El testimonio acreditado sobre el milagro de Jean
Derobert se aportó con vistas a la canonización del padre Pío.
Patrick
Theillier, médico responsable del Departamento de Constataciones Médicas del
Santuario de Lourdes de 1998 a 2009, publica en Experiencias cercanas a la muerte(Palabra) una carta escrita
por el sacerdote francés Jean Derobert donde habla de su experiencia cercana a
la muerte tras el fusilamiento que sufrió durante la guerra de Argelia en 1958
y el milagro sucedido después mediante la intercesión del padre Pío. Se trata
del testimonio acreditado que el sacerdote aportó con vistas a la canonización
del padre Pío y que se reproduce íntegro a continuación. Me habéis solicitado
un resumen por escrito de la evidente protección de la que fui objeto en agosto
de 1958, durante la guerra de Argelia.
En aquel
momento formaba parte de los servicios sanitarios del ejército. Había observado
que, en los momentos importantes de mi vida, el padre Pío, que me había tomado
como su hijo espiritual desde 1955, me hacía llegar una carta en la que me
prometía su oración y apoyo. Lo hizo antes de mi examen en la Universidad
Gregoriana de Roma, y lo volvió a hacer en el momento en que tuve que unirme a
los combatientes de Argelia. Una noche, un comando del FLN (Frente de
Liberación Nacional argelino) atacó nuestro pueblo y rápidamente fui
arrestado. Me llevaron a una
puerta junto a otros cinco militares y allí nos fusilaron. Recuerdo que
no pensé ni en mi padre ni en mi madre, a pesar de ser hijo único, sino que
sólo experimenté una gran alegría puesto que “me
disponía a ver lo que hay al otro lado”. Aquella misma mañana había
recibido una carta del padre Pío con dos líneas manuscritas que decían: “La vida es una lucha, pero conduce a la luz” (subrayado
dos o tres veces). Inmediatamente experimenté la descorporeización. Vi
mi cuerpo a mi lado, que yacía, cubierto de sangre, entre mis camaradas
asesinados. Y empecé una curiosa ascensión por una especie de túnel. De la nube que me rodeaba surgían
rostros conocidos y desconocidos. Al principio aquellos rostros eran
sombras; se trataban de personas poco recomendables, pecadores poco virtuosos.
A medida que ascendía, los rostros con los que me encontraba eran cada vez
menos luminosos. Me sorprendía el hecho de poder caminar. Me dije que estaba
fuera del tiempo y que por tanto había resucitado. Me sorprendía poder ver todo
lo que me rodeaba sin tener que mover la cabeza. Me sorprendía sentir el dolor
de las heridas producidas por las balas de los fusiles. Y comprendí que habían
penetrado en mi cuerpo tan que no pude sentirla. De pronto, mis
pensamientos se dirigieron a mis padres. Inmediatamente me encontré en mi casa,
en Annecy, en la habitación de mis padres, a los que contemplé mientras
dormían. Intenté hablarles, pero sin éxito. Recorrí el apartamento y advertí
que un mueble había sido cambiado de sitio. Unos días después escribí a mi
madre y le pregunté por qué había cambiado aquel mueble. Ella me contestó por
carta: “¿Cómo lo sabes?”. Pensé en el Papa
Pío XII, al que conocía bien (estudié en Roma) y, de pronto, me encontré en su
habitación. Acababa de acostarse. Hablamos intercambiando pensamientos, pues
era un hombre muy espiritual. Continué
mi ascensión hasta que me encontré en medio de un paisaje maravilloso, envuelto
en una luz dulce y azulada. Sin embargo, no había sol, “porque el Señor los alumbrará”, como dice el
Apocalipsis. Vi a miles de personas,
todas de unos treinta años, pero me encontré con algunas a las que había
conocido cuando estaban vivas. Una había muerto con ochenta años y
parecía tener treinta, otra había muerto con dos años y todas tenían la misma
edad. Dejé aquel “paraíso” repleto de flores
extraordinarias y desconocidas en la tierra. Y ascendí aun más. Allí perdí mi
naturaleza humana y me convertí en
una “gota de luz”. Vi a muchas otras “gotas de luz” y supe que una era San Pedro, otra
Pablo, otra Juan, o un apóstol, o un santo. Después vi a María, maravillosamente bella con su
manto de luz, que me recibió con una sonrisa indecible. Detrás de
ella estaba Jesús, maravillosamente
bello, y detrás, una zona de luz que supe que era el Padre, y en la que
me sumergí. Allí sentí la satisfacción total de todos mis deseos. Conocí la
dicha perfecta. Y bruscamente me encontré en la tierra, con el rostro en el
polvo, entre los cuerpos cubiertos de sangre de mis camaradas. Advertí que la
puerta ante la que me encontraba estaba acribillada de balas, las balas que me
habían atravesado el cuerpo, que mis ropas estaban agujereadas y cubiertas de
sangre, que mi pecho y mi espalda estaban manchados de sangre prácticamente
seca y ligeramente viscosa. Pero que estaba intacto. Fui a ver al comandante
con aquella pinta. Él se acercó a mí y gritó: “¡Milagro!”.
Sin duda, esta experiencia me marcó mucho. Más tarde, cuando, liberado
del ejército, fui a visitar al padre Pío, este me divisó desde lejos en la sala
de San Francisco. Me hizo un gesto para que acercara y me ofreció, como
siempre, una pequeña muestra de cariño. A continuación me dijo estas sencillas
palabras: “¡Ay! ¡Cuánto me has hecho pasar! ¡Pero
lo que viste fue muy bello!”. Y ahí se acabó su explicación. Ahora puede
entenderse por qué no tengo miedo a la muerte… Porque sé lo que hay al otro
lado.
(Jean Derobert fue hijo espiritual del padre Pío. Falleció
en el año 2013 y escribió un libro sobre la vida de este santo titulado Padre Pío, transparente de Dios. El padre Pío fue
canonizado en 2002 por el Papa Juan Pablo II con el nombre de San Pío de
Pietrelcina)
Artículo originalmente publicado por Religión en Libertad
Publicado por Unción Católica y Profética
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