Ahí están Pedro, Juan, Andrés, Felipe y Bartolomé
decididos a seguir a Jesús. ¿Quién podría pensar que esos hombres estaban
llamados a transformar el mundo?
I
He visto
a aquellos cinco hombres que seguían a Jesús hacia Galilea.. . Y me he quedado
siguiéndoles con los ojos… y pensando en esa gesta trascendentalmente gloriosa
que, aunque olvidada de los hombres, esos varones de Dios van a realizar. Y con
qué sencillez… Yo estaba a un lado del camino, arreglando una de las ruedas de
mi carro, cuando vi venir hacia mí a Jesús con Juan, con Andrés y con su
hermano Pedro, y, sin querer, escuché la conversación…
Pedro y
Andrés dijeron al Señor:
– Mira, Jesús, por ahí viene Felipe, que es, como nosotros, de Betsaida;
le conocemos desde la infancia, juntos hemos jugado en la tierra de las calles
de nuestro pueblo; es muy noble y generoso, y tiene un gran corazón. Creemos
que podría ser uno de los primeros.
Yo miré
hacia atrás y vi a un hombre joven que venía de camino, con una especie de saco
medio lleno a la espalda. Frente despejada, ojos claros y vivos, alegre
semblante, que se acerca sonriendo al grupo que, parado, le esperaba cerca de
donde yo estaba distraído con una de las cosas de siempre. Ellos no se fijaron
en mí. Cambiaron alegres saludos de amistad y muchas palabras en arameo
salieron de sus labios, pero una se quedó grabada en mis oídos, cuyos ecos no
se me olvidaron en la vida, y desde entonces todas las cosas me repiten sin
cesar:
– Sígueme.
Fue Jesús
de Nazaret quien la pronunció. Vi que Felipe arrojó lejos el saco que traía y
en seguida, pidiendo permiso, se marchó presuroso, corriendo, por aquella senda
que va a Caná.
Yo me
quedé pensando, mientras aquellos hombres aguardaban, si Felipe habría ido a
despedirse de su casa…; pero no, la senda que cogió no iba en la dirección que
traía; además Felipe no tiene la familia en Caná, la tiene en Betsaida.
II
Yo seguía
arreglando la rueda de mi carro mientras ellos esperaban conversando, y no
sabía contestarme a mi curiosa pregunta:
– ¿Adónde había ido Felipe?
Al
mediodía vi que Felipe volvía corriendo al grupo que aguardaba; pero no venía
solo. Un hombre, amigo suyo, corría con él, un poco atrás. Llegó Felipe y dijo
al Mesías:
– ¡Es mi amigo Bartolomé!
– He aquí un verdadero israelita -dijo Jesús cuando se acercaba
Natanael- en él que no hay doblez ni engaño.
– ¿De dónde me conoces? -preguntó
el recién llegado.
– Antes que Felipe te llamara, yo te vi cuando estabas debajo de la
higuera.
Natanael
se arroja al suelo, y con las rodillas clavadas en el polvo del camino, los
ojos abiertos, muy abiertos, dice a Jesús:
-Tú eres el Hijo de Dios.
Entonces
fue cuando yo vi claro: comprendí en un momento todo lo que aquel grupo de
hombres, que se reunían junto a un camino de Galilea, podía significar para el
mundo, para ese mundo distraído, ignorante de que, en aquellos momentos, en uno
de los caminos de la tierra, se reunían unos hombres, a campo descubierto, para
algo sencillamente trascendental.
Presté
más mis oídos, pero no pude escuchar nada. Comenzaron en seguida a andar, y yo
me quedé junto a mi carro, viendo alejarse a Jesús, el carpintero, con cinco
hombres que se le han reunido… Van hacia Galilea. ¡Cinco
hombres se le suman!
Felipe no
fue a despedirse, no. Fue, y fue corriendo, a llamar a un amigo, a traerle a
ese camino seguro, como son todos los caminos cuando por ellos se sigue muy de
cerca al Señor. No fue a despedirse, empleó el tiempo de la despedida en avisar
a un nuevo apóstol, en ganar a un hombre para la revolución sobrenatural, hacia
la que se dirigen aquellos hombres por el camino de Galilea 1.
1 Cfr. Mons. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, no. 806.
Reproducido con permiso del Autor.
“Caminando con Jesús”, J.A. González Lobato, Ediciones RIALP, S.A.
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