Después de ver
lo que el Misal romano marca sobre las ofrendas de la Misa, la lección siempre
esclarecedora de la historia, y por último, la comparación con otros ritos y
familias litúrgicas (bizantina e hispano-mozárabe), vamos a la praxis del rito
romano hoy.
4. LO PROPIO DE NUESTRO RITO ROMANO
El rito romano,
mucho más sobrio, ofrece una procesión de ofrendas de los elementos que se van
a consagrar, la materia del sacrificio, a los que se pueden añadir donaciones
para la iglesia o para los pobres, acompañado el rito con un canto. Las
oraciones sobre las ofrendas resaltan exclusivamente los dones que van a ser
transformados, consagrados, santificados:
“Señor, recibe con bondad nuestros dones y al consagrarlos con el poder de tu Espíritu, haz que se conviertan
para nosotros en dones de salvación” [1][1];
“acepta, Señor,
nuestros dones, en los que se realiza un admirable intercambio, para que al ofrecerte lo que tú nos diste,
merezcamos recibirte a ti mismo” [2][2];
“el mismo Espíritu,
que cubrió con su sombra y fecundó con su poderlas entrañas de María, la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre
tu altar” [3][3].
Es la misma
liturgia con sus oraciones la que nos ayuda a centrar la procesión de ofrendas
en las verdaderas ofrendas, la del pan y la del vino, la de todo el pan
eucarístico necesario y el vino, despojando esta procesión de los aditamentos y
elementos que se le han superpuesto y la han trastocado tanto en un sentido muy
antropocéntrico y moralizante (“te ofrecemos… signo
de nuestro compromiso por…”).
La procesión de ofrendas
del rito romano también aporta sólo y principalmente la oblación de la Iglesia,
el pan y el vino. La exhortación Sacramentum
caritatis de Benedicto XVI pretende ser un correctivo a los abusos
cotidianos que se padecen en esto, aun con palabras suaves:
“Los Padres sinodales han puesto también su atención en
la presentación de las ofrendas. Ésta no es sólo como un “intervalo” entre la
liturgia de la Palabra y la eucarística. Entre otras razones, porque eso haría
perder el sentido de un único rito con dos partes interrelacionadas. En
realidad, este gesto humilde y sencillo tiene un sentido muy grande: en el pan
y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor
para ser transformada y presentada al Padre. En este sentido, llevamos también
al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es
precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para ser vivido en su auténtico
significado, no necesita enfatizarse
con añadiduras superfluas. Permite valorar la colaboración originaria
que Dios pide al hombre para realizar en él la obra divina y dar así pleno
sentido al trabajo humano, que mediante la celebración eucarística se une al
sacrificio redentor de Cristo” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis,
47).
“No necesita enfatizarse con añadiduras superfluas”: tales como
las llamadas “ofrendas simbólicas”, con una
monición explicativa a cada ofrenda, porque, si no, no se entenderían: una
bandera, un balón, un reloj de pulsera, un cuenco con sal, un escapulario, un
libro, un par de sandalias, una biblia, la medalla o insignia de una Hermandad
o Asociación, un cartel o póster (de Cáritas, de Apostolado seglar, del
Apostolado de la carretera…, etc…), una guitarra, un ladrillo…, hasta un
matrimonio que “ofreció” a su hijo pequeño
en el ofertorio, que recordaba más a presentar una víctima para sacrificios
humanos que otra cosa.
Así un larguísimo
etcétera de ofrendas que no son tales ofrendas sino símbolos de compromiso, de
claro tono “autorreferencial” y “pelagiano”, que dice el papa Francisco: un
moralismo del esfuerzo y del compromiso que seculariza la liturgia,
convirtiendo en protagonista absoluto al hombre y sus acciones.
Pero es que esas
ofrendas chirriantes en la liturgia sólo están poniendo de relieve, no
únicamente un cambio en el rito totalmente arbitrario, sino la concepción
horizontalista, secular, de que la liturgia es nuestra, la hacemos nosotros, y
nosotros la podemos manipular porque buscamos ponernos nosotros como
protagonistas comprometidos, no la centralidad del mismo Señor: “La liturgia no es una auto-manifestación de la comunidad,
la cual, como se dice, entra en escena en ella… Todos deberían tomar conciencia
de este carácter universal de la liturgia. En la Eucaristía recibimos algo que
nosotros no podemos hacer; entramos en algo más grande, que se hace nuestro
precisamente cuando nos entregamos a él tratando de celebrar la liturgia
realmente como liturgia de la Iglesia” [4][4].
¿Pero acaso la liturgia es nuestra, es un refuerzo de nuestra
identidad “de grupo”? ¿Algo que fabricamos nosotros para nosotros mismos? “La
liturgia no nos pertenece a nosotros: es el tesoro de la Iglesia” [5][5];
por eso no inventamos nada en la liturgia, sino que la recibimos y
profundizamos en ella. No nos convertimos cada uno en centro de la liturgia –el
grupo, la asociación, la comunidad, la hermandad…-, sino que humildemente
entramos en algo más grande que nosotros, en la Iglesia misma: “Tenemos que preguntarnos siempre de nuevo: ¿quién es el
auténtico sujeto de la liturgia? La respuesta es sencilla: la Iglesia. No es el
individuo o el grupo que celebra la liturgia, sino que ésta es ante todo acción
de Dios a través de la Iglesia” [6][6].
La sencillez
grave de llevar el pan y el vino (todo el pan que sea necesario, sí: todas las
patenas y copones necesarios para consagrar) con el canto que acompaña la
procesión es lo propio del genio de nuestra liturgia romana y permite fijar los
ojos más en el Misterio de Dios que en celebrarnos a nosotros mismos. Esto es
lo que pretende igualmente la instrucción Redemptionis sacramentum:
“Las ofrendas que suelen presentar los fieles en la Santa Misa, para
la Liturgia eucarística, no se reducen necesariamente al pan y al vino para
celebrar la Eucaristía, sino que también puede comprender otros dones, que son
ofrendas por los fieles en forma de dinero o bien de otra manera útil para la caridad hacia los pobres. Sin embargo,
los dones exteriores deben ser siempre expresión visible del verdadero don que
el Señor espera de nosotros: un corazón contrito y el amor a Dios y al prójimo,
por el cual nos configuramos con el sacrificio de Cristo, que se entregó a sí
mismo por nosotros. Pues en la Eucaristía resplandece, sobre todo, el misterio
de la caridad que Jesucristo reveló en la Última Cena, lavando los pies a los
discípulos. Con todo, para proteger la
dignidad de la sagrada Liturgia, conviene que las ofrendas exteriores
sean presentadas de forma apta. Por lo tanto, el dinero, así como otras
ofrendas para los pobres, se pondrán en un lugar oportuno, pero fuera de la
mesa eucarística. Salvo el dinero y, cuando sea el caso, una pequeña parte de
los otros dones ofrecidos, por razón del signo, es preferible que estas
ofrendas sean presentadas fuera de la celebración de la Misa” (Redemptionis
sacramentum, 70).
Javier Sánchez Martínez
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