–La
realidad es que hoy el mundo, rechazando a Cristo, se ha degradado
miserablemente.
–Y no es rara la
Iglesia local descristianizada que no sabe que vive en Babilonia porque está
mundanizada. Como la Iglesia de Sardes, tiene nombre como de viviente, pero
está muerta (+Ap 3,1).
–LAS PACÍFICAS VICTORIAS DE CRISTO Y DE LOS SUYOS
Los septenarios apocalípticos
de las cartas (Ap 2), de los sellos (6-7), de las trompetas (8-9),
el de las copas de la ira de Dios (16), igual que el último de las visiones (17ss), afirman siempre
con imágenes impresionantes en la historia de la humanidad el poder invencible de Nuestro Señor
Jesucristo, el Cordero degollado, que está junto al trono de Dios. Pero
estas victorias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres
rebeldes, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la
Gran Babilonia. Es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano
perverso, liberando así a los que por él se veían cautivados y cautivos.
Las victorias de Cristo no son crueles y destructoras, sino llenas de
salvación y de misericordia para los hombres. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar (Jn
17). Él ha «bajado del cielo» como luz del
mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las aniquila. Es significativo
que en el Apocalipsis las victorias de Cristo
son siempre realizadas con «la espada que sale de su boca», es decir, por la
afirmación de la verdad y la negación de la mentira en el mundo (Ap
1,16; 2,16; 19,15.21; +2Tes 2,8). En efecto, las de Cristo son victorias de la verdad y de la caridad,
para que «donde abundó el pecado, sobreabunde la
gracia» (Rm 5,20).
Por eso, aunque puede leerse
como un libro de grandes combates, el
Apocalipsis es principalmente un libro de gran misericordia y salvación para
el mundo. Las victorias de Cristo son iluminación de las tinieblas,
verdad que disipa mentiras, amor y bien que prevalecen sobre males
abrumadores. Eso explica que, hasta llegar a las visiones deslumbrantes de la
Ciudad celeste (21-22), el Apocalipsis, a cada paso, estalla en formidables liturgias de alabanza y
acción de gracias, refulgentes de luz y de victoria (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19;
14,1-5; 15,1-4; 16,5-7; 19,1-8).
–LA VICTORIA DE LOS MÁRTIRES Y DE LOS ORANTES
Los mártires de Cristo tienen un protagonismo indudable en todo el
Apocalipsis. Ellos son
los que, con el poder del Salvador, vencen al mundo. Los triunfos del Reino de Dios no son, pues, victorias obtenidas por
un ejército de superhombres, que luchando como campeones
invencibles, con grandes fuerzas y medios aplastantes, se impone con
superioridad indiscutible a las fuerzas mundanas del mal. No, todo lo
contrario: Cristo vence al mundo por la debilidad y la pobreza de sus fieles, que permanecen en la humildad (+1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Cristo
vence al mundo muriendo en la cruz, y ésa es también la victoria de sus
apóstoles, la de los dos Testigos y la de todos los cristianos
mártires (Ap 11,1-13). Así es como la Iglesia primera venció al
mundo romano, al modo de San Pablo, «muriendo cada
día» (1Cor 15,31). Y así es como hoy, en forma martirial, realiza Cristo
por los fieles sus victorias.
Los orantes, «las oraciones de los santos»,
son quienes provocan las intervenciones celestiales más poderosas en el Apocalipsis. Es la
oración de todo el pueblo cristiano la que, elevándose a Dios por manos de los
ángeles, atrae sobre todos la justicia inapelable de Cristo (Ap 5,8; 8,3-4).
Los cristianos asocian a su gozosa liturgia de alabanza y a su entrega absoluta
en el martirio a todos los que de verdad son hijos de Dios, es decir, a «todos sus siervos, los que le temen, pequeños y
grandes» (19,5). Es en la Ciudad santa que desciende del cielo donde se
planta «la Tienda de Dios con los hombres»,
no sólo con los santos (21,3). Entonces «las
naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los reyes de la tierra
[antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24; +22,2).
