El lunes 28 de agosto, fiesta de San Agustín, llegó rápidamente tras la
declaración del domingo del arzobispo Viganò referente a la delincuencia papal
en el castigo de los malhechores episcopales. Reflexionando sobre la
posibilidad de alguna conexión providencial entre la conmemoración anual del
doctor de la Iglesia y el documento del exnuncio, me vino a la cabeza la Ciudad de Dios del obispo de
Hipona. Y lo hizo porque esta obra, publicada a principios del siglo V, una de
las muchas épocas trágicas en la historia del Cristianismo occidental, es de
continuo significado a todos los que vivimos el que es sin ninguna duda el peor
de tales periodos de prueba hasta la fecha. Su significado viene tanto de las
circunstancias que rodean a su publicación como de la sustancia de los
argumentos que en él se encuentran.
Quizá el aspecto más doloroso de las circunstancias en que San Agustín
escribió la Ciudad de Dios-tras el saqueo de Roma en 410 y justo antes de la
invasión vándala de su África natal en 429- fue que el periodo que precedió al
desastre fue uno en que los católicos de la parte occidental del Imperio Romano
estaban llenos de esperanza. San Jerónimo, en visita a la Cuidad Eterna a
finales del siglo IV, cuenta cuánto había cambiado con respecto a sus primeros recuerdos
de ella, debido al hecho de que, durante su ausencia, los cristianos habían
ocupado triunfalmente tantos espacios públicos que habían servido una vez a
fines paganos. No obstante, por muy esperanzada que la cambiada escena pública
pudiera ser, la victoria era reciente y se necesitaba tiempo para hacerla
permanente. El desastre que alcanzó al Imperio Cristiano de Occidente -su
ocupación por los bárbaros que eran o paganos o de creencias heréticas- sujetó
a la Iglesia a su influencia e hizo la recuperación larga y dificultosa.
De modo
similar, el aspecto más doloroso del descenso de la Iglesia occidental a su
presente estado de decadencia es que el siglo y medio que precedió a los años
60 del siglo XX fue en muchos ámbitos el de una recuperación impresionante de
otra era de declive, cuya historia es desconocida para la mayoría de los
católicos. El siglo XVIII, en conjunto, fue testigo de una continua y a menudo
patética rendición de bastiones intelectuales, espirituales y sociales a las
fuerzas del naturalismo y la secularización. La Revolución Francesa simplemente
intensificó este colapso de un modo violento. La renovación comenzó incluso en
las profundidades de este invierno católico, emergiendo de pequeños círculos de
seglares y clero que trabajaron en unión para redescubrir la tradición católica
que el siglo XVIII había descuidado, de la que a menudo se había burlado y a la
que había olvidado casi por completo. Un entendimiento profundo del sentido
completo de la Encarnación y el Cuerpo Místico llevó entonces a un enérgico
esfuerzo en los siglos XIX y XX para reocupar todos los espacios intelectuales,
espirituales y sociales que habían sido abandonados a los naturalistas,
reclamándolos para Cristo Rey.
Lenta pero definitivamente hacia el reinado del beato Pío IX
(1846-1878), estos aparentemente impotentes círculos se ganaron el apoyo del
papado. Un rasgo destacado de la implicación papal en el esfuerzo por volver a
ocupar los espacios públicos, y transformar todas las cosas en Cristo, fue el
reconocimiento de que hacerlo requería el compromiso de derramar la luz
católica, para disipar la oscuridad de una época anterior de lobreguez
doctrinal y de una rendición práctica de la Fe a las influencias de fuera; a
derramar la luz católica para hacer claro tanto a los fieles como a los no
fieles que el moderno mundo occidental estaba ocupado en una enorme “guerra civil”. En esta guerra civil o bien
reinaría Cristo, liberando verdaderamente al individuo y a la sociedad en el
proceso, o el hombre sin Dios reinaría en el nombre de una libertad naturalista
que en realidad le cegaba a su verdadero bien y la esclavizaba. A pesar de sus
torpezas, el papado del beato Pío IX y de sus sucesores de los siguientes cien
años fue un papado comprometido en la construcción de la Cuidad de Dios, que
debe ser por su misma naturaleza una Ciudad de Luz. Documento tras documento,
desde el tiempo de Pío IX en adelante, contribuyeron a aclarar la naturaleza de
esa Ciudad de Luz y a ayudar a su construcción. El primero de importancia, identificando
lo que era católico y lo que no del modo más transparente y claro que se pueda
imaginar, fue el Syllabus de errores de 1864. Es por su claridad por
lo que el Syllabus levantó las iras que levantó en aquellos que
querían que la Iglesia comportara y dejara los espacios públicos de la sociedad
en paz.
