Al terminar el Maestro su oración, se dirigieron a Él y
le dijeron con toda sencillez: Señor, enséñanos a orar. ¿Realmente sabemos
rezar el Padrenuestro?
Comenzamos hoy a revisar cada uno de los aspectos del Padrenuestro.
Semana a semana iremos repasando cada parte de la oración fundamental que el
mismo Señor Jesucristo nos enseñó.
SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR
I. Los discípulos veían muchas veces cómo Jesús se
retiraba a solas y permanecía largo tiempo en oración; en ocasiones, noches
enteras. Por eso, un día leemos en el Evangelio de la Misa (1), al terminar el
Maestro su oración, se dirigieron a Él y le dijeron con toda sencillez: Señor, enséñanos a orar.
De labios
de Jesús aprendieron entonces aquella plegaria el Padrenuestro que millones de
bocas, en todos los idiomas, habrían de repetir tantas veces a lo largo de los
siglos. Son unas pocas peticiones que el Señor enseñaría también en otras
ocasiones, y quizá por eso difieren los textos de San Lucas y de San Mateo (2)
y un modo completamente nuevo de dirigirse a Dios. Hay en estas peticiones «una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la
vez una profundidad tan grande, que se puede consumir una vida entera en
meditar el sentido de cada una de ellas» (3).
La
primera palabra que, por expresa indicación del Señor, pronunciamos es Abba,
Padre. Los primeros cristianos quisieron conservar, sin traducirla, la misma
palabra aramea que utilizó Jesús: Abba, y es muy probable que así pasara a la
liturgia más primitiva y antigua de la Iglesia (4). Este primer vocablo ya nos
sitúa en el clima de confianza y de filiación en el que nos debemos dirigir
siempre a Dios. El Señor omitió otras palabras enseña el Catecismo Romano «que podían causarnos al mismo tiempo temor, y sólo
empleó aquella que inspira amor y confianza a los que oran y piden alguna cosa;
porque, ¿qué cosa hay más agradable que el nombre de padre, que indica ternura
y amor?» (5). Esta palabra -Abba-
utilizada por Jesús es la misma con la que los niños hebreos se dirigen
familiar y cariñosamente a sus padres de la tierra. Y fue éste el término
elegido por Jesús como el más adecuado para invocar al Creador del Universo: ¡Abba!, ¡Padre!
El mismo
Dios que trasciende absolutamente todo lo creado está muy próximo a nosotros,
es un Padre estrechamente ligado a la existencia de sus hijos, débiles y con
frecuencia ingratos, pero a quienes quiere tener con Él por toda la eternidad.
Hemos nacido para el Cielo. «A las demás criaturas
enseña Santo Tomás de Aquino les dio como donecillos; a nosotros, la herencia.
Esto, por ser hijos; al ser hijos, también herederos. “No habéis recibido un
espíritu de esclavitud, para caer de nuevo en el temor, sino un espíritu de
hijos, que nos hace gritar ¡Abba!, ¡Padre! (Ef 3, 15)» (6).
Cuando
rezamos el Padrenuestro, y muchas veces a lo largo del día, podemos saborear
esta palabra llena de misterio y de dulzura, Abba, Padre, Padre mío… Y esta
oración influirá de una manera decisiva a lo largo del día, pues «cuando llamamos a Dios Padre nuestro tenemos que
acordarnos de que hemos de comportarnos como hijos de Dios» (7).
FILIACIÓN DIVINA Y
ORACIÓN
II. Mientras muchos buscan a Dios como en medio de la
niebla, a tientas, los cristianos sabemos, de modo muy particular, que Él es
nuestro Padre y que vela por nosotros. «La
expresión “DiosPadre” no había sido revelada nunca a nadie. Moisés mismo,
cuando le preguntó a Dios quién era, escuchó como respuesta otro nombre. Pero a
nosotros este nombre nos ha sido revelado por el Hijo» (8). Cada vez que
acudimos a Él, nos dice: Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es
tuyo (9). Ninguna de nuestras necesidades, de nuestras tristezas, le deja
indiferente. Si tropezamos, Él está atento para sostenernos o levantarnos. «Todo cuanto nos viene de parte de Dios y que al pronto
nos parece próspero o adverso, nos es enviado por un Padre lleno de ternura y
por el más sabio de los médicos, con miras a nuestro propio bien» (10).
