El perdón es como la
confianza, que no se puede simplemente exigir, sino que hay que darlo, hay que
merecerlo, hay que ofrecerlo y hay que ganarlo.
Por: Alfonso Aguiló | Fuente: interrogantes.net
Cuenta Roland Joffé el impacto que le produjo una entrevista en la CNN
en la que una mujer hutu de Ruanda estaba tomando el té con un hombre al que
ella misma presentaba como miembro de una tribu tutsi que había asesinado a su
familia. El entrevistador, muy sorprendido, le decía: “¿Y
por qué toma el té con él…? ¿Le ha perdonado?”. “Sí –respondía ella–, le he perdonado”. Y explicaba a continuación que
aquel hombre iba todas las semanas a tomar el té con ella. “Lo hace para vivir en mi perdón”, añadía.
Ese era el modo –continuaba Joffé– que ella tenía de tratar con su dolor. Y ese era el modo que aquel otro hombre tenía de tratar con el suyo. Del sufrimiento humano de ambos, salía algo nuevo y mucho más grande. En aquel acto heroico de la voluntad había un propósito. Aquella mujer estaba dignificando su propia vida al perdonar a aquel hombre hutu. Era una mujer campesina de una sencillez conmovedora, pero sobre todo de un enorme poder moral, que se estaba sobreponiendo a la llamada del odio para imponerse a sí misma la terapia del perdón.
A todos nos gustaría ver más perdón en el mundo, pero luego a todos nos
cuesta perdonar. Es difícil saber por qué unas personas logran perdonar y otras
no. Es un misterio extraordinario, con el que todos convivimos. Todos los seres
humanos tenemos la posibilidad de perdonar. ¿Por
qué, entonces, algunas personas se sienten incapaces de hacerlo? ¿Qué
influencias hay dentro de un hombre a la hora de afrontar ese dilema?
Por ejemplo, si en la infancia te han enseñado que la venganza es algo
importante, que tu dignidad como ser humano se sustenta en ejercer la venganza,
entonces acabas en una espiral donde la venganza se perpetúa. Sin embargo, si
desde pequeño te enseñan y te dan las reflexiones y los argumentos necesarios
para entender que la venganza y el rencor no conducen a nada, ese deseo
ancestral, por el que alguien tiene que pagar una cuenta pendiente, pasa a
verse como lo que es, como una respuesta primitiva y visceral, que nos hace
daño y que nos perjudica a todos.
En el interior de cada persona, igual que en lo profundo de la misma
sociedad, hay siempre una batalla en la que pugnan por abrirse paso nuestro
orgullo, nuestro rencor, nuestro individualismo egoísta. Debemos reconocerlos
como tales, y hacerles frente, aunque nos parezca que luchamos un poco contra
nuestra propia naturaleza. Lo que sería una pena es no reconocerlos como unos
monstruos que devoran nuestro interior. Que quisiéramos disfrazarlos de
dignidad, de patriotismo, de servicio a unas supuestamente elevadas causas que
pretenden justificar lo injustificable.
La terapia del perdón de aquella mujer ruandesa era un comportamiento
heroico en su situación. Una memorable muestra de su esfuerzo por desmarcarse
de la devoradora máquina de la venganza y el rencor que amenazaba con invadirlo
todo. Una lucha admirable para no dejarse absorber por la dinámica del odio,
para no formar parte de esa gran conjura inacabable. Si nuestras vidas tienen
profundidad, y deben tenerla, hemos de preguntarnos qué tenemos que hacer ante
las ofensas o perjuicios que hemos sufrido y que quizá no sabemos bien cómo gestionar.
El perdón es como la confianza, que no se puede simplemente exigir, sino que
hay que darlo, hay que merecerlo, hay que ofrecerlo y hay que ganarlo. Por
ambas partes puede ser heroico, pues muchas veces cuesta más pedir perdón que
darlo. Pero siempre será una muestra de la grandeza del hombre, que sabe
elevarse por encima de lo que era habitual en las civilizaciones antiguas y
que, por desgracia, todavía sigue demasiado presente en nuestra vida cotidiana.
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