No sorprende que esos reformadores, que dejaron pasar nuestro medio
siglo largo de decadencia aún más obvia, proclamaran abiertamente que la
enseñanza sobre la cual deseaban construir el mundo era una especie de contra-Syllabus. En contra-Syllabus inspirador
del “espíritu del Vaticano II” había de ser
uno que abriera los fieles a la luz que venía de fuera, del mundo no católico.
Y, sin embargo, era precisamente esta supuesta luz del mundo exterior la que el
revivir que empezó de forma seria en el siglo XIX entendió ser la que había
oscurecido la Fe en el nombre de la Ilustración naturalista y la Revolución.
Si los
fundadores del revivir católico hubieran levantado la cabeza en los años 60,
habrían dicho a los fieles que lo que los “modernizadores”
de los 60 en realidad estaban haciendo era simplemente renovar el más
viejo asalto de la plenitud de la Fe, para derrotar al cual ellos mismos habían
trabajado tan enérgicamente. Es saqueo de Roma iba a empezar de nuevo y, como
en el caso del que entristeció a san Agustín en 410, era la gente de dentro la
que iba a abrir las puertas al enemigo. La Ciudad de Luz iba a ser sustituida
por la Ciudad del Hombre, gobernada por un régimen comprometido con la oscuridad.
No tengo ninguna intención en esta breve meditación de discutir el pleno
mensaje sustantivo de la Ciudad de Dios. El punto principal que quiero recordar a todos los
que estén horrorizados por el régimen de la oscuridad es la enseñanza de
Agustín de que las fuerzas que trabajan para construir la Ciudad de Dios -que
significa el esfuerzo de transformar todas las cosas en Cristo- y las
comprometidas en construir la Ciudad del Hombre -que insiste en vivir de
acuerdo solo a las “luces” oscuras del
irredento mundo natural- están inevitablemente mezcladas entre sí hasta el fin
de los tiempos. Experimentamos sus influencias guerreras dentro de nuestras
propias almas y vemos esa guerra representada en todas y cada una de las
instituciones naturales y sobrenaturales, incluida la Santa Iglesia de Cristo,
con sus papas, obispos, sacerdotes y religiosos.
Sabemos
que esa guerra terminará con la humillación del malvado, porque nadie se burla
de Dios. Sin embargo, ninguno de nosotros puede evitar la lucha difícil y
aparentemente sin fin que se da tanto en nuestro interior como para la
transformación del mundo que nos rodea en Cristo Rey. Estamos siempre en
combate espiritual y ese combate va hoy en gran parte contra nosotros. Pero no
puede haber descanso para los que quieren el bien, ya que el descanso significa
la ocupación de todos los espacios públicos por el mal y, a través de esa
ocupación, el peligro de que la sociedad tenga efecto en nuestra seducción
particular e incluso nos atraiga a ocupar las filas del enemigo. Pensar que
existe alguna “opción de Benedicto”, que nos
permita escondernos de la batalla en un agujero espiritual seguro, es tan tonto
como la obra de los hacedores de tinieblas que han abandonado la Ciudad de Luz
para ayudar a crear el presente reino de oscuridad. Los mismos benedictinos
entendieron esto hacia el siglo X. Fue en ese momento cuando los monjes de
Cluny, viendo lo fácilmente los poderes corruptos que fueran dominaban los
monasterios que “optaban” por quedar
independientes, crearon su famosa gran federación, que salió entonces a ocupar
los espacios públicos, ganándose a los señores locales, a los reyes y
emperadores para servir a la causa de Cristo.
La Ciudad de Dios de san Agustín está repleta de ejemplos de
los medios malvados y engañosos por los que se construye la irredenta Ciudad del Hombre y
de cómo se mantienen en el poder los gobernantes del régimen de oscuridad sobre
sus a menudo incautas víctimas. Leyéndolos, a uno le impresiona la inmutable
naturaleza de los modos en que intentan su cometido las fuerzas que desean
bloquear la transformación de todas las cosas en Cristo a lo largo de toda la
historia, que me gusta llamar la Gran Coalición del Status Quo. Es interesante
notar que las mismas herramientas inmutables fueron identificadas también por
Platón, tanto en su discusión general de la campaña sofista contra todo
esfuerzo para ganar conocimiento de y actuar de acuerdo con la Verdad, el Bien
y la Belleza, como en su muy divertido tratamiento del comportamiento
particularmente ignorante del “hombre democrático” de
la masa. Tanto Agustín como Platón indican que la estrategia “moderna” de los que tratan de desacreditar las
acusaciones del arzobispo Viganò es efectiva porque en realidad es muy antigua,
con un historial probado de éxitos tras ella desde el tiempo de los sofistas en
adelante. El unum necessarium de toda aplicación de esta estrategia,
antiguo y moderno, es la necesidad de mantener a los hombres y las mujeres
firme e inconscientemente encadenados a la parte trasera de la oscura caverna
de Platón y evitarles su ascenso a la luz; mantenerlos lejos del conocimiento
que se gana en la Ciudad de Luz y bajo la ignorancia garantizada por el régimen
de oscuridad.
