De lo que hagamos en
esta vida va a depender toda la eternidad. Eterna felicidad o eterno
sufrimiento y desesperación. No hay más. Meditemos en el infierno, cuya
existencia es dogma de fe para evitar por todos los medios condenarnos
eternamente. Ahora es tiempo de merecer, de vivir santamente y de ganarnos el
cielo con la ayuda de Dios y los medios de santificación que pone a nuestro
alcance.
Hay que esforzarse por ser
santo. No es descabellado pedir con humildad la gracia de no pasar por el
purgatorio, cuyas penas son terribles o reducir lo máximo posible nuestra
estancia allí, purgando nuestros pecados con oraciones, penitencias e
indulgencias en esta vida. Aún así la diferencia con el infierno es abismal: las penas del purgatorio son finitas, las del infierno
eternas.
El Doctor Eudaldo Forment,
Catedrático de Metafísica, desde sus amplios conocimientos teológicos tomistas
profundiza en la terrible realidad del infierno. Espero que sus explicaciones
les sean de provecho y les sirvan para vivir con coherencia: ANTES MORIR QUE PECAR.
Se medita en los Ejercicios Espirituales Ignacianos que hay niños en el
infierno por un sólo pecado mortal. Nosotros merecíamos el infierno por
nuestros pecados, pero hemos tenido más oportunidades. No tentemos más a la
Providencia de Dios. No es cosa de broma. Con la eternidad no se juega.
¿QUÉ NOS ENSEÑA LA IGLESIA SOBRE EL INFIERNO?
(ETERNIDAD DE
LAS PENAS, número y grado de las mismas)?
Le contestaré con mucho gusto
con este párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica: «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del
infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal
descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren
las penas del infierno, “el fuego eterno". La pena principal del infierno
consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el
hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (n. 1035).
En otro párrafo se había
indicado que: «Morir en pecado mortal sin estar
arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer
separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección» (n. 1033).
Debe tenerse en cuenta que el
infierno, como enseñaba Santo Tomás, es el estado de los condenados y el lugar
en que se encuentran. También que la Iglesia ha afirmado siempre que es dogma
de fe, tanto su existencia, como la eternidad de todas penas y la desigualdad
de ellas en proporción de las culpas por los pecados cometidos sin
arrepentimiento y con obstinación en los mismos. Se comprende, porque son
muchos los textos del Antiguo Testamento que lo afirman, e igualmente, en el
Nuevo, también lo hacen, el Precursor y muchísimas veces el propio Cristo.
También hablan del infierno San Pablo, San Pedro, San Judas, Santiago y el
Apocalipsis.
¿EN QUÉ ASPECTOS ESENCIALES DE LA REALIDAD DEL
INFIERNO PROFUNDIZA SANTO TOMÁS DE AQUINO EN LA SUMMA?
Para comprender la profunda
explicación tomista debe advertirse que la eternidad de las penas de los
condenados es un misterio revelado. No se puede, por tanto, demostrar
racionalmente, pero es posible dar razones de su conveniencia. Santo Tomás da
dos razones:
LA PRIMERA es que el pecado mortal aleja de Dios, último fin y bien supremo del
hombre, que hace perder así la gracia divina, que es lo que lleva a la vida
eterna. El pecado mortal sin arrepentimiento es «un
desorden, que, en sí mismo, es irreparable».
Si el hombre permanece en pecado mortal y resiste hasta el último
momento a la gracia y muere así impenitente con un desorden que no ha tenido
fin, merece, por ello, una pena que tampoco lo tenga, es decir, una pena
eterna. (S. Th., I-II, q. 87, a. 3, in c.).
LA SEGUNDA razón que da el Aquinate está basada en la gravedad «cuantitativamente infinita» o inconmensurable del
pecado (Ibíd., a. 4). Afirma que: «Es justo que
quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de Dios sea
castigado». Explica que: «decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la
continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto
su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre». De ahí que «los inicuos quisieran vivir siempre para
permanecer siempre en su iniquidad» (Ibíd., a. 3, ad 1).
¿HASTA QUÉ PUNTO ES GRAVE POR TANTO LA CONDENACIÓN
ETERNA Y SU IRREVOCABILIDAD?
