Scio Cui credidi
(2 Tim.2, 12)
Antes de
empezar a escribir, me gustaría dar gracias y glorificar a Dios Padre por cada
una de las situaciones y pruebas que me ha preparado y preparará a lo largo de
la vida. Como sacerdote y obispo de la Santa Iglesia Esposa de Cristo, se me ha
llamado como a todos los bautizados a dar testimonio de la verdad. Por el don
del Espíritu Santo que me sostiene con alegría en el camino que se me ha
llamado a recorrer, es mi intención hacerlo hasta el final de mis días. Nuestro
único Señor me ha invitado también a seguirlo, y es igualmente mi intención
seguirlo con la ayuda de su gracia mientras Dios me dé vida.
«Yo cantaré a Yahvé mientras viva; entonaré salmos a mi Dios mientras
subsista. Séale grato mi hablar, y yo me gozaré en Yahvé» (Salmo 104, 33-34).
Hace ya
un mes que presenté mi testimonio, sin otra intención que el bien de la
Iglesia, sobre lo sucedido en la audiencia con el papa Francisco el 23 de junio
de 2013 y con relación a ciertos asuntos que me fue dado conocer en el curso de
las misiones que se me confiaron cuando trabajaba en la Secretaría de Estado y
en Washington, en lo tocante a los responsables de encubrir delitos cometidos
por el anterior prelado de dicha capital.
Mi decisión de revelar tan graves sucesos es una de las más serias y
dolorosas que he tomado en la vida. La tomé tras mucha reflexión y oración,
después de meses de hondo sufrimiento y angustia, en medio de una avalancha
cada vez mayor de noticias de terribles sucesos con miles de víctimas inocentes
arruinadas y la vocación y la vida de jóvenes sacerdotes y religiosos viéndose
truncadas. El silencio de los pastores que podrían haber facilitado el remedio
y evitado que hubiera más víctimas se fue volviendo cada vez más inexcusable,
convirtiéndose en un delito devastador para la Iglesia. A pesar de ser bien
consciente de las tremendas consecuencias que podría tener mi testimonio,
porque estaba a punto de revelar que el propio sucesor de San Pedro estaba
implicado, no me importó hablar por el bien de la Iglesia, y declaro ante Dios con
la conciencia tranquila que mi testimonio es verdadero. Cristo dio la vida por
la Iglesia, y Pedro, servus servorum Dei, es el primero que está llamado a servir a la
Esposa de Cristo.
Es indudable que algunos de los hechos que iba a revelar pertenecían al
secreto pontificio que yo había prometido guardar y había guardado fielmente
desde el inicio de mi servicio en la Santa Sede. Pero el motivo de todo
secreto, incluido el pontificio, es defender a la Iglesia de sus enemigos, no
encubrir y hacerse cómplice de los delitos cometidos por algunos de sus
miembros. Yo era testigo, no por decisión propia, de unos sucesos escandalosos,
y como dice el Catecismo de la Iglesia
Católica (2491), el secreto
no obliga si dando a conocer la verdad se pueden evitar un daño muy grave. Sólo
el secreto de confesión podría haber justificado mi silencio.
Ni el Papa ni ningún cardenal de Roma han negado lo que declaré en mi
testimonio. El refrán quien calla, otorga se cumple indudablemente en este caso, ya
que si quisieran negar mi testimonio no tendrían más que desmentirlo y
facilitar documentación que confirmara su desmentido. Es inevitable sacar la
conclusión de que no facilitan documentación porque saben que confirma mi
testimonio.
Mi
testimonio se centraba en que al menos desde el 23 de junio de 2013 el Papa
conocía, porque yo se la había dado a conocer, la perversidad y la maldad de
las intenciones y acciones de McCarrick, y en vez de tomar las medidas que
cualquier pastor bueno habría tomado, el Papa nombró a McCarrick uno de sus
principales asistentes en el gobierno de la Iglesia, en asuntos relativos a
EE.UU., la Curia e incluso China, como vemos en estos días sintiendo gran
preocupación y ansiedad por esa iglesia mártir.
Y sin embargo, la respuestaa del Papa a mi testimonio fue «¡No diré una palabra!» Pero
luego, contradiciéndose, ha comparado su silencio con el de Jesús de Nazaret
ante Pilatos, y a mí con el gran acusador, Satanás, que siembra escándalo y
división en la Iglesia, aunque sin llegar a nombrarme. Si hubiera dicho que
Viganò mentía, habría puesto en duda mi credibilidad mientras trataba de
afirmar la suya. Con ello habría suscitado una mayor demanda en el pueblo de
Dios y en el mundo para que se publicara la documentación necesaria para
determinar quién decía la verdad. En vez de eso, emitió una sutil calumnia
sobre mí. Y la calumnia es un delito tan grave que él ha comparado con el de
asesinato. En realidad lo ha hecho repetidamente en el contexto de la
celebración del Santísimo Sacramento, de la Eucaristía, porque en ese momento
los periodistas no le podían preguntar nada. Cuando habló con éstos, les
pidieron que hicieran uso de su madurez profesional y sacaran sus propias
conclusiones. ¿Y cómo van a averiguar la verdad los
reporteros si los directamente implicados se niegan a responder preguntas y
facilitar documentos? La negativa del Papa a responder a mis acusaciones
y que haga oídos sordos a los fieles no son muy coherentes con sus llamadas a
la transparencia y a construir puentes.