Un método
extraordinariamente eficaz de oscurecer la luz discutido por san Agustín
comprende una mezcla de silencio y calumnia. El silencio con relación a la
misma existencia de la Cristiandad fue una herramienta favorita de las fuerzas
paganas conservadoras del Imperio Romano, y muchos enemigos de la Fe
continuaron empleándolo mucho después de su legalización por Constantino.
Otros, que se sentían obligados a hablar del odiado enemigo cristiano, lo
hacían a través de la calumnia, en cuanto al contenido real de las enseñanzas
de la Iglesia y de lo que se suponía los creyentes debían hacer para ponerlas
en práctica. Hemos visto repetidamente a los facilitadores del régimen de
oscuridad movilizar estas dos herramientas para lograr sus propios fines
tenebrosos. En el caso del arzobispo Viganò, esto ha incluido que el papa
Francisco tome la autopista del silencio desdeñoso, mientras sus aliados se
inventan cualquier cosa que les venga a la cabeza y que pueda funcionar para
desacreditar al denunciante y a sus aliados, incluyendo todo, desde el odio
latino a los mercaderes de la polución.
Este silencio y esta calumnia pueden tener su impacto debido a otra
herramienta que san Agustín describe con muchos ejemplos de la historia de
Roma: un desengaño de los dioses y la naturaleza que permite la dominación de
la Ciudad del Hombre por los que tiene una libido
dominandi, una lujuria por el poder. Agustín enseña que algunos de
los que gobiernan mal la Ciudad del Hombre bajo su régimen de oscuridad pueden
ser desengañados a su vez, mientras que otros con una libido dominandi son
plenamente conscientes de que están manipulando a sus víctimas para su propio y
pecaminoso beneficio.
El
desengaño que ha creado la decadencia de nuestro día es, en un enorme grado, el
resultado de un tema que se remonta al trágico y peligroso camino elegido por
uno de los líderes originales del revivir católico del siglo XIX, que se
desvió: el Abbé Felicité de Lamennais (1782-1854). Su visión, mantenida viva a
lo largo de las muchas décadas en que la Iglesia se dedicó a construir la
Ciudad de Luz, ganó nueva fuerza a través de diferentes representantes de la
multicéfala escuela del Personalismo, activa desde los años 30 en adelante. Su
punto principal, como expresan los personalistas, es que el Espíritu Santo
habla a través de los elementos vitales y energéticos del mundo que nos rodea;
y que escuchar, dialogar y dar “testimonio” católico
para cumplir su voluntad llevará al emerger de un orden nuevo y más
auténticamente cristiano. Emmanuel Mounier (1905-1950), uno de los
representantes del movimiento, es muy instructivo al respecto:
“Desde luego que [el desarrollo] es lento y largo
cuando solo hombres medianos trabajan en él. Pero entonces llegan héroes,
genios, un santo: un san Pablo, una Juana de Arco, una Catalina de Siena, un
san Bernardo, o un Lenin, un Hitler y un Mussolini, o un Gandhi, y de repente
todo se acelera… la irracionalidad humana, la voluntad humana o simplemente,
para el cristiano, el Espíritu Santo de pronto proporciona elementos que los
hombres carentes de imaginación nunca hubieran previsto… Que los demócratas,
que los comunistas, que los fascistas empujen las aspiraciones positivas que
inspiran su entusiasmo al límite y a su plenitud”. (J. Hellman, Emmanuel Mounier y la nueva
izquierda católica, McGill-Queens, 1997, pp. 85, 90).