La vida,
bajo el influjo de la filiación divina, adquiere un sentido nuevo; no es ya un
enigma oscuro que descifrar, sino una tarea que llevar a cabo en la casa del
Padre, que es la Creación entera: Hijo mío, nos dice a cada uno, ve a trabajar
a mi viña (11). Entonces la vida no produce temores, y la muerte se ve con paz,
pues es el encuentro definitivo con Él. Si nos sentimos en todo momento así,
hijos, seremos personas de oración; con esa piedad que dispone a «tener una voluntad pronta para entregarse a lo que
pertenece al servicio de Dios» (12). Y nuestra vida servirá para
tributar a Dios gloria y alabanza, porque el trato de un hijo con su padre está
lleno de respeto, de veneración y, a la vez, de reconocimiento y amor. «La piedad que nace de la filiación divina es una actitud
profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente
en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» (13).
Lo llena todo.
El Señor,
a lo largo de toda su vida terrena, nos enseña a tratar a nuestro Padre Dios.
En Jesús se da ese trato y afecto filial hacia su Padre en grado sumo. El
Evangelio nos muestra cómo, en diversas ocasiones, se retira lejos de la
multitud para unirse en oración con su Padre (14), y de Él aprendemos la
necesidad de dedicar algunos ratos exclusivamente a Dios, en medio de las
tareas del día. En momentos especiales ora por Sí mismo; es una oración de
filial abandono en la voluntad de su Padre Dios, como en Getsemaní (15) y en la
Cruz (16). En otras ocasiones ora confiadamente por los demás, especialmente
por los Apóstoles y por sus futuros discípulos (17) por nosotros. Nos dice de
muchas maneras que este trato filial y confiado con Dios nos es necesario para
resistir la tentación (18) para obtener los bienes necesarios (19) y para la
perseverancia final (20).
Esta
conversación filial ha de ser personal, en el secreto de la casa (21); discreta
(22); humilde, como la del publicano (23); constante y sin desánimo, como la
del amigo importuno o la de la viuda rechazada por el juez (24); debe estar
penetrada de confianza en la bondad divina (25), pues es un Padre conocedor de
las necesidades de sus hijos, y les da no sólo los bienes del alma sino también
lo necesario para la vida material (26). «Padre mío
¡trátale así, con confianza!, que estás en los Cielos, mírame con compasivo
Amor, y haz que te corresponda. »Derrite y enciende mi corazón de bronce, quema y purifica mi carne
inmortificada, llena mi entendimiento de luces sobrenaturales, haz que mi
lengua sea pregonera del Amor y de la Gloria de Cristo» (27). Padre mío…, enséñanos y enséñame a tratarte
con confianza filial.
ORACIÓN Y FRATERNIDAD
III.
La oración es personal, pero de
ella participan nuestros hermanos. El recogimiento y la soledad interior no son
obstáculo para que, de algún modo, los demás hombres estén presentes mientras
oramos. El Señor nos enseñó a decir Padre nuestro, porque compartimos la
dignidad de hijos con todos nuestros hermanos.
Padre
nuestro. Y el Señor ya nos había dicho (28) que si en el momento de orar nos
acordáramos de que uno de nuestros hermanos tenía alguna queja contra nosotros,
debíamos primero hacer las paces con él. Entonces aceptaría nuestra ofrenda.
Tenemos
derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a los demás como hermanos,
especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más estrechos, con los que
más nos relacionamos, con los más necesitados…, con todos. Porque si alguno
dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano, escribe San Juan, miente. Pues el
que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no
ve (29). «No podéis llamar Padre nuestro al Dios de
toda bondad señala San Juan Crisóstomo, si conserváis un corazón duro y poco
humano, pues, en tal caso, ya no tenéis en vosotros la marca de bondad del
Padre celestial» (30).
