Algunos viven para tener riqueza, poder,
salud, una familia, amigos leales… pero sólo Dios con su amor infinito puede
colmar todos los deseos y anhelos del corazón humano.
Salimos
de la casa de nuestros amigos ya oscurecido. Los hijos pequeños de esa familia,
cariñosamente arropados por su madre, se habían ido a dormir uno tras otro.
Nuestro destino era un volcán nevado, iniciando de noche la escalada para poder
transitar, a plena luz del sol, por la zona más peligrosa.
La
intensidad del frío hacía que nuestras bebidas se congelaran y que los dedos de
las extremidades perdieran su sensibilidad. A medida que subíamos por la ladera
empinada, el poco oxígeno del aire agudizaba la jaqueca. Fue entonces, unas
tres horas después de la media noche cuando, en un repecho del sendero,
apareció a nuestros pies la ciudad iluminada. La quietud citadina, el recuerdo
del calor del hogar y el placentero sueño de esos niños me suscitaron una
pregunta impetuosa: “Bueno, y yo, tonto de mí, ¿qué
estoy haciendo en este lugar?”
¿Y sabré qué hago yo, no en la penumbra de un helado volcán, sino en la
vida? ¿Soy producto del azar, un resultante biológico, algo casual? ¿Tiene mi
vida alguna dirección, algún plan, algún propósito?
Preguntas
como éstas se plantea cualquier individuo cuando se pone a pensar con un grado
mínimo de sensatez. Y son preguntas que muchas veces se quedan sin respuesta,
con la actitud desalentada de quien las considera imposibles de resolver. Otras
veces, la respuesta es limitada, temporal, y por ello, insuficiente para la
solución del enigma. Recuerdo, por ejemplo, el caso de un muchacho que vivía en
una ciudad que no era la suya, al que pregunté: “Y
tú, ¿sabes para qué vives?” “Para irme a Jalapa”, fue su contestación.
Otros, quizá, dirán que viven para llegar a ser alguien, o para formar una
familia, o para ser felices.
A veces
los hombres piensan que podrían ser felices si consiguieran todo lo que desean.
Pero cuando lo obtienen riqueza, poder y salud, una familia generosa y amigos
leales-, encuentran que aún les falta algo. Todavía no son verdaderamente
felices. Siempre queda algo que su corazón anhela.
Hay
personas más sabias que saben que el bienestar material es una fuente de dicha
que decepciona. Con frecuencia, los bienes materiales son como agua salada para
el sediento, que en vez de satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica.
Estos sabios han descubierto que el corazón del hombre no se sacia con bienes
finitos, ni aunque los posea en enorme abundancia.
Y es que
el corazón del hombre está hecho, nos dicen, para felicidades insospechadas: su coeficiente de dilatación no está acotado. Por
eso la posesión de lo material no responde -y los testimonios vivenciales
(quizá el tuyo propio incluido) podrían multiplicarse al infinito- a esas
preguntas fundamentales para nuestra vida.
Si, de
niños, asistimos al Catecismo elemental, quizá recordaremos las primeras
cuestiones aprendidas con repetido sonsonete “¿Quién
te creó?” Y, cuando respondíamos que ha sido Dios el autor de nuestra
creación, nos volvían a inquirir sobre otra cuestión fundamental: “¿Para qué te ha creado Dios?” “Para conocerlo, amarlo y
servirlo en esta vida, y después, verlo y gozarlo en la otra”, respondíamos.
Y entonces (vendrán a decirnos los sabios) es cuando ese anhelo de felicidad
infinita se empezará a colmar.
Aquí
también el testimonio vivencial podría multiplicarse. “It
works”, podríamos decir luego de ponerlo en práctica. Esto funciona: así sí soy feliz o, al menos, estoy perfectamente seguro
de andar por el camino que me conduce a la felicidad.