No se
puede permitir a nada ser un obstáculo para escuchar “la voz del Espíritu
Santo”. De aquí que la gente que comparte la visión de Mounier siempre
estuviera lógicamente lista para considerar la posibilidad de arrinconar
dominios enteros de escritura, teología y espiritualidad cristianas, si
chocaban con la “convergencia emergente”. Si
no fuera bastante con el silencio respecto a la tradición cristiana, entonces
hay que movilizar la calumnia y la burla de cualquiera que se tome esa
tradición en serio, para ayudar al Espíritu Santo a cumplir su objetivo. Para
los últimos años de la II Guerra Mundial, “había
poco espacio para el pecado, la redención y la resurrección en el debate; los
actos centrales del drama cristiano se habían puesto a un lado”
(Hellman, Mounier, p. 265). La crítica de Nietzsche a la cristiandad esclavista
ahora le parecía incontestable, y llegó a pensar que “el
Catolicismo romano era una parte integral de casi todo lo que odiaba. Entonces,
cuando buscó en su alma, descubrió que esos aspectos de sí mismo que apreciaba
menos eran sus rasgos católicos” (Ibíd, p. 190).
Hacer lo
que uno quería era lo único que importaba. No sorprende que todos los intentos
racionales griegos para entender la Verdad, el Bien y la Belleza, que se habían
usado para apoyar el Cristianismo y habían enfriado la “voluntad
vital”, fueran execrados junto con el Catolicismo. Los socráticos, para
él, eran en efecto semillas del logos y, como tales, debían ser echados al
desierto con una espada de fuego. Los obsesionados con el dogma católico, con
la práctica católica y la búsqueda filosófica del logos requerían todos un
diagnóstico y una ayuda psiquiátrica seria.
Mounier
llegó llanamente a denunciar a la anticuada Cristiandad y a los cristianos. La
Cristiandad, escribió, era “conservadora,
defensiva, malhumorada, temerosa del futuro”. Tanto si “cae en una lucha o se hunde despacio en un coma de
autocomplacencia”, estaba condenada. Los cristianos estaban castigados,
al estilo de Nietzsche, como esos “seres encorvados
que avanzan sólo de lado en la vida con ojos gachos, esas almas desgarbadas,
esos pesadores de virtudes, esas víctimas dominicales, esos cobardes piadosos,
esos héroes linfáticos, esas vírgenes descoloridas, esas naves de tedio, esos
sacos de silogismos, esas sombras de sombras…” (Ibíd. P- 191). La
especulación metafísica, declaraba Mounier, era una característica de “personalidades esquizoides sin vida”… Se refería
a la inteligencia y a la espiritualidad como “enfermedades
corporales” y atribuía la indecisión de muchos cristianos a su
ignorancia de “cómo saltar una zanja o dar un
golpe”. “La psiquiatría moderna”, escribió Mounier, había ofrecido luz
sobre el gusto mórbido por lo “espiritual”, por
“las cosas más altas”, por lo ideal y por
las efusiones del alma… Así, una vez más, descartó muchas formas de devoción
religiosa como el resultado de psicosis, autoengaño o vanidad. La oración era a
menudo un signo de enfermedad psicológica y debilidad que el análisis podía
hacer mucho por curar. El ejercicio vigoroso también ayudaría. (Ibíd. P-
192-193).
Si el
papa Francisco y sus seguidores no suenan como Mounier, tanto en su pensamiento
como en su lenguaje, no puedo imaginar quién más podría parecérsele. De seguro,
el muerto se está revolviendo en su tumba, lamentando su fracaso por no haber
inventado las palabras “Neopelagianos prometeicos” para
describir a los que quedan fieles a una combinación de Fe y Razón, que se
considera ahora ser una ofensa al Espíritu Santo.
Demos a los bergoglianos el beneficio de la duda y contémoslos entre los
autoengañados. Pero, sea como sea, el contra-Syllabus al estilo
Mounier que guía la Iglesia en el último medio siglo no ha hecho nada más que
lo que san Agustín enseña que debe hacer el control de la vida por los amigos
de la Ciudad del Hombre: garantizar una sujeción a las demandas de los que
tienen una libido dominandi y la satisfacción de cualquieras que sean
sus caprichos particulares -incluyendo el mantener al mundo a salvo para la
Internacional Homosexual, lo que un antiguo amigo llamó el Homintern- para que
puedan hacer su labor.
La
obediencia a los deseos de los gobernantes de la Ciudad del Hombre y al régimen
de oscuridad que crea han llevado a la misma Iglesia al proyecto de silenciar,
calumniar y burlarse de su propia tradición. El “moderno” logro especial de los
que han abierto las puertas a los enemigos de Cristo ha sido unificar la
Iglesia, el Estado, la sociedad y el espíritu del tiempo como nunca antes en la
historia en aras del triunfo de los enemigos de Cristo, bautizando cada uno de
sus caprichos como la voz del Espíritu Santo en nuestros tiempos. Uno podría
verse tentado de admirar la absoluta magnitud del logro fraudulento, si el
precio no fuera permanecer en silencio sobre el abuso continuo de niños
inocentes y despreciar a quienes buscan terminar con ello. Estás aliada con los
poderosos y eres odiosa, ¡oh, hija caída de
Jerusalén!