–MIENTRAS TANTO, LA GRAN GUERRA INVISIBLE
El Apocalipsis es realmente el quinto
Evangelio, que tantos cristianos de hoy ignoran. En esta Revelación de Jesucristo, entre el fulgor de
liturgias cósmicas y celestiales, y las victorias de Dios omnipotente, se nos
manifiesta e interpreta esa «dura batalla contra
los poderes de las tinieblas que atraviesa toda la historia humana,
y que, iniciada ya desde el origen del mundo,
durará hasta el último día, según dice el Señor» (Vaticano II, GS 13b;
37b; +Catecismo 409).
Es difícil hablar con
precisión inequívoca cuando se trata de temas históricos o morales. A pesar de
todo, no me parecen acertadas las palabras de un buen profesor de teología,
cuando en un artículo sobre los cristianos en la historia dice así: «La Iglesia
que el Concilio Vaticano II presupone, y la que se expresa en sus documentos,
es una Iglesia que se sabe enviada por Dios al mundo y que, considerando que puede darse por clausurado el período de
confrontación [sic!] y de defensa
que caracterizó al siglo XIX, decide
relanzar su tarea evangelizadora».
La confrontación entre la Iglesia y el mundo caracteriza todos los
siglos de la historia de la Iglesia, especialmente los primeros (I-III) y los más recientes (XVIII-XXI). Y
la Iglesia del siglo XXI, como la de los siglos venideros, si de verdad quiere
evangelizar el mundo, no puede dar por
clausurado ese tiempo de confrontación
«hasta que vuelva el Señor». Y creo yo que el citado profesor está
convencido de ello, aunque en esa ocasión se expresara en forma errónea.
Y en esto de los modos de
hablar –dicho sea de paso– sigamos empleando el lenguaje de la Biblia y de la
Tradición. Si concretamente, hablando a las Iglesias, Cristo promete grandes premios a los «vencedores»,
será porque tienen que librar «un buen
combate» (2Tim 4,7). No le
demos más vueltas: estamos viviendo el tiempo
del Apocalipsis, y no otro
tiempo inventado por nuestras ideologías. Recuerden, por favor, que el libro
del Apocalipsis está inspirado por Dios:
forma parte de la Revelación divina de las Sagradas Escrituras, que,
felizmente, hemos de acoger por la fe. Y que presenta la historia de la
humanidad en el marco de una enorme
guerra incesante entre los discípulos de Cristo y los siervos del
Diablo.
–URGENTE NECESIDAD DE ELEGIR
ENTRE CRISTO Y LA BESTIA
Hay que elegir. Hay que elegir ya. No podemos
seguir como ahora indefinidamente. La apostasía práctica no debe seguir
encubierta, ignorada a veces hasta por los mismos apóstatas –no
ir a Misa, no confesarse, anticoncepción sistemática, no ángeles ni demonios,
no…–. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y a sus seducciones» mundanas, hay que
mostrarles la imposibilidad de seguir haciendo círculos
cuadrados. No pueden seguir tantos bautizados en una situación de
adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo, a sus pensamientos y
caminos, o se amanceban abiertamente con la Bestia mundana, aceptando su marca
en la frente y en la mano. O son de Cristo o son del mundo.
No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no podemos beber
de la copa del Señor y de la copa de los demonios (1Cor 10,20), no nos es
lícito unirnos en yunta desigual con los infieles (2Cor 6,14-16). Hemos de
elegir entre servir al mundo o al Reino; ser del mundo o ser de Cristo. Sin más
demora, hay que optar ya entre seguir
a Cristo, en la fe y la paciencia, o seguir a la Bestia, maravillados por sus fascinantes signos
mundanos. No hay un territorio neutral en el que se pueda permanecer con
tranquila conciencia: si
un bautizado no se decide a ser cristiano, es mundano, más o menos sujeto a los
pensamientos y caminos del príncipe de este mundo, el diablo.
–PREDICACIÓN APOCALÍPTICA: O CON CRISTO O
CONTRA ÉL
En la predicación y en la acción pastoral, en modos provocativos, es
preciso sacudir la conciencia de los hombres, poniéndolos en crisis con las
palabras de Cristo: Reino
o mundo, vida o muerte, gracia o pecado, verdad o mentira, Cristo o el diablo,
salvación o condenación. Así
predicaron siempre Cristo y los apóstoles, y antes que ellos los profetas.
Recuerdo sólo algunos ejemplos.
