No
pensaba hacerlo, pero os voy a compartir un episodio que he vivido esta semana.
No voy a decir ni el día ni el lugar. Pero es un hecho que me ha impactado
enormemente.
Fui a ver a un sacerdote. Aunque somos 150 sacerdotes en mi diócesis,
para evitar especulaciones, diré que este es un sacerdote de fuera de Alcalá.
Sin embargo,
a él lo conozco muy bien desde hace muchos años. Esta semana fui a verle. Le
quería preguntar por su sacerdocio. O, mejor dicho, por la razón por la que se
hizo sacerdote.
Estoy
seguro de que él no tiene pecados contra el sexto mandamiento. Esto lo menciono
porque, cuando hay problemas graves, casi siempre se piensa en faltas de este
tipo. Pero no es este el caso.
Este caso
es el de un individuo encerrado en su egoísmo. Tiene más fallos: siempre
desencantado, siempre criticando, siempre pensando mal. Y después está el tema
del dinero... Sin ninguna duda, no se queda ni con un solo euro que no sea
suyo. Pero qué amor al dinero, impresionante.
Hoy, tras
ciertas dudas, he ido a verlo. Movido solo por el deseo de hacerle pensar.
Quería hacerle recapacitar. Pero nada. Desde el primer momento, hostilidad.
También frialdad.
Yo había
ido rezando y seguí rezando mientras hablaba con él. Hablando, a veces, se
llega a alguna parte. En este caso, me daba cuenta de que prolongar la
conversación solo iba a llevar a que se enfadara más y más.
En un
momento dado, le he mirado, mientras él hablaba, yo estaba tranquilo,
completamente sereno, pero sorprendido ante el espectáculo de su alma. No me he
enfadado lo más mínimo, solo sentía yo tristeza.
Al final
me ha dicho que si creía que todo era tan sencillo como que yo llegara a verle
y que él iba a abrir su alma a mí, estaba muy equivocado. Lo cierto es que no
había intentado tal cosa. Yo había llegado con la idea de recordarle el ideal
que le llevó al seminario. pero no había ido con el propósito de que me abriera
su alma.
Hay almas
que son pozos profundos. Yo le miraba en silencio, dado que él hablaba. Bien sé
lo aislado que se encuentra. No es nada fácil que algún otro sacerdote intente
lo que intenté yo.
Cuando
salí de su presencia, no sentía ningún enfado. Solo sentía que yo era una de
las pocas personas que le podía ayudar y que había cerrado completamente las
puertas a esa ayuda. Ya lo intenté hace años y reaccionó de la misma manera.
El libre
albedrío. Todos piensan lo mismo de él. Él es el único que no se da cuenta. Lo
tiene todo para ser feliz, pero seguirá bajo esa nube gris, nube de desencanto,
que le lleva cubriendo desde hace años. Rezaré por él.
Cuando algún
laico observa un defecto en un párroco y me preguntan si sería bueno decirle
algo, siempre les contesto que sí: que, aunque al principio, se enfade, después
la persona reflexiona. No os guardéis las cosas. Decídselas con cariño, con
calma, con el solo deseo de ayudarle. He escrito estas líneas para que hagáis
vosotros como he hecho yo.
Y si no
os atrevéis a decírselas de viva voz, hacedlo por carta. Y si no os atrevéis a
firmar la carta, dejad una carta anónima. El párroco valorará una carta que le
hable con cariño, aunque el que la escribió no se atreva a dar el nombre. Todos
notamos cuándo alguien nos habla para herirnos y cuándo alguien habla con el
único propósito de ayudarnos.
De la habitación donde estaba este presbítero me he
marchado con tristeza, él se ha quedado rumiando sus malos sentimientos. No he
visto su espíritu, pero he escuchado sus palabras. Y eran palabras... malas.
P. FORTEA
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