Nuestra Madre nos
enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso.
Por eso, es maestra de fe.
Por: F. Suárez J. Yániz | Fuente: Opusdei.es
Tras meditar sobre diversos aspectos de la fe a través de la
contemplación de la vida de algunas de las grandes figuras del Antiguo
Testamento —Abraham, Moisés, David y Elías—, seguimos recorriendo esta historia
de nuestra fe también de la mano de los personajes del Nuevo Testamento, donde,
con Cristo, la Revelación llega a su plenitud y cumplimiento: En diversos momentos y de muchos modos habló
Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos
días nos ha hablado por medio de su Hijo[1].
ICONO PERFECTO DE LA
FE
Al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley[2]. En la actitud de fe de la Santísima Virgen se ha concentrado toda la
esperanza del Antiguo Testamento en la llegada del Salvador: «en María (…) se
cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia
de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los
patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del
surgimiento de la vida nueva»[3]. Al igual que Abraham —«nuestro padre en la fe»[4]—, que dejó su tierra confiado en la
promesa de Dios, María se abandona con total confianza en la palabra que le
anuncia el Ángel, convirtiéndose así en modelo y madre de los creyentes. La
Virgen, «icono perfecto de la fe»[5], creyó que nada es imposible para Dios, e
hizo posible que el Verbo habitase entre los hombres.
Nuestra Madre es modelo de fe. «Por la fe, María acogió la palabra del
Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de
su entrega (cfr. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de
alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a
Él (cfr. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo,
manteniendo intacta su virginidad (cfr. Lc 2, 6-7). Confiada en su
esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes
(cfr. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y
permaneció con él hasta el Calvario (cfr. Jn 19, 25-27). Con fe, María
saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos
en su corazón (cfr. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos
con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14;
2, 1-4)»[6].
La Virgen Santísima vivió la fe en una existencia plenamente humana, la
de una mujer corriente. Durante su vida terrena no le fueron ahorrados a María ni la experiencia
del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella
mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que
te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde: bienaventurados
más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica (Lc
11, 27-28). Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del
hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se
manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso
de cada jornada[7].
La Santísima Virgen «vive totalmente de la y en relación
con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en
el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en
las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia»[8].
MAESTRA DE FE
Por la fe, María penetró en el Misterio de Dios Uno y Trino como no le
ha sido dado a ninguna criatura, y, como «madre de nuestra fe»[9], nos ha hecho partícipes de ese
conocimiento. Nunca
profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer
suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la
Trinidad Beatísima[10].
La Virgen es maestra de fe. Todo el despliegue de la fe en la existencia
tiene su prototipo en Santa María: el compromiso con Dios y el conformar las
circunstancias de la vida ordinaria a la luz de la fe, también en los momentos
de oscuridad. Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer
divino «incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio
querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el
anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo
(cfr. Lc 2, 35)»[11]. Su plena confianza en el Dios fiel y en
sus promesas no disminuye, aunque las palabras del Señor sean difíciles o
aparentemente imposibles de acoger.
Por eso, si nuestra fe es
débil, acudamos a María[12].
En la oscuridad de la Cruz, la fe y la docilidad de la Virgen dan un
fruto inesperado. En
Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus
discípulos: los que habían de creer en Él[13]. Su maternidad se extiende a todo el
Cuerpo Místico del Señor. Jesús nos da como madre a su Madre, nos pone bajo su
cuidado, nos ofrece su intercesión. Por
ese motivo la Iglesia invita constantemente a los fieles a dirigirse con
particular devoción a María.
Nuestra fragilidad no es obstáculo para la gracia. Dios cuenta con ella,
y por eso nos ha dado una madre. «En esta lucha que
los discípulos de Jesús han de sostener —todos nosotros, todos los discípulos
de Jesús debemos sostener esta lucha—, María no les deja solos; la Madre de Cristo
y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está
con nosotros (...), nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos
en el combate contra las fuerzas del mal»[14].