Es más,
está claro que no fue un error aislado que el Papa encubriera a McCarrick.
Últimamente se han documentado muchos más casos en la prensa de que el papa
Francisco ha defendido a sacerdotes homosexuales que han cometido graves abusos
contra menores o adultos. Entre ellos su complicidad en el caso del P. Julio
Grassi en Buenos Aires, su rehabilitación del P. Mauro Inzoli después de que el
papa Benedicto lo hubiera apartado del ministerio (hasta que fue a la cárcel,
tras lo cual Francisco lo redujo al estado laico) y su interrupción de la
investigación sobre las acusaciones de abusos sexuales contra el cardenal
Cormac Murphy O’Connor.
Mientras
tanto, una delegación de la Conferencia Episcopal de EE.UU. presidida por el
cardenal Di Nardo fue a Roma para solicitar una investigación de McCarrick. El
cardinal Di Nardo y otros prelados deberían decir a la Iglesia de EE.UU. y del
mundo entero si el Papa se negó a investigar los delitos de McCarrick y de los
encubridores. Los fieles tienen derecho a saberlo.
En particular me gustaría apelar al cardenal Ouellet, porque cuando era
nuncio siempre trabajé muy estrechamente con él, y siempre le tuve gran estima
y afecto. Recordará que al final de mi nunciatura en Washington me recibió una
tarde en su apartamento de Roma y sostuvimos una larga conversación. Al
comienzo del pontificado de Francisco, había mantenido su dignidad, como había
demostrado valerosamente cuando era arzobispo de Quebec. Pero más tarde, siendo
prefecto de la Congregación para los Obispos, lo estaban puenteando, porque las
recomendaciones para las ordenaciones episcopales las pasaban directamente a
Francisco dos amigos homosexuales
de su dicasterio, y terminó por darse por vencido. El largo artículo que
escribió en L’Osservatore romano a favor de los aspectos más controvertidos
de Amoris latitia supuso su rendición. Eminencia: antes de que
yo partiera para Washington, fue usted quien me habló de las sanciones de
Benedicto a McCarrick. Tiene enteramente a su disposición documentos clave que
incriminan a McCarrick y a muchos encubridores suyos en la Curia. Eminencia, lo
insto a dar testimonio de la verdad.
Por último, quisiera animar a todos los fieles, hermanos míos en Cristo:
¡no desesperen! Hagan suyo el acto de fe y confianza en Cristo Jesús nuestro
Salvador que hizo San Pablo en su segunda epístola a Timoteo, scio Cui credidi, sé a Quién he
creído, que he escogido como lema episcopal. Es un momento de arrepentimiento,
de conversión, de oraciones, de gracia, para preparar a la Iglesia, esposa del
Cordero, para combatir y ganar con María la batalla contra el dragón antiguo.
Scio Cui credidi (2 Tim 1:12)
En Ti, Jesús, mi único Señor, cifro mi entera confianza.
«Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman» (Rom. 8,28)
Para
conmemorar mi ordenación episcopal el 26 de abril de 1992, a manos de Juan
Pablo II, elegí esta ilustración tomada de un mosaico de la basílica de San
Marcos en Venecia, que representa el milagro de la tormenta que calmó Jesús. Me
llamó poderosamente la atención que en la barca de San Pedro azotada por la
tempestad Jesús aparezca dos veces. Una, profundamente dormido en la proa
mientras Pedro trata de despertarle: «Maestro,
¿no te da cuidado de que perezcamos? Mientras tanto, los apóstoles,
aterrorizados, miraban para otro lado sin reparar en que Jesús estaba de pie a
espaldas de ellos, bendiciéndolos y garantizándoles que estaba al mando de la
embarcación: Despertando, mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece… Y
luego les dijo: “¿Por qué teméis? ¿Aún no tenéis fe?”» (Mr. 4,38-40)
La escena
es muy oportuna porque representa la atroz tormenta que atraviesa la Iglesia en
esto momento, pero con una diferencia crucial: que
el sucesor de San Pedro no sólo no se da cuenta de que el Señor está
verdaderamente al timón, sino que ni siquiera tiene intención de despertar a
Jesús que duerme en la proa.
¿Es
que Cristo se ha vuelto invisible para su vicario? ¿Será que tiene la tentación
de hacer de sustituto de nuestro único Maestro y Señor?
¡El Señor tiene
enteramente en sus manos el gobierno de la barca!
¡Que Cristo, la
Verdad, nos ilumine siempre el camino!
+ Carlo
Maria Viganò
Arzobispo titular de Ulpiana
Nuncio apostólico
Arzobispo titular de Ulpiana
Nuncio apostólico
(Traducido por Bruno de la Inmaculada
/Adelante la Fe)
Arzobispo titular de Ulpiana - Nuncio apostólico
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