La víspera de empezar este Decenario, que es la víspera de la Ascensión
gloriosa de nuestro Divino Redentor, nos debemos preparar, con resoluciones
firmes, para emprender la vida interior, y emprendida esta vida, no abandonarla
jamás. [1]
PRIMER DÍA
ORACIÓN [2]
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN [3]
Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo descendió sobre los
discípulos del Señor.
Los
Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de
Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego
sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran
manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre
las naciones. La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en
la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el
pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.
Los
discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en
sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron
a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero
no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara
el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas. Sabían que sólo
en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a
seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de
la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado:
el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros,
audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y
plazas de Jerusalén.
Los
hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en
aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los
moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de
Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que
han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes,
oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas. Estos
prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la
predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos
del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.
Nos
cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la
Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando:
—¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced
penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para
remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día
se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de
tres mil personas.
La venida
solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas
hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y
de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la
primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro,
quien confirma en su fe a los discípulos, quien sella con su presencia la
llamada dirigida a los gentiles, quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras
lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús. En una palabra, su
presencia y su actuación lo dominan todo.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
SEGUNDO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
Vigencia y actualidad de la Pentecostés.
La fuerza
y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa
asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo
levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el
amor de Dios. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos
mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y
nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en
la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa
alegría y de esa paz que Dios nos depara.
También
nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de
Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha
tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha
enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha
salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu
Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador
nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la
vida eterna conforme a la esperanza que tenemos.
La
experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que
puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la
mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la
desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la realidad
del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una
prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde
están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar
de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que
sea más firme nuestra fidelidad.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
TERCER DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
La Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo, es el Cuerpo Místico de
Cristo.
Permitidme
narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un
amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un
mapamundi: mire, de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le
pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando
meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en
un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son
muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son
muchos también los que viven como si no lo conocieran.
Pero esa
sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento,
porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra
redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando
continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y
sobreabundante.
Dios no
quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa
y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que —según las palabras
fuertes de San Pablo— cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que
falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su
cuerpo, que es la Iglesia.
Vale la
pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la
confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos
decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo,
profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y
fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la
Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por
el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la
esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo
hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de
victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento
inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo
cristiano.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
CUARTO DÍA
ORACIÓN
Ven ¡oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
Nuestra fe en el Espíritu Santo debe ser absoluta.
Non est
abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos
poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los
hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la
tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de
positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de
Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos
inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del
hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el
Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser;
quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria
de los hijos de Dios.
Por eso,
la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el
Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el
Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los
carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los
afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo
realiza en el mundo las obras de Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador
de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo,
consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y
valioso, pues es Él quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien
enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los
hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno.
Pero esta
fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia
vaga en su presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y
realidades a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza.
Cuando venga el Espíritu de verdad —anunció Jesús—, me glorificará porque
recibirá de lo mío, y os lo anunciará. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado
por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la
tierra.
No puede
haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina
de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es
coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo
quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace
sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan,
quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la
mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y
abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el
sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
QUINTO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
El Espíritu Santo está en medio de nosotros.
Los
cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha
confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del
Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y
nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas
ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar
mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a
pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me
pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.
Todo eso
es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera
humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de
determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse
en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos
los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente
entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos
con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda
constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos
llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar
personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un
acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y
dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su
predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer
plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo.
Antes de
que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna
reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu
Santo… La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo
ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron:
¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando
ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos.
¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré
que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…
Si no
existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede
invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3).
Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar,
en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no
existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos
eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).
Cuando
invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al
mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no
habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está
escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (1 Corintios XII, 8)…
Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si
la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta.
Por
encima de las deficiencias y limitaciones humanas, insisto, la Iglesia es eso:
el signo y en cierto modo —no en el sentido estricto en el que se ha definido
dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza— el
sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es
haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la
salvación. Si tuviéramos fe recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a
Cristo, veríamos que ante nuestros ojos se realizan milagros como los de la
época apostólica.
Porque
ahora también se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad de
mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a
cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos
corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de
Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no
querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado
había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva
y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos y, lo mismo que
los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu
Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
SEXTO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
Dar a conocer el camino de la correspondencia a la acción del Espíritu
Santo.
Veo todas
las incidencias de la vida —las de cada existencia individual y, de alguna
manera, las de las grandes encrucijadas de las historia— como otras tantas
llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y
como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras
obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que
pertenecemos.
Cada
generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para
eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus
iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder
a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del
Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos
días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo
del Evangelio.
No es
verdad que toda la gente de hoy —así, en general y en bloque— esté cerrada, o
permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el
ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de
las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan
ideologías —y personas que las sustentan— que están cerradas, hay en nuestra
época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y
desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y
otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se
refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer
inmersas en el error.