De la escuela de la fe, la Virgen es la mejor maestra, pues siempre se
mantuvo en una actitud de confianza, de apertura, de visión sobrenatural, ante
todo lo que sucedía a su alrededor. Así nos la presenta el Evangelio: María guardaba todas estas cosas
ponderándolas en su corazón[15]. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor,
en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos
más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de
fe, para descubrir la Voluntad de Dios[16].
Su camino de fe, aunque en modo diverso, es parecido al de cada uno de
nosotros: hay momentos de luz, pero también momentos de cierta oscuridad
respecto a la Voluntad divina: cuando encontraron a Jesús en el Templo, María y
José no comprendieron lo que les dijo[17]. Si, como la Virgen, acogemos el don de
la fe y ponemos en el Señor toda nuestra confianza, viviremos cada situación cum gaudio et pace
—con el gozo y la paz de los hijos de Dios—.
IMITAR LA FE DE
MARÍA
«Así, en María, el camino de fe del Antiguo
Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él,
entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado»[18]. En la Anunciación, la respuesta de la Virgen resume su fe como
compromiso, como entrega, como vocación: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra[19]. Como Santa María, los cristianos
debemos vivir de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (...) del que depende la fidelidad a la personal vocación,
única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra
de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero[20].
Pero, ¿cómo responder siempre con una fe tan
firme como María, sin perder la confianza en Dios? Imitándola, tratando
de que en nuestra vida esté presente esa actitud suya de fondo ante la cercanía
de Dios: no experimenta miedo o desconfianza, sino que «entra
en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la
considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y
en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del
anuncio»[21]. Al igual que la Virgen, procuremos
reunir en nuestro corazón todos los acontecimientos que nos suceden,
reconociendo que todo proviene de la Voluntad de Dios. María mira en
profundidad, reflexiona, pondera, y así entiende los diferentes acontecimientos
desde la comprensión que solo la fe puede dar. Ojalá fuera esa —con la ayuda de
nuestra Madre— nuestra respuesta.
Imitar a María, dejar que nos lleve de la mano, contemplar su vida nos
conduce también a suscitar en quienes tenemos alrededor —familiares y amigos—
esa mayor apertura a la luz de la fe: con el ejemplo de una vida
coherente, con conversaciones personales, de amistad y confidencia, con la
necesaria doctrina, para facilitarles el encuentro personal con Cristo a través
de los sacramentos y las prácticas de piedad, en el trabajo y en el descanso. Si nos identificamos con María,
si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en
el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo.
Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad
espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin
palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con
la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre
nosotros y Dios[22].
***
Mirando a María, pidámosle que nos ayude a vivir de fe y reconocer a
Jesús presente en nuestras vidas: fe en que nada es comparable con el Amor de
Dios que nos ha sido donado; fe en que no hay imposibles para el que trabaja
por Cristo y con Él en su Iglesia; fe en que todos los hombres pueden
convertirse a Dios; fe en que pese a las propias miserias y derrotas podemos
rehacernos totalmente con su ayuda y la de los demás; fe en los medios de
santidad que Dios ha puesto en su Obra, en el valor sobrenatural del trabajo y
de las cosas pequeñas; fe en que podemos reconducir este mundo a Dios si vamos
siempre de su mano. En definitiva, fe en que Dios pone a cada uno en las
mejores circunstancias —de salud o de enfermedad, de situación personal, de
ámbito laboral, etc.— para que lleguemos a ser santos, si correspondemos con
nuestra lucha diaria.
Jesucristo pone
esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover
los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en
nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con
sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas
omnipotentes: y todo cuanto
pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis (Mt 21, 22)[23]. Impulsados por la fuerza de la fe, decimos a Jesús: ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame,
para creer más y mejor! Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre
de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán
las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45)[24]. «¡Madre,
ayuda nuestra fe!»[25].
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