El autoengaño, la libido dominandi, el silencio, la calumnia y la burla hacen su trabajo
en la creación de un pueblo ignorante de la Verdad, bloqueado para descubrirla,
y tan acostumbrado a su ignorancia que no puede ver cuánto se ha degradado. San
Agustín nota, entre sus ejemplos de la degradación de sus contemporáneos
comprometidos con la Ciudad del Hombre, la conmoción de la población del Norte
de África ante el comportamiento de los exiliados que escapaban del saqueo de
Roma y llegaban a sus costas. Listos a tener conmiseración de las víctimas, los
africanos encontraron la masa de mentes embotadas sólo interesada en qué “espectáculos” tenían lugar en Cartago esos días.
Mucha de
la masa embotada del mundo occidental de hoy es tan ignorante en lo que
concierne nuestra civilización en general y la tradición católica en
particular, que creerá cualquier mentira dicha por los poderes que sean: que el
papa puede declarar cualquier cosa que desee como la Verdad, mientras
contradiga las enseñanzas anteriores de la Iglesia; que cualquier cosa que diga
y haga debe obedecerse mientras debilite la Fe y su práctica; y que, incluso
aunque el abuso a jóvenes es ciertamente horrible, la única gente que no puede
de ningún modo verse envuelta en ello son los homosexuales, y que cualquier
cosa que pueda amenazar su influencia en la Iglesia sería un desastre mucho
peor que el destino de unos pocos adolescentes.
En los
años 70, cuando Dietrich von Hildebrand aún vivía, una portavoz, cuyo nombre no
puedo recordar, vino al joven Foro Romano a lamentar su incapacidad para
interesar a su obispo en parar las mentiras de los sacerdotes y monjas que
estaban destruyendo la fe de sus hijos. Nos dijo que, asombrada por su negativa
a hacer nada que parara la podredumbre, fue a un sagrario cercano a pedir ayuda
ante la estatua de un santo de la Reforma Católica, haciéndose mientras tanto
esta pregunta: “¿quiénes son los muertos y quiénes
están vivos?”.
Von
Hildebrand nos dijo que una vez estuvo al lado de Ludwig von Pastor, que
lloraba de alegría en la plaza de san Pedro en una ceremonia de canonización de
un nuevo santo. Lloraba lágrimas de alegría porque sabía que la Iglesia estaba
llena tanto de santos como de pecadores. Si viviera hoy, este siervo de la
Iglesia, este enamorado del papado y de su grandeza, cuya famosa historia está
llena de muchos ejemplos de estúpidas y malas andanzas protagonizadas por un
número significante de los sucesores del apóstol, al lado de los de brillantez
y bondad, nos diría que recordáramos la doble realidad del pecado y la
santidad. Sí, diría, los dirigentes de la Iglesia, en un mundo en que las
fuerzas que persiguen la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre están
entremezcladas hasta el final de los tiempos, pueden ser engañados o sirvientes
activos del régimen de la oscuridad. Sí, se les debe llamar a responder de sus
fechorías. Pero, simplemente porque vemos que los que sostienen la Ciudad del
Hombre y su régimen de oscuridad imperan hoy, debemos recordar que el Cuerpo
Místico de Cristo no muere, incluso si sus líderes son hoy “los muertos vivientes”. Los elementos buenos se
alzarán otra vez. Despertarán a Pedro de su sueño; si no su manifestación
presente, su sucesor, o el siguiente sucesor. La oscuridad se aclarará. La
verdadera voz del Espíritu Santo vencerá a su parodia.
Pero esto
llevará su tiempo, y ocurrirá sólo si rechazamos la tentación de la
desesperación; la tentación de huir de una batalla que se hace más y más
impropia con los años y de, en su lugar, escondernos en nuestros rinconcitos “de Benedicto”. Sólo sucederá si continuamos estudiando
nuestra Fe más profundamente, practicándola más fervientemente y, al lado de la
mujer mencionada antes, clamar incesantemente la ayuda del verdadero socorro
vivo de los cristianos: de María y los santos del cielo.
John C. Rao
(Traducido por
Natalia Martín. Artículo original)
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