Se advierte claramente su
gravedad en la sentencia que pronunciará Cristo Salvador y Juez nuestro a los
malos castigados: «Apartaos de Mí, malditos. Id
al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles» (Mat
25, 41)
Con la expresión «apartaos de Mí», se significa que se castiga con lo que se llama
«pena de daño», que es la mayor pena que se pueda recibir. En primer lugar,
porque es estar arrojado de la vista de Dios a la mayor distancia. En segundo
lugar, porque no se tiene el consuelo de la esperanza que pueda redimirse ni
finalizar nunca. Por último, en tercer lugar, porque se carecerá eternamente de
la luz y el calor de la vida divina.
Con la de «malditos», se entiende que les perseguirá la justicia
divina con toda clase de maldiciones. Aumenta con ello su pesar y desconsuelo,
porque al ser apartados de la presencia de Dios no se les ha considerado dignos
de alguna cosa buena por la que merecieran una bendición. No pueden así esperar
nada que alivie su aflicción y desgracia.
El otro castigo que sigue está
significado con el mandato «id al fuego eterno». A este otro tipo de castigo se denominan «pena de
sentido», porque se sufre con los sentidos. Entre todos los tormentos está el
del fuego. A estos sumos dolores sentidos se suma además el mal de saber que
durará eternamente.
Por último, de las palabras
finales «que
fue destinado para el diablo y sus ángeles» se infiere que el castigo eterno de los
condenados incluirá toda clase de penas. La razón es porque tendrán que
soportar a los demonios, una malísima compañía. No tendrán ni el consuelo que
podían tener en su vida terrenal del alivio de alguna persona, que sufriera
también la misma desventura y que fuera afable y caritativo con él.
¿POR QUÉ EL HOMBRE ACTUAL NO MEDITA SOBRE ELLO NI
VIVE CONSECUENTEMENTE?
En nuestra época se habla poco
de las penas eternas del infierno, al igual que de los otros novísimos o en lo
que habrá de terminar nuestra vida terrena, desde el primero, la muerte hasta
el último, el juicio final. Quizá por temor a intranquilizar o a asustar, o
para no dar una imagen desagradable de la justicia divina. Además corren en los
mismos católicos objeciones superficiales e incoherentes, que, a pesar de ello,
se alejan de la enseñanza de siempre de la Iglesia. Sin embargo, vistos con los
ojos de fe la consideración de las postrimerías es de gran utilidad para
refrenar nuestras pasiones rebeldes a la razón y a la ley de Dios y así
apartarnos del pecado. En la misma Escritura se dice:
«En todas tus acciones acuérdate de los novísimos o postrimerías y no
pecarás jamás» (Eclo 7, 40)». En definitiva, el negar estas verdades
es colaborar con los que quieren descristianizar a la persona, a la familia y a
la sociedad
ALGÚN EJEMPLO PRÁCTICO PARA PODER COMPRENDER LO QUE
ES LA ETERNIDAD DEL SUPLICIO Y EVITAR CAER EN ÉL…
Si me permite pondré un
ejemplo que daba el tomista Garrigou-Lagrange, profesor en Roma de Karol
Wojtyla, el futuro papa Juan Pablo II, en los años de 1946 a 1948 y director de
su tesis doctoral. Explicaba que a los privados de la visión divina, ello les
proporciona tanta pena, que si fuera posible soportarían todos los dolores
físicos con tal de no verse privados del gozo de Dios. Se lee en Santa Catalina
de Sena que además se ven afectados del remordimiento de su conciencia, no por
haber ofendido a Dios, sino por aquello a lo que les han llevado sus fatales
decisiones. También de la vista del demonio, y del cuarto tormento del fuego, «fuego que abrasa y no consume. Y tanto es el odio que
les devora que no pueden querer ni desear ningún bien». (Diálogo,
c. 40). Finalmente el dominico francés ponía el siguiente ejemplo: es como un
hombre que ha querido libremente arrojarse a un pozo negro y sin fondo en el
que quedará aprisionado para siempre, aun sabiendo de antemano que jamás podrá
salir de él.
Se evita caer en él o no caer
en el pecado, con la gracia de Dios, que se nos da en los sacramentos. Con ella
se evita la condena en el juicio de Dios, donde le tendremos que dar cuenta de
nuestras malas obras, de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos
más profundos y escondidos. Ya desde ahora tendríamos que pedir siempre, como
se hace en el antiguo himno de la misa de difuntos (Dies
irae): «¡Dios mío, perdóname¡».
Javier Navascués Pérez
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