Cuando
decimos a Dios: Padre nuestro no le presentamos solamente nuestra pobre
oración, sino también la adoración de toda la tierra. Por la Comunión de los
Santos sube ante Dios una oración permanente en nombre de la humanidad. Oramos
por todos los hombres, por los que nunca supieron orar, o ya no saben, o no
quieren hacerlo. Prestamos nuestra voz a quienes ignoran o han olvidado que
tienen un Padre todopoderoso en los Cielos. Damos gracias por aquellos que se
olvidan de darlas. Pedimos por los necesitados que no saben que tienen tan
cerca la fuente de las gracias. En nuestra oración vamos cargados con las
inmensas necesidades del mundo entero. En nuestro recogimiento interior, mientras
nos dirigimos a nuestro Padre Dios, nos sentimos como delegados de todos los
que padecen necesidad, especialmente de aquellos que Dios puso a nuestro lado o
a nuestro cuidado.
También
nos será de gran consuelo considerar que cada uno de nosotros participa de la
oración de todos los hermanos. En el Cielo tendremos la alegría de conocer a
todos aquellos que intercedieron por nosotros, y también la cantidad incontable
de cristianos que ocupaban nuestro lugar cuando nos olvidábamos de hacerlo, y
que de este modo nos han obtenido gracias que no hemos pedido. ¡Cuántas deudas por saldar!
La
oración del cristiano, aunque es personal, nunca es aislada. Decimos Padre
nuestro, e inmediatamente esta invocación crece y se amplifica en la Comunión
de los Santos. Nuestra oración se funde con la de todos los justos: con la de
aquella madre de familia que pide por su hijito enfermo, con la de aquel
estudiante que reclama un poco de ayuda para su examen, con la de aquella chica
que desea ayudar a su amiga para que haga una buena Confesión, con la de aquel
que ofrece su trabajo, con la del que ofrece precisamente su falta de trabajo.
En la
Santa Misa, el sacerdote reza con los fieles las palabras del Padrenuestro. Y
consideramos que, con las diferencias horarias de los distintos países, se está
celebrando continuamente la Santa Misa y la Iglesia recita sin cesar esta
oración por sus hijos y por todos los hombres. La tierra se presenta así como
un gran altar de alabanza continua a nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo,
en el Espíritu Santo.
1 Lc 11, 14
2 Cfr, Mt 6, 9 ss.
3 JUAN PABLO II, Audiencia general 14III1979.
4 Cfr, W. MARCHEL, Abba! Pére. La priére du Christ et des chrétiens,
Roma 1963, pp. 188189. 5 CATECISMO ROMANO, IV, 9, n. 1.
6 SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de Catequesis, p.126.
7 SAN CIPRIANO, Tratado de la oración del Señor, 11.
8 TERTULIANO, Tratado sobre la oración, 3.
9 Lc 15. 31.
10 CASIANO, Colaciones, 7, 28.
11 Mt 20, 1.
12 SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 22, q. 8, a, 1, c.
13 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 146.
14 Mt 14, 23; Lc 6, 12.
15 Cfr. Mc 14, 3536. –
16 Cfr. Mc 15, 34; Lc 23, 3436.
17 Cfr Le 22, 32; Jn 17.
18 Cfr. Mt 26, 41.
19 Cfr. in 4, 10; 6, 27.
20 Cfr. Lc 21, 36.
21 Mt 6, 56.
22 Cfr. Mt 6, 78.
23 Cfr. Lc 18, 914.
24 Cfr. Lc 11, 58; 18, 18.
25 Cfr. Mc 11, 23.
26 Cfr. Mt 7, 711; Lc 11, 913.
27 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 3.
28 Cfr. Mt 5, 23.
29 Jn 4, 20.
30 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilía sobre la puerta estrecha.
Francisco Fernández Carvajal
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