Josué.– Israel, siempre tentado por la idolatría a tener dioses visibles, como el becerro de
oro, es sometido por Yahvé a la larga cura espiritual del Éxodo
–cuarenta años en el desierto–, aprendiendo a servir al Invisible. Pero al
entrar a poseer la Tierra Prometida, de nuevo se ve tentado por el esplendor de
los cultos locales. Y el problema llega a ser tan grave, que Josué reúne a
todos los jefes de Israel para ponerles de frente ante la alternativa: «Elegid hoy a quién queréis servir, si a los dioses a
quienes sirvieron vuestros padres, o a los dioses de los amorreos… Yo y mi
casa serviremos a Yavé»… El pueblo se afirma entonces en la fe de sus
padres: «Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y
obedeceremos su voz». Y así reafirmó Josué aquel día la alianza
(Jos 24).
Elías.– Siguen las crisis en el pueblo de Dios. El rey Ajab «hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le
habían precedido» (1Re 16,30), favoreciendo la introducción de la
idolatría en el pueblo de Dios. Llegan las cosas a un extremo en el que el
profeta Elías, mandado por Yahvé, convoca en el monte Carmelo a todo Israel,
juntamente con los profetas de Baal. «¿Hasta
cuándo habéis de estar vosotros cojeando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios,
seguidle a él; y si lo es Baal id tras él».
Pero el pueblo «no respondió nada» (18,21).
Esto es lo malo, que no responda nada, ni que sí ni que no. «Volvió a decir Elías al pueblo: “Sólo quedo yo de los
profetas de Yahvé, mientras que hay cuatrocientos cincuenta profetas de
Baal”». Dispone entonces el altar sobre doce piedras, el fuego de Yahvé
consuma el sacrificio, y finalmente el pueblo se reafirma en la alianza: «¡Yahvé es Dios, Yavé es Dios!» (18,39).
Cristo.– «El que no está conmigo, está contra mí» (Lc
11,23). «El que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). Cuando predica Jesús el sermón eucarístico del pan de vida,
muchos, al oir que su cuerpo es verdadera comida, menean los oyentes la
cabeza: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede
oírlas?… Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían.
Y dijo Jesús a los doce: “¿Queréis iros vosotros también?” Le respondió Simón
Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros
hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (Jn 6,60-69).
No hay otra alternativa: o los
cristianos siguen a Cristo o si no,
más de cerca o de lejos, «siguen
maravillados a la Bestia» (Ap 13,3). No existe un campo neutral donde
poder quedarse ajeno a toda lucha.
–IGLESIAS LOCALES AGONIZANTES O MUERTAS
Hoy en Occidente ciertas Iglesias locales descristianizadas son como la
de Sardes: «parecen estar vivas, y están muertas» (Ap 3,1). No pueden prolongar
indefinidamente su situación, pues aunque guarden las apariencias, en realidad
han caído en el cisma, la herejía y el sacrilegio. Languidecen en una grave
enfermedad crónica, que no puede llevar sino a la muerte. Son extraviadas por
sus propios pastores sagrados, o si éstos son fieles, los agotan con sus
infidelidades generalizadas: «¿qué voy a hacer yo
con este pueblo?» (Ex 17,4).
Si no se provoca entonces la
crisis mediante predicaciones apocalípticas e intervenciones pastorales
enérgicas–que cuanto más se demoren serán más traumáticas y más difíciles–, lo
que hubiera podido ser una Gran Poda realizada por el Padre «viñador»
(Jn 15,1-2), se convierte por la apostasía y el cisma en una Gran
Tala. Necesitan leer el Apocalipsis, y elegir entre Cristo y la Bestia
mundana potenciada por el diablo.
«El que tenga
oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,29).
¿Y qué dice el Señor
a las Iglesias?
–«SAL, PUEBLO MÍO»
El primer Éxodo es el de Abraham: «Sal de tu tierra y de tu parentela, para ir a la Tierra
que yo te indicaré» (Gen 12,1). El
segundo es el de Moisés, saliendo de Egipto, de vuelta a la Tierra
prometida. Los dos son iniciativa de Dios y obediencia de su pueblo. Por eso la
Tradición cristiana siempre ha entendido que el Éxodo ilumina notablemente la vocación de la Iglesia peregrina,
el nuevo pueblo de Dios. Nos dice Cristo que los cristianos, aunque estemos en
el mundo, «no somos de este mundo» (Jn
15,19). No estamos en él como pez en el agua, sino, en palabras de San Pedro,
estamos como «extranjeros y peregrinos» (1Pe2,11),
pues en realidad somos «ciudadanos del cielo»
(Flp 3,20). Tenemos, pues, que realizar un éxodo del Mundo al Reino de Dios.
