¡Dios mío, qué solos se quedan los
muertos! Bécquer
Desgraciadamente,
desde que para consolar a los deudos (de buenas intenciones está el Infierno
lleno) los sacerdotes les dicen en la Misa del funeral que el finado
ya está en Cielo, casi nadie reza por los pobres difuntos. Las mismas misas de
difuntos se han convertido muchas veces en una especie de homenaje en vez de un
sufragio para el alma. Deberíamos acordarnos más de los muertos. Los antiguos
romanos acostumbraban enterrar a los suyos a lo largo de los caminos porque así
los caminantes veían las lápidas al pasar, y en tanto que se los recordara
seguían existiendo y no terminaban por desaparecer. Pero aunque se las olvide,
no desaparecen; las almas siguen existiendo, y quienes no se han condenado
están en su inmensa mayoría expiando sus faltas en el Purgatorio (como también
nos tocará irremediablemente a la mayoría de nosotros pasar por allí algún
día). No dejemos nosotros también solos a los muertos; acordémonos de vez en
cuando de rezar u ofrecer indulgencias por ellos.
A los muertos no hay que tenerles miedo; los vivos son mucho más
peligrosos, y los hay muy vivos. Aunque
también existen manifestaciones diabólicas, lo más habitual es que cuando se
manifiesta lo que solemos llamar un fantasma se trate en realidad de un alma en
pena que necesita ayuda, y no se la podemos negar; siempre podemos rezar en el
momento por ella, y quizá ofrecerle una Misa más tarde (y si se trata de una
manifestación diabólica, como una aparición siniestra, un poltergeist o alguna otra cosa rara, el que
está en nosotros (el Señor) es mayor que el que está en el mundo (1 Jn.4,4), y
ante la señal de la cruz, el agua bendita y el nombre de Jesús huyen todos los
demonios. Un alma en pena normalmente no asusta ni hace nada siniestro; las
ánimas son hermanas nuestras en Cristo, la Iglesia purgante, aunque en la
literatura y en el cine el género de terror nos presente con aire
tétrico todo lo relacionado con los muertos y los cementerios. Y no digamos ya
el horrendo e infame Halloween.
Tal como se lo conoce actualmente, el Halloween es una fiesta de origen
estadounidense de ayer por la mañana. No tiene más de cincuenta o sesenta años
en los EE.UU., de donde ha pasado a la América Hispana y más recientemente a
Europa. No es cierto que sea una antigua tradición irlandesa, al menos tal como
se celebra en la actualidad. Como en tantas otras cosas, hay mucho
arqueologismo. Se nos quiere hacer creer que es una antigua tradición pagana
irlandesa. Dado que lo que quieren es precisamente resucitar el paganismo, nos
hablan de una ancestral celebración druida, de la que en realidad se conoce muy
poco, llamada Samhain, a la que han añadido elementos originalmente cristianos
pero degenerados. Los mismos gallegos evocan últimamente el Samhain, a
pesar de ser ajeno a su tradición, sólo porque ellos también son de ascendencia
celta. En realidad, el nombre de Halloween no puede ser más cristiano. En
inglés arcaico All Halloween es la víspera de todos los santos (eso es lo
que significa, nada de siniestro; pero en inglés actual no se entiende ya muy
bien). Hasta tiempos bastante recientes ha existido en algunos países católicos
como Irlanda o Portugal la tradición de que grupos de chiquillos
fueran de casa en casa la noche previa al Día de Difuntos ofreciéndose a rezar
por los muertos de la familia allí residente; en señal de gratitud, al
despedirse les daban dulces u otras golosinas. Pero no era algo que exigieran,
ni mucho menos amenazaban con realizar actos vandálicos si no se los daban. Y
por supuesto no se exaltaba al Diablo, las brujas y todo lo siniestro. Las
típicas calabazas eran desconocidas en la Irlanda antigua, así como en toda
Europa. Antes del descubrimiento de América, la única variedad de estas
cucurbitáceas que se conocía por aquí era la que acostumbraban llevar como
cantimplora los peregrinos a Santiago, con su clásica forma de pera. Al otro
lado del Atlántico existe una enorme variedad (zapallos, calabazas, auyamas,
pipianes, mates, ayotes…), pero la de Irlanda era redondeada y de pequeño
tamaño. Aunque, ahuecada, se utilizaba como lámpara, no tenía ni de lejos el
aspecto siniestro de las del Halloween moderno.
Otros ejemplos del arqueologismo con el que nos quieren dar gato por
liebre presentándonos costumbres recientes como si fueran tradiciones
ancestrales, o sincretismos de larga data entre cultos precolombinos y
elementos cristianos, son por ejemplo la Santa Muerte en México o San la Muerte
en algunas zonas de Sudamérica. Son, en efecto, cultos sincréticos que mezclan
elementos paganos y cristianos, pero de cuño reciente; existen desde hace pocas
décadas. Al haber hecho la Iglesia dejación de funciones después del Concilio,
el pueblo sencillo ha dejado estar bien catequizado, como lo estaba cuando se
levantó en la gesta cristera; aun los analfabetos estaban bien formados y
tenían sensus fidei. Tradiciones
gastronómicas del Día de Difuntos como el pan de muerto y las calaveras dulces
en México, los huesos de santo en España, el pão-por-Deus portugués, las caspiadas de
las Azores y los soul cakes anglosajones son costumbres netamente
cristianas de estas fechas aunque, otra vez el arqueologismo, algunos
indigenistas quieran remontar el origen del pan de muerto a unos tiempos
prehispánicos en los que ni siquiera se conocía el pan.
No nos olvidemos, pues, de las ánimas Cuando vemos las esquelas mortuorias
en el periódico, no hace falta que recemos un Padrenuestro por cada uno de los
difuntos, pero se puede por ejemplo rezar uno por todos los finados que figuran
en la página, o bien la jaculatoria requiem
aeterna dona eis, Domine. No toma más
que un momento rezarla cuando vemos pasar un cortejo fúnebre o un coche de
muerto. En fin, no son más que algunas ideas. Cada uno puede hacer lo que mejor
le parezca, según se sienta motivado en el momento, y tampoco digo que estemos
rezando constantemente por ellos. Cosas así podemos hacerlas cualquier día del
año, no sólo el Día de los Fieles Difuntos. Otra idea puede ser rezar el
Rosario un día mientras se pasea por el cementerio, aplicándolo por todos los
que estén enterrados allí.
Bruno de la Inmaculada
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