LO
QUE SÓLO EL CRISTIANISMO (Y NINGUNA OTRA RELIGIÓN) HA APORTADO AL MUNDO
El
filósofo francés Gabriel Marcel dijo: «La
mujer que espera un hijo está habitada ni más ni menos que por la esperanza».
¿Qué esperan los hombres? Esperamos
el amor de los demás, plenitud de vida, amistad, alegría. En el fondo,
esperamos la felicidad; no entendida como una vaga sensación agradable, sino
como la realización de todos nuestros anhelos y la culminación de nuestros
esfuerzos, el vendaje de nuestras heridas, la recuperación de nuestras fuerzas,
el descubrimiento del sentido de cuanto hemos sido, hecho o padecido.
El hombre
prefiere vivir sin pan a vivir sin esperanza. Con esperanza se pueden soportar
las más inhumanas torturas, como se puede observar en la vida de los mártires.
Sin esperanza, hasta las cosas buenas de la vida diaria se agrian y pierden
atractivo.
El
cristianismo irrumpió en un mundo que se tambaleaba como un borracho a causa de
la superstición y el esoterismo, oscilando entre la desesperación y el hartazgo
de todo y un hedonismo imposible de satisfacer, y trajo una vía elevada,
luminosa y liberadora. Llegó como una bocanada de aire fresco, como una buena
noticia que aporta nuevo sentido a la existencia y una razón para vivir. Los
cristianos se hicieron conocidos por su amabilidad y hospitalidad. Y, ante
todo, como indican los documentos más antiguos, porque no tenían la costumbre
de abandonar a los niños para que se murieran, como hacían los paganos. Gracias
al cristianismo, valía nuevamente la pena vivir; hasta tal punto que también
merecía la pena transmitir la vida a otros, a la prole. Al contrario que los
paganos, los cristianos no procuraban evitar los embarazos ni interrumpirlos,
ni tampoco se deshacían de criaturas no deseadas. Los que sabían que Dios los
había contemplado con amor, deseándolos para Él, adquirieron la facultad de
contemplar a los demás con amor.
Tal es la
fuerza del amor que trae al mundo la religión de Cristo. No hay otra religión
igual. Ninguna otra promete lo mismo. Ninguna confirma sus promesas con
incontables amadores que aman hasta el heroísmo y tantas maravillas
(tantos santos y milagros). Bajo el imperio del cristianismo, se vio que la
vida era de por sí valiosa; es más, tenía un valor poco menos que infinito,
porque con los sacramentos brindaba al hombre la posibilidad de adquirir la
naturaleza divina y los llevaba a la vida eterna.
Y como la
gracia perfecciona la naturaleza, podemos afirmar también que es una verdad
fundamental que la vida es buena, que es bueno vivir. Toda la humanidad siente
un apego esencial e indiscutible hacia la vida, y si se le preguntase, toda
persona respondería que la vida es el más elemental de los bienes y que sin
ella ningún otro bien sería posible. Es más, el corazón de quien de veras ama
anhela crecer y vivir, y lo mismo se puede decir de la criatura que resulta
naturalmente de su amor.
De ahí
que hundirse hasta el extremo de evitar la vida como quien huye de la peste o
de desecharla como si no significara nada ni valiera nada; como si tuviéramos
derecho a decidir si una vida es digna de vivirse y cuándo, y no sólo la propia
sino la ajena (!), llegar a semejante extremo, es haber cortado el vínculo con
el mundo, haberse desligado del bien que es el ser, engañados con la idea de
que tenemos la última palabra sobre la vida.
No
habiendo cometido ningún delito que merezca la muerte, nosotros mismos
negaríamos a los demás todo supuesto derecho sobre la propia vida. Pero
luego caemos en una tremenda contradicción erigiéndonos en tiránicos jueces qué
deciden qué niños deben o no deben nacer, futuras personas como nosotros que no
han hecho nada para que se les prive de la existencia.
En la
batalla por el matrimonio, la procreación y la defensa de la vida tenemos que
comprender que nos enfrentamos a una combinación de nihilismo metafísico y
egoísmo espiritual mucho más poderosa que ningún ejército ni sistema político
humanos; a una diabólica perversión de la mente y el corazón que no se puede
ahuyentar sino con la oración, el ayuno y el martirio, al igual que los errores
y delitos a los que se enfrentaron y superaron los primeros cristianos.
(Traducido por Bruno de la
Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)
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