Pero, ¿en qué consiste la felicidad de la cual venimos
hablando? Quizá nos ayude a entenderla el ejemplo del joven médico que
se va a realizar los estudios de su especialidad a un país extranjero. Un día,
al leer el periódico de su pueblo que su madre le ha enviado, tropieza con la
fotografía de la muchacha que ha sido electa reina de las fiestas de la
localidad. El médico no la conocía, ni siquiera había oído hablar de ella.
Pero, al mirarla, se dice: “Caramba, qué linda
chica. Además, parece lista y virtuosa. Me gustaría casarme con ella”. Al
pie de la foto aparece la dirección de la chica, y el joven se decide a
escribirle, sin demasiadas esperanzas de que le conteste. Y, sin embargo, la
respuesta llega. Inician una correspondencia habitual, intercambian
fotografías, y se cuentan todas sus cosas. El joven médico se enamora más y más
cada día de esa muchacha a quien nunca ha visto.
Un par de
años después, nuestro personaje vuelve a casa ya graduado. Durante ese tiempo
ha estado cortejándola a distancia. El amor a ella lo ha hecho mejor médico y
mejor persona: se ha esforzado por ser la clase de
individuo que ella querría que fuese. Ha hecho las cosas que ella
desearía que hiciera, y ha evitado las que le desagradarían. Ya es un anhelo
ferviente de ella lo que hay en todo su ser, y está llegando a casa.
¿Cuánta dicha llevará su corazón al bajar del tren y tomar, al fin, a la
muchacha en sus brazos? “¡Oh! -exclamará al abrazarla-, ¡si este instante no
acabara nunca!” Su
felicidad es la del amor logrado, del amor encontrándose en completa posesión
de la persona amada. Llamamos a eso la fruición del amor. El muchacho recordará
siempre este momento -momento en el que su anhelo fue colmado con el primer
encuentro real- como uno de los sucesos más felices de su existencia.
Este
ejemplo puede servirnos para descubrir la naturaleza de nuestra felicidad en el
cielo. Es un ejemplo penosamente imperfecto, inadecuado en extremo, pero el
menos malo que hemos podido ofrecer. Porque la felicidad esencial del cielo
consiste exactamente en esto: en que poseeremos al
Dios infinitamente perfecto y seremos poseídos por Él, en una unión tan íntima
y total que ni siquiera podemos remotamente imaginar.
El
objeto de nuestra posesión no será un ser humano (por bello, noble, bueno y
maravilloso que sea). Será el mismo Dios con el que nos uniremos de un modo
personal y definitivo; Dios, que es la Bondad, la Verdad y la Belleza
infinitas; Dios, que lo es todo, y cuyo amor inconmensurable puede (como ningún
amor terreno es capaz de hacer) colmar todos los deseos y anhelos del corazón
humano. Poseeremos entonces una tan sublime dicha que, al decir de San Pablo “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del
hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman”, (I Cor. 2, 9).
Y esta felicidad, una vez lograda, no se perderá jamás.
Que no se
pueda perder no significa que se prolongue durante semanas, meses, años y
siglos. El tiempo es exclusivo de nuestro mundo físico. Cuando termine nuestra
vida terrena, terminará también el tiempo. La eternidad no es “un periodo muy largo”. No habrá sucesión de
momentos en el cielo, no serán ciclos cronometrarles en horas y minutos. No
habrá sensación de monotonía, ni sentimiento de “espera”,
ni anhelo de que llegue el otro día. En el cielo el “HORA” será lo único que importará. Eso es lo
estupendo del premio: que nunca termina.
Cada uno de nosotros estará extasiado en la posesión del mayor Amor que existe,
ante el cual el más ardiente de los amores humanos, y aun la suma de todos
ellos, es sólo un pálido reflejo.
Y nuestro
embeleso no estará impedido por la sombra de su terminación, como ocurre con
todas las dichas terrenas: en el cielo no sólo
seremos felices con la máxima capacidad de nuestro corazón, sino que tendremos
además la perfección final de la felicidad al saber que nada nos la podrá
arrebatar. Está asegurada para siempre.
Ricardo Sada Fernández
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