A todos
esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de
exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio
solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la
Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida,
porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo,
por el cual podamos ser salvos.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
SEPTIMO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
El don de la sabiduría nos permite conocer a Dios y gozarnos en su
presencia.
Entre los
dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad
todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y
gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las
situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe,
al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del
mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos
sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se
compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin
pastor.
No es que
el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie
las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el
contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y
lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las
profundidades del espíritu humano.
La fe
cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto
que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos
destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en
la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios
Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y
a todos los hombres.
Esa es la
gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana
naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden
sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios.
Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de
Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y
hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo.
Hemos de
vivir de fe, de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de
nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes
Doctores de la Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos
transparentes nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes
e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu
Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la
gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la
inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la
distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los
ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la
semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios.
La
conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al
ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma
en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos
salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede
olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se
convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en
derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria.
¿Me
atreveré a decir: soy santo? —se preguntaba San Agustín. Si dijese santo en
cuanto santificador y no necesitado de nadie que me santifique, sería soberbio
y mentiroso. Pero si entendemos por santo el santificado, según aquello que se
lee en el Levítico: sed santos, porque yo, Dios, soy santo; entonces también el
cuerpo de Cristo, hasta el último hombre situado en los confines de la tierra
y, con su Cabeza y bajo su Cabeza, diga audazmente: soy santo.
Amad a la
Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro
ser las mociones divinas —esos alientos, esos reproches—, caminad por la tierra
dentro de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos
colmará de toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros
siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
OCTAVO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
Vivir según el Espíritu Santo.
Vivir
según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que
Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para
hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no
se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de
Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva
comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban
todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción
del pan y en la oración.
Fue así
como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación
de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la
Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con
Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso
falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa,
devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque
faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra
divina de la salvación.
Es
doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente
llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a
poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido
el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de
situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos,
una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad.
Podemos,
por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol:
¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y
recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por
desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un
nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno —una de las tres Personas del
único Dios—, con quien se habla y de quien se vive.
Hace
falta —en cambio— que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como
nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos
más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del
inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y
toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a
la que ya antes me refería.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
NOVENO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
Docilidad, oración y unión con la Cruz.
Porque el
Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia,
como si Él fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la
semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime
en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma,
por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la
belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios.
Para
concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos
impulse a tratar al Espíritu Santo —y, con Él, al Padre y al Hijo— y a tener
familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades
fundamentales: docilidad —repito—, vida de oración, unión con la Cruz.
Docilidad,
en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando
tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos
empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad,
quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza
para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la
imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así
acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de
Dios, esos son hijos de Dios.
Si nos
dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el
Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos
en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con
que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a
los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor. Viejo
camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta
de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las
maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente
nuestra voluntad con la de Dios.
Vida de
oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del
cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la
conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con
Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo.
¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que
está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu
de Dios. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también
nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien
no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro.
Acostumbremos
a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en
Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando
nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas
las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del
Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia —y cada
cristiano— que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con
nosotros para siempre.
Unión con
la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la
Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la
vida de cada cristiano: somos —nos dice San Pablo— coherederos con Jesucristo,
con tal que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados. El
Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar
exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.
Sólo
cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de
su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente
desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive
verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el
gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.
Es
entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha
ganado, que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del
Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad: y donde está el Espíritu del
Señor, allí hay libertad.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
DECIMO DÍA
ORACIÓN
¡Ven, oh
Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece
mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu
voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi!
¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh,
Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo,
Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero
como quieras, quiero cuando quieras…
CONSIDERACIÓN
La vida del cristiano consiste en empezar una y otra vez.
En medio
de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el
pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con
claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce
plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se
hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.
Es en esa
hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y
maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar
con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón
humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo,
desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana
flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de
Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando,
en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu
Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación
a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las
encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos
casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen
graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la
paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
Tal es,
en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas,
la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu
Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición,
que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés,
que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu
Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los
corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos
conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que
procedes de uno del otro.
ORACIÓN
¡Espíritu
Divino! Por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu esposa, Santa
María, te suplicamos vengas a nuestros corazones y nos comuniques la plenitud
de tus dones, para que, iluminados y confortados por ellos, vivamos según tu
voluntad y, muriendo entregados a tu amor, merezcamos cantar eternamente tus
infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.
[1] F. J. del Valle. Decenario al Espíritu Santo, Madrid: Rialp, 1954.
[2] Cf. Postulación para la Causa de Beatificación y Canonización de
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: Registro Histórico del Fundador [del
Opus Dei] , 20172, p. 145.
[3] Las consideraciones de este Decenario están tomadas de la homilía El
Gran Desconocido en Es Cristo que Pasa por San Josemaría Escrivá de Balaguer.
Francisca Javiera del Valle
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