dos puestos de honor- en su Reino. Después,
los diez comenzaron a indignarse contra estos dos hermanos. Jesús les dijo
entonces: Sabéis que los que figuran como jefes de
los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así
entre vosotros; por el contrario, quien quiera llegar a ser grande entre
vosotros, sea vuestro servidor,- y quien entre vosotros quiera ser el primero,
sea esclavo de todos. Y les da la suprema razón: porque
el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en
redención de muchos.
En
diversas ocasiones proclamará el Señor que no vino a ser servido sino a servir:
Non ven ministrari sed ministrare [8]. Toda su vida fue un servicio a todos, y
su doctrina es una constante llamada a los hombres para que se olviden de sí
mismos y se den a los demás. Recorrió constantemente los caminos de Palestina
sirviendo a cada uno -singulis manus imponens [9]- de los que encontraba a su
paso. Se quedó para siempre en su Iglesia, y de modo particular en la Sagrada
Eucaristía, para servirnos a diario con su compañía, con su humildad, con su
gracia.
En la
noche anterior a su Pasión y Muerte, como enseñando algo de suma importancia, y
para que quedara siempre clara esta característica esencial del cristiano, lavó
los pies a sus discípulos, para que ellos hicieran también lo mismo [10].
La Iglesia,
continuadora de la misión salvífica de Cristo en el mundo, tiene como quehacer
principal servir a los hombres, por la predicación de la Palabra divina y la
celebración de los sacramentos. Además, «tomando
parte en las mejores aspiraciones de los hombres y sufriendo al no verles
satisfechos, desea ayudarles a conseguir su pleno desarrollo, y esto
precisamente porque les propone lo que ella posee como propio: una visión
global del hombre y de la humanidad» [11].
Los
cristianos, que queremos imitar al Señor, hemos de disponernos para un servicio
alegre a Dios y a los demás, sin esperar nada a cambio; servir incluso al que
no agradece el servicio que se le presta. En ocasiones, muchos no entenderán
esta actitud de disponibilidad alegre. Nos bastará saber que Cristo sí la
entiende y nos acoge entonces como verdaderos discípulos suyos. El «orgullo» del cristiano será precisamente éste:
servir como el Maestro lo hizo. Pero sólo aprendemos a darnos, a estar
disponibles, cuando estamos cerca de Jesús. «Al emprender cada jornada para
trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas que le buscan, convéncete de
que no hay más que un camino: acudir al Señor.
»-¡Solamente en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los
demás!» [12]. De
ella obtenemos las fuerzas y la humildad que todo servicio requiere.
III. Nuestro servicio a Dios y a los demás ha de estar
lleno de humildad, aunque alguna vez tengamos el honor de llevar a Cristo a
otros, como el borrico sobre el que entró triunfante en Jerusalén [13]. Entonces
más que nunca hemos de estar dispuestos a rectificar la intención, si fuera
necesario. «Cuando me hacen un cumplido -escribe el que más tarde sería Juan
Pablo I-, tengo necesidad de compararme con el jumento que llevaba a Cristo el
día de ramos. Y me digo: “¡Cómo se habrían reído
del burro si, al escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese
ensoberbecido y hubiese comenzado -asno como era- a dar las gracias a diestra y
siniestra!… ¡No vayas tú a hacer un ridículo semejante…!”» [14], nos
advierte.
Esta
disponibilidad hacia las necesidades ajenas nos llevará a ayudar a los demás de
tal forma que, siempre que sea posible, no se advierta, y así no puedan darnos
ellos ninguna recompensa a cambio. Nos basta la mirada de Jesús sobre nuestra
vida. ¡Ya es suficiente recompensa!
Servicio
alegre, como nos recomienda la Sagrada Escritura: Servid al Señor con alegría
[15], especialmente en aquellos trabajos de la convivencia diaria que pueden
resultar más molestos o ingratos y que suelen ser con frecuencia los más
necesarios. La vida se compone de una serie de servicios mutuos diarios.
Procuremos nosotros excedernos en esta disponibilidad, con alegría, con deseos
de ser útiles. Encontraremos muchas ocasiones en la propia profesión, en medio
del trabajo, en la vida de familia…, con parientes, amigos, conocidos, y
también con personas que nunca más volveremos a ver.
Cuando
somos generosos en esta entrega a los demás, sin andar demasiado pendientes de
si lo agradecerán o no, de si lo han merecido…. comprendemos que «servir es reinar» [16].
Aprendamos
de Nuestra Señora a ser útiles a los demás, a pensar en sus necesidades, a
facilitarles la vida aquí en la tierra y su camino hacia el Cielo. Ella nos da
ejemplo: «En medio del júbilo de la fiesta, en
Caná, sólo María advierte la falta de vino… Hasta los detalles más pequeños de
servicio llega el alma si, como Ella, se vive apasionadamente pendiente del
prójimo, por Dios» [17]. Entonces hallamos con mucha facilidad a Jesús,
que nos sale al encuentro y nos dice: cuanto
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis [18].
[1] 1 Pdr 2, 21.
[2] Flp 2, 5.
[3] Col 3, 9.
[4] Rom 8, 29.
[5] Mt 3, 17.
[6] SAN HIPÓLITO, Homilía de Pascua.
[7] Mc 10, 35-45.
[8] Mt 20, 8.
[9] Lc 4, 40.
[10] Cfr. Jn 13, 4 ss.
[11] PABLO VI, Ene. Populorum progressio, 26-III-1967,
[12] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 72.
[13] Cfr. Lc 19, 35.
[14] A. LUCIANI, Ilustrísimos señores, p. 59.
[15] Sal 99, 2.
[16] Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 21.
[17] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 631.
[18] Mt 25, 40.
Esta meditación forma parte de la Colección “Hablar con Dios”
Hablar con Dios, por Francisco Fernández-Carvajal, Tomo V, Ediciones
palabra.
Puedes adquirir la colección en
www.edicionespalabra.es o en www.beityala.com
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