Por tanto, de ningún modo hemos de «configurarnos a
este mundo, sino que hemos de transformarnos por la renovación de la mente» en
la fe (Rm 12,2). Según esto, los cristianos que se arraigan en el mundo
presente, asimilando sus modos de pensar y de obrar, aceptan el sello de la
Bestia en su frente y en su mano: son apóstatas, no
son ciudadanos del Reino.
El Apocalipsis nos trae la voz de Cristo, que anuncia la inminente
caída de la Babilonia del mundo, y que nos «dice
desde el cielo: “Sal, pueblo mío, no sea que os contaminéis con sus
pecados y os alcancen sus plagas”» (Ap 18,4).
Esta «llamada
a salir de la ciudad –entiende
Charlier (Comprender el Apocalipsis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993,
-II,92)– es apremiante, como lo era ya en Is 48,20 [«Salid de Babilonia»;
+52,11], y sobre todo en Jer 51,6.45 [«Huid de Babilonia, poned vuestras vidas
a salvo, no muráis por su iniquidad»]. En la ciudad, difícilmente cohabitan
Satanás, el Evangelio y sus fieles respectivos (+Ap 2,13). Llega un momento en
que la conciudadanía ya no es posible, a menos que se llegue a ciertos
compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación
conflictiva, poniéndole al final un término penoso, mediante una opción
decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado rebasaba los límites (Gén
19,12-14), prefigurando así la epopeya de Israel, que tuvo que salir del país
de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguridad opulenta de
la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el
pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para
no trocar su comunión con Dios por la comunión
con el pecado (sygkoinônêo).
Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone
rupturas con los espejismos idolátricos, que son el poder, el dinero y la
cultura».
Fácilmente se comprende que religiosos y laicos habrán de «renunciar al mundo» –salir de Babilonia– en modos
diversos. Siempre la Iglesia ha entendido que «hay
dos maneras de vivir en el siglo: corporalmente y con el afecto» (STh
II-II,188, 2 ad3m). Siempre la Iglesia ha entendido que aunque la
renuncia al mundo ha de ser en religiosos y laicos igual en la substancia, ha de ser sin duda diferente en las modalidades accidentales.
Los religiosos renunciarán al
mundo en afecto y en efecto; los laicos
renunciarán a los pensamientos y caminos del mundo pecador siempre en
afecto, y a veces, cuando haya ocasión de pecado o de lastre objetivo contra la
caridad, también en efecto; pero otras veces no. Y así unos y otros «se conservan sin mancha en este mundo» (Sant
1,27).
En todo caso el mandato de
Cristo de salir de Babilonia –fuga sæculi–, es decir, el mandato de
diferenciarse del mundo en mentalidad y costumbres, se hace tanto más apremiante,
lógicamente, cuanto peor y más peligrosa sea la situación espiritual de la
Ciudad mundana. Y tengamos hoy muy en cuenta que el mundo apóstata es mucho peor y peligroso que el mundo pagano.
–LIBRES DEL MUNDO, NO CAUTIVOS DE ÉL
Por eso el Cardenal Ratzinger
considera que hoy «entre los deberes más urgentes
del cristiano está la recuperación de la
capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente,
renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar». En
efecto, «al condenar en bloque y sin apelación la fuga
sæculi, que ocupa un lugar central en la espiritualidad clásica, no se ha
comprendido que en aquella fuga… se huía [los religiosos] del mundo no
para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determinados centros de
espiritualidad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente,
humana». Y esa «renuncia al mundo» también ha de ser vivida por
los laicos a su modo, como se expresa en el bautismo, en su nacimiento
espiritual. Sigue Ratzinger:
«Hay algo que da
que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el
problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad nueva,
comunitaria, abierta, no sacral, secular, solidaria con el mundo.
Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encontrar de nuevo un punto de contacto con
la espiritualidad antigua, aquella de la “huída del siglo”» (Informe sobre la fe,
BAC, Madrid 1985, pg. 127).
José María Iraburu, sacerdote
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